En uno de los más comentados y recientes estrenos de Neflix, El juicio de los 7 de Chicago, el director y guionista Aaron Sorkin vuelve sus ojos hacia uno de los momentos más controvertidos de la historia estadounidense reciente: el juicio contra un grupo de activistas que durante la convención demócrata de 1968 provocó una serie de disturbios que polarizaron al país. Entre aquel diverso grupo de hombres que se sentaron en el banquillo había uno que acabó representando mejor que ninguno la transformación de su nación durante sus décadas más convulsas, Jerry Rubin (Cincinnati, 1938-Los Ángeles, 1994). La célebre frase del candidato demócrata a aquellas elecciones Hubert Humphrey, “no hay nada que no solucione un buen corte de pelo”, resultó profética para él. Poco más de una década después de ser el enfant terrible de la contracultura estadounidense, Rubin se cortó la melena, se puso un traje y pasó de lanzar billetes al aire en la Bolsa de Nueva York a invertirlos en las recién emitidas acciones de Apple. El “córtate el pelo, cambia de vida” del Xixón Sound podría haber estado inspirado en este hippie, devenido en yippie y posteriormente en yuppie que se adelantó a todo, incluso a las redes sociales.
Rubin tuvo claro desde su infancia que le interesaba difundir su opinión: fue editor del periódico escolar y cuando todavía estaba en el instituto empezó a escribir artículos sobre deporte en The Cincinnati Post. Con ese bagaje llegó a la Universidad de Berkeley y Berkeley, en los sesenta, era sinónimo de activismo. A él le venía en los genes: su padre era un repartidor de pan que se había implicado activamente para que la jornada laboral pasase de seis a cinco días. En Berkeley, Rubin no tardó en abandonar su postgrado en Sociología para centrarse a tiempo completo en el activismo. La primera protesta en la que participó fue contra un tendero que no contrataba afroamericanos. La siguiente fue organizada por él mismo y reunió a 30.000 personas para protestar contra la guerra de Vietnam.
En aquellas manifestaciones conoció a su alma gemela, el activista Abbie Hoffman. La prensa los comparaba con el dúo cómico Abbot y Costello: Hoffman era alto y extrovertido y Rubin bajito y más racional, pero juntos formaban una pareja tremendamente carismática que personificaba la esencia de la contracultura. The New York Times los bautizó como grouchomarxistas, se convirtieron en el perejil de todas las salsas revolucionarias y junto al humorista Paul Krassner fundaron el Partido Internacional de la Juventud (YIP).
Los yippies no pretendían ser un partido al uso. Solo querían dar a conocer su ideario revolucionario, pensaban que cuanto más extravagantes fueran sus mensajes mejor lucirían en televisión y para ello contaban con la experiencia en medios de Rubin y la originalidad innata de Hoffman. En el Comité de Movilización Nacional para Poner Fin a la Guerra en Vietnam una de sus iniciativas más mediáticas fue hacer levitar el Pentágono para exorcizarlo. Así, tal cual, como en un truco de David Copperfield. La primera idea había sido ocupar el Capitolio, pero Rubin pensó sensatamente que eso mandaría un mensaje equivocado a la nación.
Según recogió la revista Time, “pidieron un permiso para hacer levitar el Pentágono a 300 pies del suelo y explicaron a las autoridades que al cantar antiguos ritos de exorcismo arameo mientras formaban un círculo alrededor del edificio, podían hacer que se elevara en el aire, se volviera naranja y vibrara hasta que todas las emisiones malignas hubiesen huido y entonces la guerra terminaría de inmediato. El administrador amablemente les dio su permiso para elevar el edificio, pero solo un máximo de 10 pies”.
