“Si no me va a matar, me lo como”. Así responde Mark Owori a la pregunta de si hay algún alimento que no le guste, mientras unta salsa de cacahuetes en su chapati a la hora del almuerzo en el St. Theresa Kisubi Girls Primary School, a orillas del lago Victoria, en Uganda.
Mark está allí como profesor de un campamento artístico que dura una semana. Van cuatro días comiendo lo mismo, pero a él la variedad gastronómica le importa poco. Su objetivo es enseñar habilidades de circo a niños en riesgo de exclusión social. Cree que estimular la creatividad les lleva a mejorar su autoestima y quiere mostrarles que son capaces de mucho más que sumar, restar y leer. Eso les da seguridad en sí mismos y desarrolla su capacidad de liderazgo. También así aprenden un oficio con el que pueden ganar dinero, porque los espectáculos circenses son populares aquí, y eso se paga. Así, entre acrobacia y acrobacia, está ayudando a construir un tejido social de ciudadanos con espíritu crítico y les demuestra que no están destinados a permanecer en la miseria, que se puede salir.
Mark sabe que es posible. A los 12 años huyó de una madrastra que le pegaba a diario; anduvo 200 kilómetros hasta Kampala, capital de Uganda, país africano con uno de los índices de desarrollo humano más bajos del mundo: 164 de 187, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.
Nadie esperaba a Mark en la capital; solo la calle, las drogas, la delincuencia y las peleas. Vivió dos años al raso en Kinsenyi, el mayor gueto de la ciudad, con otras 30.000 personas. Con 14 años, en 1990, el Gobierno le reclutó para instruirle en las malas artes de la guerra y le destinaron a luchar a Ruanda. Fue niño soldado durante cuatro años hasta que desertó y volvió a Uganda, a las calles de Kinsenyi. Cuenta poco de esa época, pero las cicatrices de sus brazos lo dicen todo. Escapó y volvió a la vida en la calle porque “cualquier vida sería mejor que la militar”.
La historia y la situación sociopolítica y económica reciente de Uganda se encuentra muy marcada por la creación del Ejército de Resistencia del Señor (LRA, en sus siglas en inglés), en torno a 1987. Este grupo armado, dirigido por Joseph Kony, se enfrentó durante casi dos décadas al Gobierno del país. En 2006, las operaciones del ejército ugandés desplazaron al LRA hacia los países vecinos, pero, a pesar de los beneficios que ha generado la pacificación del territorio en estos mismos años, la población ha aumentado de 27,8 a 37,6 millones de habitantes entre 2004 y 2013, de los cuales casi la mitad no superaba los 14 años, según el Banco Mundial. Este aumento ha dejado demasiados niños y jóvenes para un país cuya estabilidad macroeconómica se ha visto reflejada en un crecimiento medio anual del PIB de un 7,1 % entre 1992 y 2011, el tercer mayor incremento de África subsahariana para este periodo que, sin embargo, no ha tenido la misma repercusión en los índices de desarrollo humano. De ahí que no sea extraño encontrar en su capital, Kampala, a un elevado número de niños y jóvenes que huyendo de la pobreza se refugian en el consumo de alcohol y de otras drogas. Y eso que en Uganda los índices de población urbana son bajos en relación con la media de los países africanos.
A Mark le brillan los ojos al hablar de Rita, la directora de una ONG finlandesa que lo rescató de su presente sin futuro. Financió su formación y Mark aprendió a dominar los elementos clásicos de las coreografías circenses. Entrenaba a diario sus piruetas con bolos, pelotas, sombreros… Era un atleta disciplinado y pronto surgieron las funciones remuneradas. Por fin, con algo de dinero, pudo salir del gueto y formar una familia. Hoy Mark tiene 38 años y un objetivo: ser Rita, la mujer que creyó en él, le ayudó con sus estudios y le sacó de su infancia muerta. Lleva más de 10 años de voluntario para diversas ONG en Kinsenyi, el suburbio en el que se crió. Identifica a niños para escolarizarlos, para encontrarles hogares de acogida o para facilitar su reagrupación familiar.
