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Verviers, el agujero negro del coronavirus en Europa

La crisis del coronavirus crea lugares comunes a la misma velocidad que destruye otros, muy arraigados en el imaginario económico: mientras el “sin precedentes” se asienta como muletilla para todo, el mantra de que las pandemias reducen la desigualdad se tambalea. No porque sea erróneo en sí mismo —se demostró cierto en la gran plaga de peste negra y, en menor medida, en la epidemia de gripe de 1918 (que se ensañó con los trabajadores más jóvenes)—, sino porque en esta ocasión no se dan las circunstancias para que así sea: si entonces se cebó con la población en edad activa, disminuyendo el factor trabajo y conduciendo a un aumento de los salarios, esta vez tiene a las personas mayores como principales víctimas. De ser algo, esta pandemia —cuarentena incluida— es, según más de una docena de historiadores y economistas consultados, desigualadora. A diferencia de las anteriores, agravará la inequidad ya existente, en parte heredada de la crisis de 2008. El teletrabajo es una posibilidad solo para algunos, generalmente los más cualificados, mientras condena a los más precarios. Igualmente, pese a las severas pérdidas en Bolsa, todo apunta a que el capital recuperará el paso antes que los mercados laborales. El resultado de este cóctel, según una docena de historiadores y economistas, sólo puede ser uno: quienes llegaron más apurados a la crisis saldrán también peor.

El historiador Walter Scheidel ilustró en el monumental El gran nivelador (Crítica, 2018) cómo solo la guerra, la revolución, el colapso del Estado o las plagas —“los cuatro jinetes de la equiparación”, en sus palabras— son los únicos factores capaces de equilibrar la relación de fuerzas entre ricos y pobres. Sin ellos, decía, no hay mejora posible. El caso de la peste negra (decenas de millones de muertos en el siglo XIV, quizá el más funesto de siempre; con una reducción de entre el 25% y el 45% de la población) provocó una caída de la desigualdad y aumentó el bienestar de quienes lograron sobrevivir. La gripe de 1918, aunque en mucha menor medida (40 millones de fallecidos, algo más del 2% de la población mundial), también mermó la fuerza de trabajo y provocó un efecto similar, aunque menor. “Las pandemias enferman y matan a las personas y dejan a las familias con niveles de vida más bajos. Los efectos directos sobre la pobreza y el bienestar son grandes y persistentes. La alegría de la mejora resultante en la igualdad suena hueca: ¡qué bueno que somos más iguales en nuestra miseria!”, apostilla James Foster, de la Elliott School of International Affairs.


La riqueza del 10% que más tiene

Francia, R. Unido

y Suecia

1629-31

Plaga en el

norte de Italia

1347-51

Peste Negra

en Europa

1656-57

Plaga en el

sur de Italia

Fuente: Science, Guido Alfani y Thomas Piketty.

EL PAÍS

La riqueza del 10% que más tiene

Francia, R. Unido

y Suecia

1629-31

Plaga en el

norte de Italia

1347-51

Peste Negra

en Europa

1656-57

Plaga en el

sur de Italia

Fuente: Science, Guido Alfani y Thomas Piketty.

EL PAÍS

La riqueza del 10% que más tiene

Francia, R. Unido

y Suecia

1629-31

Plaga en el

norte de Italia

1347-51

Peste Negra

en Europa

1656-57

Plaga en el

sur de Italia

Fuente: Science, Guido Alfani y Thomas Piketty.

EL PAÍS

La riqueza del 10% que más tiene

Francia, R. Unido

y Suecia

1629-31

Plaga en el

norte de Italia

1347-51

Peste Negra

en Europa

1656-57

Plaga en el

sur de Italia

Fuente: Science, Guido Alfani y Thomas Piketty.

EL PAÍS

Con el coronavirus ni siquiera se vivirá esa mejora coyuntural: la cifra de muertos es tan grande en términos absolutos (330.000 personas) como devastadora en lo moral, pero muy poco relevante en lo estadístico en un mundo que va camino de los 8.000 millones de habitantes, 20 veces más que en los tiempos de la peste negra. Nada cambiará en el equilibrio entre capital y trabajo: como recuerdan casi al unísono Nora Lustig, profesora de la Universidad de Tulane y una de las mejores historiadoras económicas latinoamericanas de nuestros días, y Òscar Jordà, de la Universidad de California en Davis y coautor de uno de los primeros trabajos sobre las consecuencias económicas de la covid-19 a largo plazo, lo que hace distinta a esta pandemia es que (afortunadamente) en términos relativos las muertes son significativamente menores que en anteriores ocasiones. “Los más afectados son los jubilados, con ahorros y capital, pero que ya están fuera del mercado laboral”, apunta Jordà. Y, en cambio, sí empeorarán otras variables clave para la inequidad.

