Los PAU (Programas de Actuación Urbanística) fueron un día promesa de futuro, utopía urbana de bolsillo. Hoy son realidad cotidiana en la periferia de las principales ciudades españolas. Un real decreto del 23 de junio de 1978 introdujo el concepto, las siglas en las que algunos han querido ver el embrión de un país distinto, ni rural ni convencionalmente urbano, similar hasta cierto punto al modelo de ciudad extensa y urbanismo disperso que predomina en Estados Unidos.
Madrid, en concreto, tiene en su corona metropolitana una constelación de nuevos barrios periféricos crecidos al calor del bum de la construcción en España, de Arroyo del Fresno, Montecarmelo, Sanchinarro, Las Tablas o Valdebebas, en el norte, a Ensanche de Vallecas, La Atalayuela o Carabanchel, en el sur, pasando por El Cañaveral, Los Cerros o Los Ahijones, en el este. Algunos de ellos son fruto de ampliaciones urbanísticas y promociones inmobiliarias que arrancaron ya en la década de los noventa y hoy tienen textura y sabor de barrio consolidado. Otros siguen siendo islotes de hormigón recién sembrados en pleno desierto, a orillas de las autovías que circunvalan la capital.
El próximo en incorporarse a la familia PAU madrileña va a ser Valdecarros, en la que va camino de convertirse en la mayor operación urbanística de la historia de España. Se prevé que más de 150.000 personas se instalen a medio plazo en este futuro núcleo residencial perteneciente a los llamados desarrollos del sureste, junto al Ensanche de Vallecas, entre la M-45 y la M-50. El pasado mes de mayo, el Ayuntamiento de Madrid firmó el convenio que da luz verde a la construcción de más de 52.000 viviendas en este margen meridional del municipio, ocupado en su día por el poblado chabolista de Las Barranquillas.
Mucho más al norte, en el distrito de Hortaleza, otro vecindario surgido de la nada se ha consolidado en tiempo récord: 21.800 vecinos están censados ya en el nuevo barrio de Valdebebas, un área de 10 millones de metros cuadrados cuyos primeros residentes se establecieron en 2013. En una entrevista reciente, el urbanista José María Ezquiaga denunciaba que incluso los PAU más recientes siguen basándose en un modelo obsoleto: “Son islas, y sus manzanas comunitarias son islas dentro de islas. Es una filosofía que desconoce los elementos comunes que hacen que una ciudad sea habitable”. Pero lo cierto es que, obsoletos o no, siguen proliferando a un ritmo que solo se vio frenado durante los peores meses de la pandemia.
¿Qué implica hoy, a finales de 2021, vivir en uno de los PAU madrileños? Para Jorge Dioni, autor del ensayo publicado por Arpa Editores La España de las piscinas (subtitulado Cómo el urbanismo neoliberal ha conquistado España y transformado su mapa político), la respuesta es obvia: “Depende de qué PAU se trate, cada uno de ellos es un microcosmos que ofrece una experiencia urbana distinta”. Él mismo vive en un barrio de nuevo cuño, un PAU en toda regla: Parque Oeste, en Alcorcón. Entre otras razones, según nos cuenta, porque los alquileres prohibitivos lo expulsaron del centro de Madrid: “Existen PAU de muchos tipos”, argumenta el periodista y escritor, “de lujo, de clase media e incluso de clase obrera. Hay urbanizaciones con chalés unifamiliares, como los de Arroyomolinos, y nuevos barrios con mucha vida comunitaria y un alto porcentaje de vivienda protegida, como Carabanchel o Ensanche de Vallecas”.
Dioni insiste en que su libro es un intento de “describir un fenómeno complejo e interpretarlo desde la sociología y la política, pero en absoluto se trataba de reducirlo a una caricatura simplista”. Los pauers, gentilicio acuñado por el autor, no son una masa homogénea, pero sí tienen, en su opinión, una característica en común: “Todos han sido, en mayor o menor medida, víctimas de la falta de urbanismo. O, peor aún, de un tipo de planificación urbanística especulativa y desaprensiva que primero construye y luego planifica, un ‘sálvese quien pueda’ que ha atraído a decenas de miles de ciudadanos a una nueva periferia en la que con frecuencia no estaban previstos siquiera los servicios más básicos”. Más que una crítica del estilo de vida pauer (“nada más lejos de mi intención, cada uno vive como quiere, como puede o como le dejan”), su ensayo pretende ser “una reflexión sobre cómo se construye y se gobierna en España, cuál es nuestro modelo y adónde nos conduce”.
