Cuando la Wehrmacht –fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi– se vio acorralada por las tropas finlandesas durante la Guerra de Laponia en el otoño de 1944, los nazis abandonaron la ciudad de Rovaniemi poniendo en práctica su táctica de “tierra quemada”. Completamente arrasada por el fuego, los trabajos de reconstrucción comenzaron inmediatamente después de la tragedia bajo la dirección de Alvar Aalto (1898-1976). El arquitecto finlandés concibió edificios de carácter cívico y un plan urbanístico con un sistema viario ramificado que le valió el nombre de Cuerno de reno.
Aquel ambiente arquitectónico marcó la vida de la directora de cine y documentalista finlandesa Virpi Suutari, cuya niñez transcurrió en la capital lapona. “Todos los días iba a estudiar a la biblioteca de Aalto y aprendí a tocar el piano en la academia de música del Lappia Hall. Pasé mucho tiempo en distintos edificios de Aalto. ¡Eran como mi segundo hogar!”, recuerda en una videollamada para ICON Design. “Desde muy pequeña me di cuenta de que había algo especial en estas arquitecturas. La escala, el espacio, los materiales, los muebles, la luz… elevaban mi espíritu”. Esta conexión personal le llevó a realizar Aalto (Euphoria Film, 2020), un documental íntimo sobre la vida y obra de uno de los más grandes personajes de la arquitectura y el diseño del siglo XX.
El sonido, la música, los planos fijos y una cuidada labor de edición del documental contribuyen a recrear la atmósfera de algunas de las grandes obras maestras del arquitecto, como la biblioteca de Viipuri, el sanatorio para tuberculosos de Paimio, la Villa Mairea, el pabellón finlandés para la Exposición Universal de Nueva York de 1939, la residencia universitaria Baker en el MIT, el ayuntamiento de Säynätsalo o la Maison Louis Carré, una pequeña muestra de un catálogo extraordinario y demasiado extenso para abordarlo en su totalidad. Durante sus más de cincuenta años de ejercicio profesional, Aalto construyó cerca de 300 edificios por todo el mundo (otros 200 quedaron en papel). En la era de la máquina, el arquitecto finlandés situó al ser humano y la naturaleza en el centro de su filosofía creativa. Hibridó el frío y el estricto funcionalismo del Movimiento Moderno con un lenguaje orgánico de formas blandas y diálogo con el paisaje que le sirvió para proyectar iglesias, bibliotecas, edificios de apartamentos y viviendas unifamiliares, teatros, museos y todo encargo que cayó en su tablero de dibujo.
Aalto fue un arquitecto total, concebía desde la gran escala de toda una ciudad hasta el último detalle del pomo de una puerta. Más allá de sus edificios, sus sillas, sillones, mesas, taburetes, jarrones y lámparas abrieron el camino para el todopoderoso diseño escandinavo. Frente al tubo de acero de la Bauhaus, Aalto se apoyó en la tradición material finlandesa y apostó por la madera, aunque con un enfoque experimental y contemporáneo. El buen tino no solo de sus diseños, sino de su comercialización, distribución y organización empresarial, sirvió para establecer Artek, una marca de muebles elegantes y modernos, a la vez que modestos, aptos para la producción en masa y abastecimiento a gran escala a las sociedades socialdemócratas (sí, en su momento eran realmente baratos).
Pero su legado creativo no habría sido posible sin su primera esposa. Aino Aalto fue la mujer contemporánea por excelencia. Por estricto orden alfabético, era arquitecta, diseñadora, empresaria, esposa y madre. También “el río que rodea el volcán”, como se dice en algún momento del documental, metáfora de ese contrapunto estable a la personalidad errática y bohemia de Alvar. Precisamente porque Suutari estaba particularmente interesada en “saber quién fue Alvar Aalto como ser humano, más allá del icono”, su largometraje narra la intensa relación personal y profesional que mantuvieron los Aalto durante 25 años, reconstruida a partir de su correspondencia epistolar privada. Alvar entendía sus constantes infidelidades como encuentros “sin peligro para el cuerpo o el alma”, como explicaba en una carta, ya que decía “estar locamente enamorado de Aino”. Ella respondía frustrada (“es culpa mía por no conocerte mejor”). “Te amo con locura y tengo fe en tu capacidad para hacer que nuestra vida sea perfecta”, escribía. “Pero no te vuelvas demasiado arrogante, a pesar de que me gustes más que nada”.