“Esta vez es diferente: no habrá escasez de mano de obra y el salario del trabajador medio no subirá”, remarca Scheidel, profesor de la Universidad de Stanford, en conversación con EL PAÍS. “En el corto plazo, de hecho, el coronavirus probablemente incremente la desigualdad, con mayores brechas entre los trabajadores de sectores relativamente estables y aquellos que se llevarán la peor parte de los confinamientos”. Todo, agrega, Guido Alfani, historiador de la Universidad Bocconi de Milán, depende mucho del contexto y de las instituciones: “Sería más correcto decir que algunas pandemias, como la peste negra, que fue la plaga más mortífera de la historia, sí redujeron la desigualdad. Pero no todas: en la del siglo XVII [también de peste] en el sur de Europa, que en Italia mató a entre el 30% y el 40% de la población, por ejemplo, no provocó ninguna reducción significativa ni duradera”.

Aún sin datos duros —habrá que esperar años—, todo apunta a que esta vez no solo no caerá sino que picará al alza: igual que el virus golpea más a unos países (los que dependen del turismo y los servicios, véase España) que a otros (las economías más cerradas), también sacude más a los estratos de ingresos bajos. “Es un mito que todas las pandemias tengan un efecto siquiera neutral en el plano social”, sentencia sin dejar mucho lugar para la duda Svenn-Erik Mamelund, de la Universidad Metropolitana de Oslo y uno de los investigadores que más ha ahondado en las derivadas económicas y demográficas de los estallidos sanitarios. “Los pobres siempre han sido más golpeados en términos médicos (hospitalizaciones y muertes) y económicos: también son los que terminan empobreciéndose más. Es algo que estamos viendo hoy con los negros y los indios navajo en EE UU, pero también con los más pobres en Madrid, París, Oslo o Estocolmo: quienes dicen que la covid-19 es un igualador están equivocados”. La enfermedad, completa por correo electrónico el Nobel Joseph Stiglitz, autor de El precio de la desigualdad (Taurus, 2012), “golpea a la parte baja de la escala socioeconómica, que pierde sus trabajos de manera desproporcionada [respecto a la media]. Se llevan lo peor”.

Las crisis enseñan siempre las vergüenzas y los vicios ocultos —y no tan ocultos— en las economías. Y esta pandemia está revelando crudamente las brechas que ya existían antes de que el virus hiciese acto de presencia: las tasas de mortalidad son más altas entre los colectivos más frágiles en prácticamente todas las ciudades de Occidente y la disponibilidad de unos ahorros en muchos casos laminados por la Gran Recesión lo marca todo. Quien entró a la crisis endeudado tiene menos posibilidades de salir airoso que quien llegó con un colchón de seguridad y un empleo estable y bien remunerado. “Destrozará a los deudores, inquilinos y a quienes tienen créditos que no pueden devolver por la merma de sus ingresos”, alerta James K. Galbraith, de la Universidad de Texas. “A menos que haya un alivio general de esas deudas, los acreedores se harán con los activos a precios de saldo. Sin ese reseteo, habrá una depresión prolongada y una pauperización masiva de las hasta ahora clases medias”.

El efecto de los confinamientos sigue siendo una incógnita: es, como recuerda Alfani, la primera vez en la historia de la humanidad en la que tantos países optan por medidas “tan estrictas, así que no podemos asirnos a episodios del pasado para tratar de predecir qué ocurrirá”. Pero, por lo pronto, ya se pueden extraer unas primeras conclusiones: en el mercado laboral el coronavirus está creando, grosso modo, dos grupos de trabajadores: los que pueden seguir desempeñando su tarea con casi total normalidad, mayoritariamente cualificados —los de cuello blanco, en términos anglosajones—, y quienes directamente no pueden hacerlo —los de cuello azul: de empleados de fábricas a camareros—, que se ven abocados al paro, ya sea en su versión temporal (ERTE, en España) o en su versión permanente. Justo cuando empezaba a sanarse la herida de la anterior crisis sobre las rentas.