Raúl Solera, empleado de banca de 46 años, lleva viviendo en Las Tablas desde 2008, en “un bloque comunitario con piscina” que él encuentra “bonito y agradable, sin más”. Se instaló en el barrio con su mujer y el primero de sus hijos (luego vendrían dos más), hoy adolescente. Decoraron su nuevo hogar de manera “algo básica”, sin pretensiones, según explica Solera: “Tenemos un mobiliario funcional, con varios muebles de Ikea y alguno un poco mejor, pero desde luego no es la nuestra una casa de revista”. Sí es un espacio muy vivido, en el que él mismo trabaja la mitad de su tiempo y en el que pasaron el primer confinamiento sintiéndose razonablemente cómodos: “No se nos caía la casa encima”.
En su momento, Solera y su familia eligieron Las Tablas como lugar de residencia porque en el centro de Madrid, que era su opción preferida, solo les ofrecían “pisos pequeños a precios prohibitivos”. Llegaron a este nuevo entorno sin expectativas de ningún tipo: “Algo habíamos oído hablar de Montecarmelo o Sanchinarro, que por entonces estaban ya de moda, pero en Las Tablas estaba todo por hacer, era un desierto de grúas y nuevas promociones vendidas sobre plano”. En estos 13 años han asistido a un proceso de crecimiento y consolidación del barrio que Solera valora como muy positivo: “Se han establecido muchas empresas y con ellas han llegado la hostelería, los pequeños comercios, las escuelas”.
Ellos escolarizaron a sus hijos en Las Tablas, pero a medida que han ido alcanzando la pubertad han tenido que llevárselos fuera del barrio “porque siguen faltando institutos”. Solera reconoce “carencias”, como la falta de “centros de salud pública, bibliotecas, oferta cultural y de ocio”. Pero cree que un nuevo asentamiento urbano “no puede surgir de la nada con todos los servicios optimizados, hace falta tiempo”. Dadas las circunstancias, considera que “el barrio ha ido evolucionando a un ritmo razonable”. Él tiene la inmensa suerte de “poder ir al trabajo andando”, pero opina que la mayoría de sus vecinos “dependen en exceso del transporte privado, dado que Las Tablas solo tiene dos paradas de metro en un territorio muy extenso y con más de 30.000 habitantes censados”. Lo mejor del barrio es, en su opinión, el anillo verde ciclista: “He llevado a mis hijos desde que eran muy pequeños”. Y lo peor, “el tráfico excesivo y esas avenidas inmensas todavía con poca vida y un poco desangeladas, lo que nos recuerda lo mucho que queda aún por hacer”.
Elena Dugnol, de 36 años, vive más al sur, en El Cañaveral. Se instaló allí el pasado mes de julio con su hijo, Axel, que ahora tiene 11 años. Se trata de un barrio novísimo, pero en fase de crecimiento acelerado, en el que se han censado ya 7.700 personas y se estima que residen alrededor de 12.500. Dugnol considera que “muchos de los que no se han censado aún lo harán en cuanto empiecen a regularizarse los servicios, cuando haya un centro de atención primaria y colegios”. A ella le entusiasma El Cañaveral, un lugar al que ve “un enorme potencial y mucho futuro”. Antes de mudarse residía cerca, en casa de sus padres, en San Fernando de Henares, y la vivienda que compró sobre plano en 2019 ha sido para ella la oportunidad de emanciparse a los 36 años. “Empecé una vida nueva en un vecindario que estamos estrenando nosotros, la primera promoción de residentes”, dice.
