Aplausos. Muchos aplausos. Comienza el espectáculo. No ha subido el telón, sino que, en este mundo hiperconectado y digitalizado, se ha dado al botón de play. Así es. Desde casa. ¡Zas! Ella Fitzgerald ha salido al escenario con su vestido de reflejos y sus largos pendientes colgantes. Esas lágrimas de perlas se zarandean risueñas como bailarinas acompañando al canto otoñal de la gran dama del jazz. ¿Cómo se puede cantar tan profundamente y con esa sonrisa tan despejada al mismo tiempo? Ella no baila, solo se balancea y, de vez en cuando, sigue el ritmo de la banda chasqueando los dedos. Lo está haciendo ahora, cantando April In Paris. Aplausos. Muchos aplausos. El público de París enloquece. Fitzgerald chasquea los dedos, sonríe y sabe cómo ganarse al respetable. Es 1957, pero podría decirse lo mismo en 1962, acompañada del inmenso y finísimo Oscar Peterson. El pianista grandullón toca con ella de nuevo en París, esta vez en el Olympia, y su anillo de oro brilla en su dedo meñique. Pasa sus manos por las teclas con los ojos cerrados, como orando, entrando en clímax espiritual. Llega el momento más esperado: Ella se pone a hacer su característico scat, canta sobre melodías y ritmos improvisando, no se la entiende nada, no hay ningún sentido en lo que dice, pero, mientras se lleva las manos a la cara y luego da palmas, no se puede dejar de escuchar, de seguir a esa golondrina garabateando dentro del swing.
Son dos conciertos de Ella Fitzgerald, pero hay tres más. Actuaciones en blanco y negro, como si el recuerdo solo nos dejase acceder a ellas bajo ese prisma. Forman parte de la colección Conciertos de jazz de Filmin, la plataforma especializada en cine clásico e independiente. Un amplio catálogo compuesto por 64 actuaciones, que durante una temporada fueron 71. Jazz en blanco y negro, pero también en color, aunque en tonos viejos, como estampas de otra época de este sonido sonámbulo. Colarse en todas estas actuaciones da como resultado este artículo. 71 conciertos vistos y escuchados en un viaje al corazón mismo del jazz. Un viaje televisivo, pero un viaje al fin y al cabo a la gloria de un género que transformó el espíritu norteamericano y otorgó al siglo XX un atractivo sin igual. Una música que moldea el presente hasta deshacerlo en pedazos de lluvia o en disparos de nieve.
Es el turno de Louis Armstrong, el mejor rostro del jazz, el primer gran genio. Acompañado de los All-Stars en 1959, sopla la trompeta como si llevase dentro un elefante ebrio de felicidad. Sus ojos se salen de esa cara redonda, buscan el espacio exterior como platillos volantes, intentan comunicarse con el público y el más allá, mientras la trompeta es puro hot de Nueva Orleans, ardiente ritmo que nos recuerda la alegría de vivir, como también sucede en el concierto del pianista Sammy Price y su banda, clásico jazz orquestal de NOLA. Luego, Armstrong baila y canta con la mastodóntica Velma Middleton, tan ligera en sus brincos que parecen efectos especiales. Ambos ríen. La risa de Armstrong es la risa del jazz, el sonido de otro mundo posible.
Ese mundo está lleno de nombres en este viaje televisivo: el maestro Duke Ellington, obligando a saludar a su banda y dirigiendo de pie su festín de sonido selvático; la portentosa Sara Vaughan, llorando penas con una fragilidad imposible; el elegantísimo Dexter Gordon, al que se debería escuchar siempre con el licor adecuado en el cuerpo. El de Gordon no es el único saxo que escupe maravilloso fuego líquido. Cambio de escenario y sale John Coltrane con su cuarteto en 1965. Interpretan Crescent, Naima y My Favorite Things, actuación memorable, fuego estelar. Hay una ética en esa deconstrucción tan luminosa, expandiéndose en todas direcciones como una galaxia en crecimiento. Entre las actuaciones flojas, por sonido y realización, la conjunta de Oscar Peterson y Roy Eldridge en 1963.
Todas son actuaciones europeas, especialmente sucedidas en Francia. Al margen del dilema racial, clavado en el pecho de Estados Unidos desde sus orígenes, Europa siempre supo entender que el jazz era un arte grande. Un arte con Chet Baker besando la trompeta, aguja con la que coser su alma. Se le ve en 1964, aún con belleza de efebo, antes de que su rostro acabe magullado por la heroína. Un arte también con Bill Evans, encorvado sobre el piano, con su bigotillo, melena y gafas, cual genio loco preparando una pócima. La cámara se fija en sus manos deslizándose veloces en las teclas. Durante el Standard Autumn Leaves asoma un reloj, esa “cadena de rosas”, ese “calabozo de aire”, según Julio Cortázar, amante del jazz, perseguidor de sus misterios. Quizá Cortázar también dedicaría varios días a ver estos 64 conciertos, sin atender a relojes, disfrutando del poder de las notas doradas.
Dibujos animados
Hay un mundo inevitable en el jazz, en su definición de libertad. Hubo rupturistas que lo anticipaban. Dizzy Gillispie fue uno de ellos. Es 1970 y su actuación es majestuosa con su quinteto. Sus mofletes se hinchan como globos de helio, como un dibujo animado soplando una trompeta fuera de lo común. Fuera de lo corriente también era Thelonious Monk, con su traje de ganga, un héroe pordiosero en 1963. Es teatro en estado máximo: se mueve a espasmos, baila como un pato mareado con el solo de contrabajo, pero, cuando regresa al piano y se sienta, se encienden luces de neón como en ciudades abandonadas a la madrugada. ¿Cómo hace para no sudar ni una gota con ese gorro grueso de lana, esa corona de los callejones? Todos sudan muchísimo. Primeros planos y se ven rostros con gotas de sudor azabache bajo los focos. Sudor trepando en el ritmo endiablado. Miles Davis suda en 1974. El genio con gafas galácticas, corbata de lunares, chaleco y brazaletes metálicos. Controla a toda la banda. Está en su etapa de jazz fusión, insuflando psicodelia y rock a su visión, tomando, una vez más, la delantera a la historia. Hay otro concierto: Miles Davis y amigos, de 1969. Un concierto histórico con Chick Corea al piano, Wayne Shorter al saxo, Dave Holland al bajo y Jack DeJohnette a la batería. Solo estuvieron un año y se les ve en color, con todo esplendor.
Decía el escritor afroamericano LeRoi Jones que la historia trágica del pueblo negro en EE UU tenía en la música su mejor rito y resistencia. Es por eso que en este viaje se escribe jazz, pero se cuelan, por ejemplo, James Brown, Aretha Franklin y Ray Charles, tres colosos de la música negra. Impresionantes actuaciones como la de Nina Simone en el Olympia en 1969. Señala al público al ponerse a cantar, con una sonrisa retadora. Se le marca la vena en el cuello. Sentada al piano, es todo desafío.
¿Queda algo después de todas estas decenas de conciertos? Sí. Un regalo: el documental sobre la historia de Blue Note, el legendario sello que definió al jazz moderno. Colofón perfecto para este largo viaje. Aplausos. Muchos aplausos. Ojalá la vida siempre así.
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