Más de cien mil personas acudieron a Washington para unirse al evento. Allí estaban Norman Mailer, que dio cuenta de ello en Los ejércitos de la noche; el gurú del LSD Timothy Leary; el cineasta obsesionado por lo satánico Kenneth Anger y el poeta Allen Ginsberg, que fue el encargado de recitar durante la levitación. Al grito de “¡Fuera, demonios, fuera!”, según recogió el Smithsonian Magazine, curanderos ataviados de mayas esparcían harina de maíz en círculos mientras el artista Michael Bowen repartía 90 kilos de flores entre la multitud. “Cuando la policía militar y los alguaciles se enfrentaron a los manifestantes, las imágenes de cañones de armas llenos de margaritas se convirtieron en las fotografías icónicas del día”.
Entre aquellas imágenes está la de Jan Rose Kasmir introduciendo una margarita en un fusil, captada por el fotógrafo Marc Riboud, que se convirtió en uno de los símbolos más celebrados del pacifismo. 680 manifestantes fueron detenidos –entre ellos Norman Mailer–, 50 fueron hospitalizados y un número indeterminado aseguró que el Pentágono había levitado. Una de las primeras ideas que habían deslizado los yippies era que pretendían envenenar el suministro de agua de la ciudad con LSD, pero está claro que prefirieron guardárselo para ellos mismos.
De pronto, los yippies estaban en las portadas de los periódicos. Y ese solo sería el primer acto. Su siguiente andanza sería paralizar la Bolsa de Nueva York lanzando billetes falsos al aire que muchos se apresuraron a recoger, lo que provocó que a partir de entonces se colocasen cristales blindados para protegerse de futuros ataques.
Cuando estas algaradas llevaron a Rubin ante el Comité de Actividades Antiamericanas apareció con un disfraz de la Revolución Americana afirmando, con orgullo, ser descendiente de Jefferson y lanzando pompas de jabón. “Nada es más estadounidense que la revolución”, declaró ante los medios. La segunda vez llegó con el torso desnudo y pantalones del uniforme del Vietcong. La tercera, vestido de Santa Claus y armado con pistolas de juguete. Las comparecencias de los yippies eran un deleite para la prensa. Pero ningún evento les proporcionó más publicidad que la convención nacional demócrata de 1968.
Chicago, ciudad de cerdos y pancartas
Si en 1968 Estados Unidos era un hervidero a causa de la guerra de Vietnam y la crisis económica, la olla a presión más candente era Chicago, una ciudad que rezumaba corrupción y en la que las desigualdades y el racismo generaban una tensión constante. Con el presidente Lyndon B. Johnson retirándose inesperadamente de la carrera por la nominación como candidato demócrata y el favorito Robert Kennedy abatido a balazos tan solo un par de meses antes de la convención, los votos de los delegados se dividían entre los seguidores del pacifista Eugene McCarthy y el candidato del establishment Hubert Humphrey. Pero llegado el momento de la votación, todas las miradas estaban en la calle porque era donde se estaba desarrollando la acción.
“Sabíamos que no podríamos influenciar a los republicanos sobre Vietnam, así que pretendíamos presionar a los demócratas”. cuenta Tom Hayden en el documental Los sesenta, producido por Tom Hanks y disponible en Movistar. Y la manera de presionarlos fue convocar un festival intercultural que atraería a miles de personas de todos los lugares de Estados Unidos y a todas las ideologías contrarias a la guerra de Vietnam, desde los yippies y los pacifistas a los Panteras Negras y feministas como Gloria Steinem.
El 23 de agosto, los yippies llegaron a la ciudad con su propio candidato, un cerdo de 70 kilos al que bautizaron Pigasus el Inmortal (“pig” era la manera en la que llamaban despectivamente a la policía). Mientras el cerdo chillaba presa del pánico –hoy, en esa convención, estarían también los animalistas y el gorrino sería de peluche– en su nombre, Rubin prometió una campaña electoral justa y aseguró que si Pigasus ganaba las elecciones se lo comerían (adiós a la inmortalidad de Pigasus). Afirmaba que era una manera de darle vuelta a lo habitual “que el cerdo elegido se comiese al pueblo”, tal como se recoge en Sueños de ácido. Historia social del LSD: la CIA, los sesenta y todo lo demás de Martin A. Lee y Bruce Shlain. Según The Chicago Tribune, dos cerdos y una cerda llamada Mrs. Pigasus fueron confiscados por la policía durante la convención y todos fueron llevados sanos y salvos a una granja por la Asociación Anticrueldad con los Animales, aunque los yippies prefirieron correr la voz de que la familia Pigasus había acabado en la mesa de un policía.