Esta orientadora académica en el Instituto Europeo de Diseño (IED) decoró su casa “con líneas sencillas, huyendo de la estética un tanto recargada de las casas antiguas” en las que había vivido hasta entonces. A la hora de amueblarlo, Dugnol tuvo muy en cuenta el confort e intentó sacar el máximo partido a todos los espacios: “En el salón, que es de unos 20 metros cuadrados, opté por una mesa de cristal, para evitar la sensación de agobio, y por un sofá relax, que me resulta más cómodo y menos aparatoso que uno chaise longue”. Nos describe detalles como el “cabezal corrido y el canapé abatible” de su habitación; el par de cuartos de baño, “cómodos, funcionales y elegantes”, o la mesa y las sillas de importación, aunque también tiene muebles “más sencillos, de Ikea”. En general, vive a su gusto, en un hábitat que encuentra coherente con la estética pulcra y contemporánea de su barrio.
El Cañaveral le parece un buen entorno para que crezca su hijo: “Es un barrio seguro, bonito, con bastante vida comunitaria y cada vez más tiendas locales con personalidad, con producto un poco más gourmet…”. Reconoce que “hay mucho por hacer” y que las administraciones “se lo están tomando con demasiada calma, porque la mitad del barrio está ya construido y antes de final de 2023 habrá aquí alrededor de 24.000 habitantes que van a necesitar servicios básicos, mejores transportes o espacios deportivos, culturales y de ocio”. Ella se ha implicado en la asociación Juntos por El Cañaveral: “Era tanta mi ilusión por instalarme en el barrio que me uní a ellos muchos meses antes de que me diesen las llaves de mi piso, para sentirme conectada con mi nueva comunidad desde el principio”. Ahora mismo es vocal de esta agrupación que describe como “apolítica, pero muy activa” y está informada de contenciosos como el que enfrenta a los nuevos vecinos con el Ayuntamiento de Coslada: “Tienen en muy mal estado su tramo de la carretera que atraviesa la M-45 y que muchos utilizamos para salir de El Cañaveral. Además, nos acusan de contaminar demasiado”. A Dugnol, el entorno en el que vive le parece “muy bonito, muy estimulante desde el punto de vista urbanístico y estético”, pero lamenta “lo muy despacio” que se están desarrollando las dotaciones. “Espero que muy pronto podamos decir que ya no nos sentimos abandonados”.
La tesis más comentada (y controvertida) de La España de las piscinas es que esos nuevos barrios, al concentrarse en ellos sobre todo parejas de profesionales liberales con hijos en edad escolar y acostumbrados a no depender de los servicios públicos, se estaban convirtiendo en el cinturón naranja, por el color de Ciudadanos. “Hoy los PAU madrileños son el cinturón de Ayuso, parece que no me ganaría la vida como profeta”, bromea Dioni, “pero la política española es muy volátil y lo que era cierto en 2019 ha dejado de serlo en 2021 por razones coyunturales. Lo fundamental, en mi opinión, es que vivir en un entorno urbano con servicios insuficientes te acostumbra a buscarte la vida por tu cuenta y a desconfiar de lo público, lo que acaba resultando terreno abonado para las políticas conservadoras”.
Pedro Torrijos, arquitecto y divulgador cultural, autor del libro Territorios improbables (Kailas Editorial), ha leído el ensayo de Dioni y lo encuentra “inteligente y muy bien argumentado” pese a que no comparte muchas de sus conclusiones: “No estoy muy seguro de que el urbanismo tenga ese poder transformador sobre las mentalidades, entre otras cosas porque se puede tardar 30 años en implementar sobre el terreno un proyecto de ampliación urbanística, y me parece poco menos que imposible que los que planificaron la reorganización de la periferia de Madrid en los noventa lo hiciesen con la intención de alterar el mapa político de 2021″. Los modernos PAU le parecen, en gran medida, “fruto del rechazo que generó en los ciudadanos el modelo de periferia urbana brutalista y modernista de los sesenta, setenta y ochenta, con grandes bloques en los que se concentraba a la población procedente del éxodo rural en condiciones que a muchos les parecían degradantes y deshumanizadoras”.