Los niños y las niñas que habitan Kinsenyi proceden de dramas muy diversos. El mosaico de estas calles lo conforman huérfanos que no tienen dónde ir, niños expulsados de sus hogares, los que han huido de casa por maltrato familiar o hijos de familias extremadamente pobres, que no se pueden hacer cargo de ellos. Incluso, algunos cuentan que vienen a “experimentar”. “Encarcelaron a mi padre y mi madre no me podía mantener. Quiero ir a América. Quiero ver soldados, pilotos, árboles de navidad y cerditos”, cuenta Kakoto Ibrahim, algo alterado por el efecto de las drogas.
Además del alcohol, las drogas más utilizadas por los jóvenes de la calle ugandeses son las que no se consideran ilegales: la gasolina, el queroseno y el disolvente de pintura inhalados, según un estudio publicado en 2014 por tres investigadores de la Georgia State University de Atlanta (EE UU) y por un miembro de la ONG Uganda Youth Development Link, publicado en la revista International Journal of Alcohol and Drugs Research. Para estos investigadores, el consumo de estas sustancias y sus consecuencias no han sido lo suficientemente estudiadas.
Hasta ahora, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Gobierno se han centrado principalmente en combatir el consumo de alcohol en el país, uno de los que posee las mayores tasas de alcoholismo de la región, aunque se reconoce que el alcohol lleva al consumo de otras drogas, como las citadas anteriormente. Estas, además de ser más baratas, son utilizadas por los jóvenes de los slums de Kampala para desinhibirse y conseguir con mayor facilidad sus fines, que van desde perder el miedo para robar o prostituirse, y así hacer frente a sus gastos, hasta crecerse para afrontar una pelea y ganar prestigio entre los suyos. En definitiva, este consumo no solo afecta a la salud de los jóvenes, sino que también genera consecuencias indirectas para la sociedad ugandesa como es el incremento de la delincuencia y, por lo tanto, de la inseguridad ciudadana.
Encarcelaron a mi padre y mi madre no me podía mantener. Quiero ir a América. Quiero ver soldados, pilotos, árboles de navidad y cerditos
Kakoto Ibrahim, niño de Kinsenyi
Dentro del aparente caos de Kinsenyi, en esta micro sociedad existe una penosa rutina. Al salir el sol, en el suelo del gueto empiezan a moverse cientos de orugas de plástico. Son los jirones de los derechos humanos. Niños que se despiertan y salen de sus sacos, que habitualmente son su única propiedad. Con ellos al hombro caminan por las calles de Kampala en busca de sartenes, matrículas, básculas, metales de cualquier tipo, botellas de plástico, madera… Vale todo. Si se puede reciclar, se puede vender.
Cuando tienen el saco lleno, vuelven al barrio y comienza el vía crucis de la venta al mejor postor. Quizá, en el camino de vuelta a casa tengan suerte y puedan comer algo recogido en el cubo de basura situado en la puerta de algún hotel o restaurante.
El kilo de metal está a 700 chelines (0,22 euros) y el de plástico a 300 (0,09 euros). Kinsenyi está sembrado de talleres improvisados, donde se repara cualquier cosa. Se funde el metal, se tritura madera y se aprisiona plástico. A continuación, esos materiales se venden a las plantas de reciclaje o bien ellos mismos fabrican muebles, utensilios de cocina o piezas de moto.
A esos niños, el destino final de sus alijos les da igual. En cuanto reciben el dinero, si ningún otro chico mayor se lo roba, lo invertirán inmediatamente en queroseno, la droga de moda, barata y accesible. Los traficantes están estratégicamente situados junto a los puntos de compra de plástico o metal. Son los intermediarios entre los empleados de la estación de Namuwongo, que roban el líquido, y los consumidores finales: niños que solo buscan cerrar los ojos a su realidad el máximo tiempo posible.
Los daños causados por los gases que desprende el queroseno han sido ampliamente analizados. Desde que el Banco Mundial lanzara su proyecto Lighting Africa se han puesto en tela de juicio muchas veces las ventajas atribuidas al queroseno por su bajo coste en las zonas sin acceso a electricidad. Por ello, este mismo organismo internacional ya está apostando por productos de energía solar frente al uso, anteriormente recomendado, de lámparas de queroseno.