Esa falta de respeto hacia la vida marital (“te faltan por cometer muchos pecados para que estemos a la par”, admitía el arquitecto), se combinaba con una confianza en el plano profesional que ni siquiera hoy, en pleno siglo XXI, podemos dar por sentado. Alvar confió a Aino una responsabilidad sustentada en la sincera admiración que profesaba hacia su compañera. “Harvard no es nada, el MIT no es nada. Lo más importante es el poder creativo de Aino”, dejó por escrito. Independientemente de quién firmara los dibujos, los Aalto trabajaban en equipo y las decisiones se tomaban entre los dos. “Mantenían una relación profesional simbiótica, de profundo respeto hacia las ideas del otro”, nos cuenta Suutari. “Aino tuvo un papel fundamental en aquellos primeros años en los que los Aalto estaban creando su propio vocabulario de diseño”. De hecho, es posible que muchos de los interiores y los muebles Aalto fueran más Aino que Alvar: al fin y al cabo, ella era la directora creativa y gerente de Artek.
Quienes conocieron a Alvar Aalto lo definen como un hombre amable y divertido, consciente de un encanto que utilizaba en sus clases y conferencias (“podía encandilar a sus oyentes con solo tres palabras en inglés”, declara uno de sus alumnos en el MIT) y para manipular a quienes le rodeaban a su antojo, especialmente a sus clientes. “Cuando presentas un proyecto, debes ser como un boxeador que da un puñetazo en el estómago. El cliente debe quedarse sin palabras”, le dijo a Federico Marconi, un arquitecto que trabajó en su estudio entre 1959 y 1962. Especialmente hábil en sus relaciones sociales, supo adaptarse a la complicada realidad del mundo en el que le tocó vivir. Sus muebles cautivaron a Laurence Rockefeller, que se convirtió en su primer mecenas en Estados Unidos, al mismo tiempo que daba charlas en la Alemania nazi citando pasajes del Mein Kampf. Equidistante por conveniencia, Alvar Aalto no se situaba en ningún flanco, ni político ni religioso. Estaba al lado de todo el mundo y de nadie al mismo tiempo.
Sin embargo, el carácter jubiloso de Alvar se vería truncado con la muerte de Aino en 1949. Pasó sus últimos días junto a ella, dibujándola moribunda, postrada en la cama por el cáncer. “Alvar quedó destrozado después de la muerte de Aino”, narra Suutari. “Seguramente esto también contribuyó a que la figura de Aino cayera en cierto olvido durante décadas: Alvar ni siquiera podía mencionar su nombre”. En 1952 contrajo matrimonio con una arquitecta 24 años más joven que trabajaba en su estudio. Como si fuera el tronco de un abedul preparado para transformarse en un mueble, la moldeó hasta convertirla en su ideal de mujer: le pidió que se alisara el pelo, le decía cómo debía vestirse e incluso le cambió el nombre (de Elsa Mäkiniemi a Elissa Aalto). “La prioridad número uno en la vida de Alvar Aalto fue la creatividad. Por el hecho de yo también ser arquitecta y poder participar de esta parte de su vida, me siento muy afortunada. Pero el requisito previo era que aceptara sus prioridades”, declaró Elissa.
Encerrado en su estudio y en sus propios demonios, Alvar Aalto se volcó en la arquitectura de su país. Lo construía todo y engullía todos los encargos de una Finlandia embriagada por el desarrollismo de posguerra. En la década de 1960, comenzó a ser visto como un tiburón en una pecera demasiado pequeña, al tiempo que la izquierda lo consideraba un hombre conservador, un dinosaurio al servicio del capitalismo que había proyectado bancos, fábricas y sedes para las corporaciones más poderosas. Él, que siempre se consideró un creador radical y provocador, se había convertido en un viejo arquitecto con el que los jóvenes finlandeses ya no conectaban. Aquel rechazo agudizó su problema con el alcohol.
Aalto murió con las botas puestas, de camino a su estudio. Tenía 78 años. Dejaba tras de sí una vida consagrada a hacer algunos de los edificios más emocionantes de la historia de la arquitectura que contribuyeron a definir un país que ni siquiera existía cuando nació. “Los Aalto son parte de nuestra identidad nacional”, nos cuenta Suutari, “y en la gran mayoría de los hogares finlandeses hay alguno de sus diseños, aunque sea solamente una silla, una banqueta o un sencillo florero”. De hecho, hasta la llegada del euro en 2002, también en sus carteras: el rostro del arquitecto y uno de sus últimos edificios, el Finlandia Hall, figuraban en los billetes de 50 marcos finlandeses. Más allá del mito, y sin poner en duda su talento, la película dirigida por Suutari sirve para reivindicar el papel fundamental que tuvieron Aino y Elissa en la creación del macrocosmos creativo aaltiano. “Nadie puede ser un genio completamente solo”, concluye su directora.
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