Pero el alcalde de Chicago, el demócrata Richard Daley, no estaba dispuesto a que su ciudad fuese el hazmerreír del país y dejó claro que su eslogan, “ley y orden”, era algo más que un mantra para alegrar el oído a los más conservadores. Daley, que no había concedido los permisos para una manifestación que sabía inevitable, hizo cargar a la policía contra los atónitos manifestantes que gritaban “¡El mundo os mira!” mientras sufrían los efectos de las porras y los gases lacrimógenos. La victoria del vicepresidente Humphrey en la convención no le importó a nadie porque lo que todo el mundo estaba mirando en televisión era la desmedida violencia que se estaba aplicando sobre los manifestantes. “Nunca he visto una cobertura mala de una manifestación. No importa lo que digan de nosotros. La imagen es la historia”, había declarado previamente Rubin, recogiendo las teorías del gurú de la comunicación Marshall McLuhan.
El biógrafo de Rubin, Pat Thomas, declaró que hubo algunas razones por las que las protestas de su cliente tuvieron tanto éxito. “Jerry tenía experiencia como periodista, por lo que sabía cómo trabajar con los medios de comunicación, y sabía que era más probable que una declaración indignante ocupara la primera plana que una historia de por qué estamos en Vietnam. Era divertido y carismático, pero principalmente estaba conectado a la cultura juvenil. Fue la era del sexo, las drogas y el rock and roll, y sabía que si usaba ese ángulo, podría politizar a los hippies y convertirlos en yippies”.
El resultado de aquella exitosa protesta fueron unas 1.500 personas heridas entre policías y asistentes y un juicio mediático en la línea del de Charles Manson, que se celebraba simultáneamente.
El (otro) juicio de la década
Jerry Rubin fue juzgado junto a Abbie Hoffman, Rennie Davis, John Froines, David Dellinger, Lee Weiner, Tom Hayden y Bobby Seale, un grupo que se conoció como “Los siete de Chicago” (a pesar de que el número de acusados varió durante el largo juicio). El grupo estaba formado, además de por la célebre pareja de yippies, por estudiantes, pacifistas y un miembro de los Panteras Negras que ni siquiera había participado en el evento, pero que asustaba a los espectadores más que un grupo de jóvenes que podrían haber sido los hijos más o menos díscolos de cualquier norteamericano.
En una desproporcionada demostración de fuerza por parte de la nueva Administración de Richard Nixon, fueron acusados de terrorismo e incitación a la violencia. El presidente, que se había impuesto en las urnas al demócrata Humphrey por tan solo medio millón de votos –que para muchos se perdieron por las penosas imágenes vinculadas a la convención–, quería dejar claro que tras el caótico fin de década había un líder al mando de la situación. Con la atención del mundo sobre ellos Hoffman y Rubin transformaron el juicio en un espectáculo. Mientras Hoffman se enzarzaba en diálogos afilados con el juez, Rubin desfilaba al grito de “¡Heil Hitler!” (tanto Rubin como Hoffman eran judios). A una de las sesiones se presentaron con togas y cuando se las quitaron por orden del juez resultó que debajo llevaban camisas azules de la policía de Chicago, lo que les hizo ganar unas cuantas condenas por desacato.
Finalmente, todas las condenas fueron anuladas por un Departamento de Justicia agotado y estigmatizado por un juicio que nunca había tenido que ocurrir. Para recoger su ideario a principios de los setenta publicó ¡Hazlo! (por cierto, el primer libro editado por la española Blackie Books), un manifiesto contracultural en primera persona a través del que se puede bucear en la idiosincrasia del movimiento yippie. Un libro prologado por el líder de los Panteras Negras Eldridge Cleaver y escrito, según Paul Krassner, bajo el efecto del Ritalín. El libro influyó a miles de jóvenes, entre ellos y también según Krassner, a la heredera y terrorista simbiótica Patty Hearst: “Ese libro era el favorito de Patty Hearst, el que la radicalizó”.