Los mercados laborales obedecen, con excepciones, el patrón que sigue: a salario más bajo, menores opciones de trabajar desde casa y mayores de caer en desempleo. En EE UU, por ejemplo, cuatro de cada 10 trabajadores despedidos cobraba menos de 40.000 dólares, pese a que el salario medio ya cabalga por encima de los 50.000. Eso, en las economías avanzadas. En los países emergentes, el dilema que se presenta es mucho más crudo —confinarse o comer—, con millones de trabajadores informales —los que peor estaban ya desde antes de la pandemia— obligados a desempeñarse, literalmente, en lo que sea para buscar un sustento para ellos y sus familias mientras los empleados más cualificados pueden hacer sus labores desde sus hogares sin grandes cambios. No se puede olvidar, tampoco, que la desigualdad estuvo en el origen de las protestas de finales del año pasado en América Latina, una región en la que los desequilibrios económicos siguen campando a sus anchas.

El lujo de quedarse en casa y la desigualdad de género

Quedarse en casa es más que nunca un lujo. Ese cliché no lo desmontará la crisis. “Lo vemos en EE UU, sí, pero también en un Estado de bienestar como Noruega: aquellos con menos educación y recursos son los más duramente golpeados tanto en términos de desempleo como en ingreso. Y la historia de la crisis nos dice que son, asimismo, los que más problemas tienen para regresar al mercado laboral tras un periodo en el paro”, subraya Mamelund. “Al afectar más a la gente más pobre, que no tiene ahorros y que está más desprotegida: provocará una movilidad social a la baja”, completa Lustig, que pide sin ambages un impuesto específico a la riqueza “de los multimillonarios” vinculado a prevenir la oleada de desigualdad que se viene. “La recesión está tan vinculada con el incremento del desempleo y la caída de negocios pequeños, como cafés o restaurantes, que es difícil imaginar un horizonte en el que los pobres salgan beneficiados respecto a los ricos”, esboza Peter Lanjouw, de la Universidad Libre de Ámsterdam. En plata: la crisis empobrecerá a todos (o a casi todos: algunos, como siempre, pescarán a río revuelto), pero no por igual.

Las dinámicas financieras tampoco ayudarán a suturar la brecha. La sacudida inicial en las Bolsas fue muy severa, arañando el patrimonio de las grandes fortunas —el cuarto hombre más rico del mundo, Warren Buffett, lleva perdida la friolera de 50.000 millones de dólares desde el inicio del choque bursátil—, pero los parqués ya han empezado a recuperar (muy poco a poco) parte de lo retrocedido. “Si la Gran Recesión de 2008 sirve como guía, las inversiones de los ricos se recuperarán antes que los mercados de trabajo”, esboza Scheidel. En el otro destino predilecto de las inversiones de los más acaudalados, el ladrillo, sí parece que la dentellada será severa. Pero ahí, la clase media que se endeudó para ser propietaria también encajará el golpe y el efecto igualador será —de serlo— discreto.


Participación del trabajo

en los ingresos

Francia

Reino Unido

Suecia

Alemania

España

EE UU

-7,7

-1,9

-6,2

-7,3

-12,5

-5,8

Fuente: McKinsey Global Institute.

EL PAÍS

Participación del trabajo en los ingresos

Francia

Reino Unido

Suecia

Alemania

España

EE UU

-7,7

-1,9

-6,2

-7,3

-12,5

-5,8

Fuente: McKinsey Global Institute.

EL PAÍS

Participación del trabajo en los ingresos

Francia

R. Unido

Suecia

Alemania

España

EE UU

-7,7

-1,9

-6,2

-7,3

-12,5

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Fuente: McKinsey Global Institute.

EL PAÍS

Participación del trabajo en los ingresos

Francia

R. Unido

Suecia

Alemania

España

EE UU

-7,7

-1,9

-6,2

-7,3

-12,5

-5,8

Fuente: McKinsey Global Institute.

EL PAÍS

“La capacidad de la gente de proteger a su familia y de capear la tormenta varía mucho”, apuntan Sabina Alkire y Ricardo Nogales, de la Universidad de Oxford. “Mientras algunas personas tienen trabajos formales y estables, relaciones saludables, casas confortables y una salud mental fuerte, otros solo logran ingresos de fuentes informales y enfrentan una situación de vulnerabilidad y pobreza, con situaciones comprometidas en casa. Son, particularmente, mayores y mujeres”. El género es, en efecto, una variable clave en el análisis: la Unesco calcula que 1.500 millones de niños en todo el mundo no están yendo estos días a las aulas, con el consecuente efecto sobre las familias, que deben cuidarles en las horas en las que deberían estar en la escuela, “y dadas las normas de género existentes y teniendo en cuenta la histórica distribución de tareas en los hogares, podemos asumir sin riesgo de error que esa carga adicional está recayendo desproporcionadamente más en las mujeres”, profundiza Olga Shurchkov, del Wellesley College.