Como alternativa a este urbanismo “de concentración en altura, a la soviética”, se acabó adoptando el modelo de la gran manzana, “con muchos menos vecinos, cerrados al exterior y dotados de servicios comunitarios más o menos autónomos, ya sean gimnasios, cafeterías, guarderías, piscinas”. Para Torrijos, “no se trata, por supuesto, del más sostenible de los modelos, pero sí es uno de los que mejor encajan en el concepto de dignidad de la vivienda y calidad de vida que tiene una gran parte de los ciudadanos”. Desde un punto de vista arquitectónico, Torrijos considera que “en PAU como Carabanchel o Ensanche de Vallecas hay edificios concretos muy interesantes, como las viviendas sociales de María José Aranguren y José González Gallegos o las de Alejandro Zaera, con sus preciosas celosías de bambú”. Al margen de esos islotes de excelencia y buen gusto, el resto de los nuevos barrios le parecen, en general, “construidos con una cierta monotonía y falta de ambición estética”. Algo que encuentra “normal”, porque se trata de “arquitectura de consumo orientada a clientes particulares que, según presuponen la mayoría de promotores, puestos a invertir sus ahorros en una vivienda, van a preferir una de aspecto convencional a una más atípica o vanguardista”.
Sergio Pinto, funcionario de 43 años, residente en el PAU del Ensanche de Vallecas, no tiene la sensación de vivir en un vecindario en el que todo está por hacer. Pero sí cree que su barrio de adopción avanza “a un ritmo mucho más lento” del que imaginaba cuando se instaló en 2008 con su mujer y sus dos hijos, Daniela y Oliver, de 9 y 6 años. “Hay razones para la esperanza”, nos cuenta, “empezamos a tener colegios concertados, hay un polideportivo en construcción, unas nuevas canchas de rugby… Pero pasan los años y seguimos dependiendo de centros de salud primaria de fuera del barrio y no muy cercanos, no tenemos biblioteca ni ludoteca, andamos un poco justos de centros comerciales y encuentro. Nos faltan, en general, buenos alicientes para hacer un poco más de vida en el barrio”.
Cuando se instalaron, en plena crisis, les impresionó favorablemente “ver un barrio nuevo, en fase de crecimiento, con avenidas enormes y luminosas, con zonas verdes y ajardinadas”. Ahora les decepciona “lo muy parado que parece estar todo en el último par de años, aunque ya asumimos que parte de la culpa la habrá tenido la pandemia”. Valora muy favorablemente que “aquí la gente es muy sana, no hay apenas problemas de convivencia ni ocupaciones ilegales, como oyes que ocurre en algún otro PAU de los alrededores”. El centro de Madrid está “muy a mano, bien comunicado por la M-45 y la M-30, aunque no tanto por transporte público”. Ellos viven en una casa “razonablemente grande y cómoda, ideal para una familia”. La han ido acondicionando poco a poco, “con una estética moderna y más bien minimalista, sin recargar demasiado las estancias”. En las viviendas del barrio que han podido visitar, comenta que predomina un interiorismo “más bien clásico y sencillo”.
Pinto dice que están a gusto en su vecindario, pero introduce un matiz significativo: “No tenemos mucha sensación de arraigo. Cuando me preguntan de dónde soy, sigo diciendo que soy de Canillejas, el lugar en el que crecí, un entorno con mucha más personalidad, más familiar, más cálido. En comparación con aquello, Ensanche de Vallecas me parece uno de aquellos lugares en los que puedes vivir muchos años sin dejar de sentirte un poco de paso”. No descartan mudarse cuando sus hijos crezcan: “Y esta vez no buscaríamos un PAU, sino un barrio más tradicional”. Su experiencia en ese Madrid distinto, el que crece en los márgenes de la M-30, les ha demostrado que son pauers sobrevenidos, no vocacionales.
Jorge Dioni explica que el embrión de su libro fue un relato, cuya idea se le ocurrió en 2018, sobre un pauer anónimo que se equivoca de urbanización una tarde al volver del trabajo y acaba quedándose a vivir en una casa y con una familia distintas pero en cierto sentido idénticas a las suyas: “Esa es la sensación que me transmiten los PAU en general, un monótono archipiélago de comunidades con piscina perfectamente intercambiables entre sí. Pero la vida que lleves en ellos, ya sea trepidante o insípida, dependerá de ti. Al final, los barrios los hacen las personas”.
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