En 1972 volvió a participar en protestas tanto en la convención republicana como en la demócrata, pero tras las elecciones del 72 se retiró del activismo político. Uno de los principales lemas de los yippies había sido “no te fíes de los que tienen más de 30”. Tocaba reinventarse o nadie se fiaría de él.
Un apartamento enorme, un pene pequeño
A mediados de los setenta Rubin intentó convertirse en un gurú de la autoayuda. Para ello contó con el entusiasta apoyo de su nueva y acaudalada mujer, Mimi Leonard. Desde un lujoso piso en el Upper East Side escribió el best seller Growing Up at Thirty-Seven, en el que detallaba sus experimentos con el cambio interior. “De 1971 a 1975, experimenté directamente EST –unos cursos de 60 horas sobre desarrollo personal–, terapia Gestalt, bioenergética, rolfing, masajes, jogging, tai chi, esalen, hipnotismo, danza moderna, meditación, control mental silva, arica, acupuntura, terapia sexual y terapia reichiana”. Se obsesionó tanto con la alimentación natural que sus piernas se volvieron naranjas de comer tanta zanahoria.
También se obsesionó con su pene. En 1978 se planteó escribir un libro de autoayuda para hombres con penes pequeños y problemas de eyaculación precoz. Para ello contrató a Steven Gaines, que había escrito una biografía sobre el líder del grupo musical Alice Cooper. “Tener que pensar en el pequeño pene de Rubin durante los próximos meses sonaba como una forma bastante lúgubre de pasar el verano, pero estaba intrigado y necesitaba el dinero. Dije sí.” Gaines quería titularlo Penis War, lo que a Rubin le pareció fantástico, pero también quería profundizar en la teoría de que su fervor político estaba motivado por la rabia por su pequeño pene. Al día siguiente estaba despedido. El libro fue publicado en 1980 como La guerra entre las sábanas: qué está pasando con los hombres en la cama y qué están haciendo hombres y mujeres al respecto, en coautoría con su esposa. Incluía capítulos como Tres hurras por la lengua y el dedo o Aprendiendo de las lesbianas. Incomprensiblemente para Rubin, no fue un éxito.
El Rubin que empezó los ochenta parecía haber roto todos los lazos con el yippie que dos décadas atrás desafiaba al poder con el torso desnudo. En palabras de Krassner, que contemplaba divertido el cambio, “si Abbie Hoffman arrojara dinero en la Bolsa de valores hoy, Jerry Rubin lo invertiría”. De hecho, se unió a Wall Street como corredor de Bolsa, patrocinó eventos que incluían oradores como el matrimonio Masters y Johnson o Arnold Schwarzenegger y organizó encuentros de trabajo en clubs de moda como Studio 54 o Palladium, en los que las tarjetas de visita –esas que tanto obsesionan a los protagonistas de American Psycho–, pasaban de mano en mano previo pago de una cuantiosa entrada.
Su biógrafo ve en esas reuniones el primer antecedente analógico de las redes sociales. “Imagínese antes de Internet, probablemente hay 5.000 graduados recientes de Harvard en Manhattan, pero no saben que están todos allí, ¿verdad? Entonces, cuando se anuncia que el próximo jueves es la noche de Harvard en el Studio 54, y ese mensaje se difunde por todo Manhattan, aparecen 1.500 graduados recientes de Harvard que se ponen a intercambiar tarjetas de visita. Así que ese es el nacimiento de LinkedIn, ese es el nacimiento de Facebook”.