Esa asimetría entre mujeres y hombres se está notando en prácticamente todos los ámbitos: desde el primer zarpazo del virus, la productividad se ha desplomado entre las mujeres investigadoras mientras crecía entre sus pares hombres. También en clave de empleo: si en la crisis de 2008 las pérdidas de puestos de trabajo se cebaron con sectores muy masculinizados (construcción, manufacturas), esta vez la peor parte se la llevan los servicios, donde ellas tienen un peso superior. “La conclusión es clara: la desigualdad de género se ha incrementado y seguirá haciéndolo mientras dure esta recesión”, sentencia Shurchkov.

La importancia de las políticas públicas y la presión política

El punto de partida es, de por sí, preocupante. Pese al declive de las clases medias occidentales y que las rentas altas no han dejado de aumentar su trozo del pastel, la mejora de sus pares emergentes ha equilibrado la foto global de la desigualdad. Dentro de los países, el panorama es otro. Desde los sesenta, cuando Billy Wilder triunfaba en las carteleras, la concentración del ingreso ha crecido con fuerza: en EE UU, sobre todo, pero también en el Reino Unido, Alemania, Italia o España. En paralelo, la inequidad ha ido ganando enteros en el debate público: la crisis financiera, que siguió ensanchando la brecha, la convirtió en un tema de conversación recurrente y dejó patente que la preocupación va mucho más allá de la justicia social y que ejerce, también, como inhibidor del crecimiento. Más allá de lo ético es, en fin, un palo en la rueda de la economía.

Las políticas públicas, habitualmente desplazadas al fondo de un debate social constantemente marcado por la guerra cultural y la polarización, emergen como la clave de bóveda en el edificio social que resulte de esta crisis. Los bienvenidos mecanismos de protección puestos en marcha hasta ahora —sobre todo en Europa, con varios Estados haciéndose cargo de parte de los salarios, esquemas de rentas mínimas y ayudas ad hoc para los colectivos vulnerables: una socialización de pérdidas en el mejor sentido de los posibles—, no tienen visos de ser suficientes. Así lo atestiguan las 100.000 personas que han solicitado ayudas para alimentación solo en Madrid y los temores de Stiglitz al otro lado del Atlántico. “En EE UU una parte desproporcionada de los tres billones de dólares inyectados en la economía ha ido a parar a las manos de los que más tienen, entre ellos grandes empresas. Los costes de la crisis están recayendo, sobre todo, en los pobres, y el dinero no está ayudándoles, lo que amplía las desigualdades”, enfatiza el Nobel.

En los emergentes, la sacudida de la crisis económica será igual de dura. Y eso, según Lanjouw, de la Universidad Libre de Ámsterdam, se dejará sentir en la desigualdad global, una brecha que se había cerrado con la globalización y que ahora corre el riesgo de tomar el camino contrario. “El proceso de convergencia entre países pobres y ricos probablemente se ralentice o, directamente, se revierta”, remarca el académico holandés, que ha dedicado buena parte de su vida a temas de economía del desarrollo.

Vistos los males del hoy —pobreza, desigualdad—, se impone la perspectiva y la mirada del mañana. En un horizonte algo más largo pocos dudan de que la covid-19 será más que una mera sacudida económica y sanitaria: azuzará también el campo de las ideas. Lo que sucederá en el futuro, escribía recientemente en estas páginas Adela Cortina, “dependerá en buena medida de cómo ejerzamos nuestra libertad, si desde un nosotros incluyente o desde una fragmentación de individuos”. Tanto más puede decirse en el plano puramente económico.

El debate público sobre desigualdad, pronostica Lanjouw, mutará para bien: se pondrá más el foco sobre quienes peor están. “Puede propiciar un cambio duradero en la orientación ideológica y en las políticas públicas”, opina en la misma línea Samuel Bowles, del Santa Fe Institute. “Como en la Gran Crisis, la pandemia es un golpe para los mercados no regulados y los Estados pequeños [en términos de gasto público] sin una mínima red de protección económica para los trabajadores. Si la covid-19 es capaz de demostrar los riesgos mortales de las políticas económicas basadas únicamente en el libre mercado y de la ideología individualista, también podría propiciar un futuro más igualitario”. La crisis del coronavirus, cierra Scheidel, tiene el “potencial” de incrementar la presión política en favor de una agenda más progresista. Sobre todo si se prolonga en el tiempo y los niveles de pobreza y descontento, “pudiendo llevar a nacionalizaciones, programas de renta básica y una progresividad mayor en la fiscalización de la riqueza. Eso, sí, podría reducir la actual concentración del ingreso y el patrimonio”. El golpe inicial puede revertirse a largo plazo. Solo hace falta un cambio de mentalidad. Profundo.


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