A los chicos de las calle no les merece la pena guardar algunas monedas porque los reyes de la jungla en el gueto les van a pegar para quitarles hasta el último chelín. A diario se lleva a cabo una exhibición flagrante de la ley del más fuerte en la trastienda de la pobreza. Una humillación que pulveriza la dignidad de estos niños, arrasando su vulnerabilidad y convirtiéndolos en víctimas de la guerra silenciosa del hambre y la miseria, la más sangrienta de todas.
Pero hay puerta de atrás. Mark salió. Mark, exniño soldado y exniño de la calle, moja las galletas en waragi (ginebra local) y se come lo que le echen. Las marcas de su cuerpo y de su alma desvelan que es un luchador y que, además, tuvo suerte y salió. Hoy lucha por otros y trae suerte. Conoce mejor que nadie lo que crece en esos sacos. Los observa, los analiza y detecta quien quiere luchar. Un sexto sentido que bendecirá a unos cuantos a los que mostrará el camino de la salida.
African Hearts, Peace for Children in Africa, Give me a chance son algunas ONG locales que han depositado su confianza en Mark —que ha fundado su propia ONG, Voice of Hope Foundation— para identificar a niños de la calle y ofrecerles una alternativa. Para su reinserción en la sociedad, el planteamiento es poner a prueba a esos niños elegidos. Durante seis meses tienen que evidenciar que quieren cambiar sus destinos.
El programa consiste en solicitar a los jóvenes que acudan todas las tardes a una escuela improvisada dentro del gueto. Deben dejar las drogas —o probar que su intención es firme, al menos—, ayudar en labores de limpieza dentro de la comunidad y echar una mano para mantener el orden y la seguridad. Se les provee de una comida al día y algo de ropa, les enseñan higiene personal y se les ofrece apoyo psicológico.
Pasados los seis meses y habiendo manifestado buena conducta, los jóvenes que han mostrado interés en ir al colegio son admitidos en distintas escuelas de la ciudad que colaboran con estas ONG otorgando becas a estos estudiantes para facilitar su escolarización. Son, generalmente, internados porque allí también se hacen cargo de su manutención y alojamiento.
Mis padres murieron pero yo quiero volver a casa, aquí me pegan todos. Quiero estudiar para ser ingeniero
Jacob, 10 años. Niño de Kinsenyi
Otra de las opciones de reinserción es organizar la reagrupación familiar. Para aquellos que sí quieren regresar a casa, Mark y otros voluntarios contactan con las familias en su pueblo de origen, median y facilitan el transporte de vuelta a sus hogares. “Mis padres murieron pero yo quiero volver a casa, aquí me pegan todos. Quiero estudiar para ser ingeniero”, relata Jacob, de 10 años.
Como tercera vía de ayuda buscan familias de acogida en pueblos cercanos a los niños huérfanos que sí quieran vivir en un entorno familiar. En la primavera de 2010, en el distrito de Mbale, al este del país, grandes inundaciones provocaron un desprendimiento de tierra que arrasó varias aldeas de la zona, dejando huérfanos a muchos niños que han terminado en este barrio de la capital.
Mark quiere más para esos niños y por eso les enseña números de circo, su especialidad. Quiere darles una herramienta para ganarse la vida que además una el arte con el deporte y la disciplina. Mark enseña circo también a jóvenes en riesgo de exclusión social de otros guetos para la ONG In Movement, con el mismo objetivo. Tres días a la semana practica con ellos en la St. Peters Catholic Church Nsambya, una iglesia que le cede el patio y el jardín para que puedan entrenar con regularidad y en un entorno seguro.
“Estos ejercicios requieren concentración y exigen la capacidad de trabajar en grupo, fomentando así la solidaridad, la justicia y la cohesión y eso es importante para su desarrollo personal”, relata Mark. Los entrena y los prepara para actuar en eventos y celebraciones, les enseña a negociar tarifas y a valerse por sí mismos en el mundo laboral. Les da una salida. Les da su salida.
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