Al cumplirse un año desde que Rusia invadió Ucrania, se refuerza la idea de que esta guerra feroz y absurda se va a prolongar por tiempo indefinido. La agresión rusa está dejando en ruinas un gran país europeo y ha producido ya decenas de miles de muertos, tal vez centenares de miles, y millones de desplazados.
Rusia destruye la Ucrania de hoy y también la del futuro, ataca a la población civil y la infraestructura básica y sus soldados torturan, roban, expolian el patrimonio cultural y facilitan la deportación de los niños para que sean adoptados y adoctrinados en Rusia.
A la determinación del presidente ruso, Vladímir Putin, de seguir avanzando, cueste lo que cueste, sin reparar en vidas ―las de los ucranios y las de sus mismos conciudadanos movilizados―, se le opone el coraje del presidente Volodímir Zelenski y del pueblo ucranio para resistir con ayuda del armamento facilitado por Occidente. Ni uno ni otro lado tienen fuerzas suficientes para obtener ya una victoria, si es que a día de hoy existe algo que pueda calificarse de tal.
Los Estados de la OTAN descubren con alarma que sus arsenales no bastan para sostener el ritmo con el que se gastan en Ucrania, y Rusia constata que parte de su armamento es obsoleto y ha pedido ayuda a países como Irán, con el que está organizando la fabricación conjunta de drones. Unos y otros aumentan o se disponen a aumentar la capacidad de su industria bélica.
La línea de frente fluctúa. Rusia ha tenido que retroceder en territorios que ya había ocupado y Ucrania defiende palmo a palmo el terreno que controla en Donbás. Esta es una guerra maratoniana y no una carrera relámpago, como Putin suponía cuando se lanzó a la “desnazificación” y “desmilitarización” de un país cuya existencia niega.
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Rusia sigue intentando aniquilar a Ucrania como sujeto independiente; Ucrania quiere echar al invasor y recuperar la integridad territorial que Rusia reconocía hasta que se anexionó Crimea en 2014.
En Ucrania, Occidente trata de no traspasar las líneas rojas que podrían llevar al uso del arma nuclear por parte de Rusia. Este peligro no ha dejado de existir en ningún momento, aunque no es posible determinar la correlación entre los acontecimientos en el campo de batalla y las probabilidades de que Vladímir Putin apriete el botón. Es de suponer que, mientras Rusia tenga armamento convencional y efectivos humanos, Putin no echará mano del último recurso. Unos creen que el líder ruso no será capaz de recurrir al arma nuclear y otros, basándose en declaraciones del mismo presidente, lo ven dispuesto a inmolar a propios y ajenos con tal de no dar su brazo a torcer. En función de estas impresiones, unos aceptan el riesgo y otros, no. La incertidumbre causa zozobra a todos.
El optimismo que siguió a la ofensiva ucrania del pasado otoño fue contagioso, pero precipitado. Las sanciones occidentales aprietan, pero no ahogan a Rusia, que en un mundo global encuentra caminos para burlarlas; Putin se apoya por el momento en una población convencida, sumisa, confusa o asustada, que secunda o se resigna a la guerra. Entre medio millón y millón y medio de rusos (según los datos) se han marchado al extranjero huyendo de la movilización, y los que se quedan y se pronuncian contra la contienda pueden ser castigados con penas superiores a las que cumplen perversos asesinos, como descubrió el activista Iliá Yashin en las cárceles donde lo encerraron tras condenarlo a ocho años y medio por su posición política.
Rusia parece haber emprendido un viaje en el tiempo hacia un mundo inquisitorial. La represión del régimen es severa y el temor de sus funcionarios ha llegado a extremos absurdos, como el de evitar escribir la palabra “paz” en las felicitaciones de Año Nuevo.
Evitar la escalada y el ataque nuclear
Sobre la evolución de la guerra, se observan varias corrientes de pensamiento. Ucrania, dicen unos, debe ser apoyada tanto tiempo como ella considere necesario para “vencer” a Rusia y expulsarla de su territorio. Ucrania, dicen otros, debe aceptar pérdidas de territorio a cambio de paz. Esta última opción se presenta hoy con analogías como la división de Corea o la de Alemania, pero Rusia pretende más de lo que ya ocupa y ha inscrito en su Constitución territorios ucranios que ni siquiera controla.
Un análisis de la corporación norteamericana Rand sobre los intereses estadounidenses en la guerra de Ucrania (Avoiding a Long War. U.S. Policy and the Trajectory of the Russia-Ukraine Conflict) afirma que “para Estados Unidos, el control territorial (…) no es la dimensión más importante del futuro de la guerra”. ”Para Estados Unidos, evitar una larga guerra es una prioridad mayor que facilitar notablemente más control territorial a Ucrania”, señala el documento, según el cual las prioridades norteamericanas son “evitar una posible escalada”, y que pase a ser una guerra Rusia-OTAN, y evitar el “uso [del arma] nuclear por parte de Rusia”.
Con el título Párense, el ruso Grigori Yavlinski, líder del partido Yábloko, ha publicado un artículo en el que afirma que “no se puede acabar el conflicto en el campo de batalla, como sueñan algunos”. “El Estado de Putin no se parará ante nada. Rusia no quedará sin fuerzas” como resultado de esta guerra y “seguirá siendo una de las dos grandes potencias atómicas del mundo”. En cambio, Ucrania está en peligro de “no poder superar las consecuencias económicas” de la contienda, afirma Yavlinski, quien propone un alto el fuego como “exigencia política para conservar vidas”, lo que, según precisa, no significa ni un acuerdo de paz ni un diálogo a gran escala. Se trataría, escribe, de un “primer paso hacia cualquier principio de regulación”: “Intentar esta opción solo es posible si Putin, Zelenski, Biden, la dirección de la UE y la OTAN lo quieren”. Yábloko es el único partido legal de Rusia que se posiciona abiertamente contra la guerra. No está representado en la Duma estatal de Rusia, pero tiene diputados en varios Parlamentos regionales y municipales. Un centenar de sus militantes están en prisión o han sido encausados y multados por sus posiciones políticas, señala un portavoz del partido.
Intentar un alto el fuego en Ucrania exigiría alguna estructura de intermediación formada por personas o países no implicados en la guerra ni en las sanciones. En este sentido, puede ser interesante la iniciativa del presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, para formar un grupo de Estados que puedan mediar. Brasil, junto con Rusia, es miembro del grupo de países BRICS, al que pertenecen también India, China y Sudáfrica. Entre bastidores, se están produciendo ya tanteos diplomáticos entre diversos sujetos. Alberto Fernández, el presidente de Argentina, secunda la línea de Lula y ambos se niegan a vender armas a Ucrania.
Un intelectual ruso que no quiere ver publicado su nombre intenta explicar con una analogía los problemas de una mediación. “¿Qué hacer si un terrorista armado ataca un banco, toma rehenes y los amenaza con una pistola? ¿Enfrentarse al malhechor poniendo en peligro la vida de sus cautivos o emprender una acción coordinada con policías especialmente entrenados, psicólogos y personas de confianza del delincuente, entre otras, que lo calmen con paciencia y lo convenzan de que sus deseos serán complacidos si deja de apuntar a los rehenes y entrega el arma?”. Solo si deja de apuntar será posible otra historia.
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