Ese cambio fue lo que originó la modificación de yippie por yuppie. Los yippies se habían vuelto urbanos, se habían cortado el pelo y habían cambiado de vida. Ya no querían vivir del autoconsumo, querían buenos apartamentos en las mejores zonas de la ciudad. “El dinero es el pelo largo de los ochenta”, afirmaba Rubin en sus charlas. Aguijoneado por los que lo ridiculizaron por su transformación, escribió un artículo en The New York Times titulado Adivinen quién viene a Wall Street. “Sé que puedo ser más efectivo hoy vistiendo traje y corbata y trabajando en Wall Street que bailando fuera de los muros del poder. La política y la rebelión distinguieron los años sesenta. La búsqueda de uno mismo caracterizó el espíritu de los años setenta. El dinero y el interés financiero capturarán la pasión de los ochenta”.
El artículo solo generó más burlas, pero su biógrafo lo defendió: “Se convirtió en un villano porque se puso traje y corbata en la década de 1980 y apareció en Wall Street. Pero, contrariamente a lo que piensa mucha gente, no se convirtió en republicano ni apoyó a Reagan. No estaba vendiendo acciones de Exxon. Estaba tratando de que la gente invirtiera en energía solar. Ha sido olvidado porque la gente pensó que se fue al otro lado”. Hasta de esa disyuntiva intentó sacar dinero. Él y su viejo amigo Hoffman celebraron una serie de debates bautizados Yippie vs. Yuppie en los que el antiguo portavoz de Pigasus el Inmortal defendía que las drogas y el sexo habían engendrado una cultura de materialismo y deshumanización dentro del propio movimiento yippie y que “la creación de riqueza es la verdadera revolución estadounidense; lo que necesitamos es una infusión de capital en las áreas deprimidas de nuestro país.”
Las diferencias de Rubin con Hoffman eran más por principios que personales. Cuando Hoffman acabó con su vida en 1989 después de ingerir 150 pastillas de Fenobarbital, Rubin fue uno de los pocos viejos colegas de resistencia que asistió a su funeral. Hoffman había pasado los últimos años de su vida en la clandestinidad, perseguido por la policía, con un nuevo rostro debido a la cirugía y un nuevo nombre, Barry Freed. Cuando acabó con su vida había sido diagnosticado de desorden bipolar y su nota de suicidio era un grito alucinado: “Es demasiado tarde. No podemos ganar. Se han hecho demasiado poderosos”.
Mientras tanto, Rubin había tenido dos hijos, se había mudado a Los Ángeles, había sido uno de los primeros inversores de Apple –lo que le proporcionaba sustanciosos dividendos– y distribuía con mucho éxito una bebida hecha con algas marinas, ginseng y polen de abeja. Había podido aunar el estilo de vida natural y el dinero, dos de las pasiones de su vida.
Apenas seis años después del fallecimiento de su colega, el 14 de noviembre de 1994, Rubin trató de cruzar a pie temerariamente Wilshire Boulevard, una carretera de seis carriles abarrotada de tráfico y con escasa visibilidad. El primer coche pudo esquivarlo, pero el segundo lo mandó al hospital, donde falleció dos semanas después. Tom Hayden, uno de los “siete de Chicago”, por entonces senador estatal y exmarido de Jane Fonda, declaró: “Hasta el final, desafió a la autoridad”. Su biógrafo Pat Thomas también intentó dotar su epitafio del sentido del humor que siempre había acompañado a Rubin: “Habiendo sido un neoyorquino durante la mayor parte de su vida adulta, ejerció el derecho que Dios le había otorgado a cruzar la calle imprudentemente en seis carriles del tráfico de Los Ángeles”
En las primeras frases de ¡Hazlo!, Rubin había resumido su amor conflictivo por el país contra el que protestaba: “Soy un hijo de Amerika. Si alguna vez me envían al corredor de la muerte por mis crímenes revolucionarios, pediré como última comida una hamburguesa, patatas fritas y una Coca-Cola. Entiendo las grandes ciudades. Me encanta leer las páginas de deportes y las columnas de chismes, escuchar la radio y ver la televisión en color. Busco grandes almacenes, grandes supermercados y aeropuertos. Me encantan las películas de Hollywood, incluso las malas, solo hablo un idioma, el inglés, y me encanta el rock and roll”. Realmente siempre se había mantenido fiel a sus ideas. Es la ventaja de tener miles.
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