“Tenemos la sensación de pérdida de un sitio físico que para nosotros era una referencia y de repente ha desaparecido. Ahora toca procesar todo esto”. La arquitecta Sara Murado (40 años) llegó embarazada hace cuatro meses a la isla de La Palma, junto a su marido y su hijo de un año y medio. Procedían de otra isla, de Manhattan (Nueva York, Estados Unidos). Huían de un duro confinamiento en una de las ciudades más afectadas mundialmente por la pandemia de la covid-19 y creyeron encontrar en La Palma, en el barrio de Tajuya, una vida más amable. Y de pronto se toparon con otro encierro, esta vez provocado por el volcán de Cumbre Vieja: “Lo veíamos todas las noches tan cerca, a 200 metros, que nos evacuaron dos veces. Ha sido una experiencia tremenda pero ahora hay que recuperarse. Yo viví muy cerca los atentados del 11 de septiembre de 2001, recién llegada a Nueva York hace 20 años. Así que sé de lo que hablo…”, asegura Sara entre risas.
Para el geólogo del Instituto Geológico Nacional Stavros Meletlidis (54 años) visitar las heridas provocadas por el volcán puede ayudar en esa recuperación: “El volcán se va a quedar para siempre, así que creo que es bueno dárselo al pueblo, aprender a convivir con él y quererlo”. El científico es consciente del dolor que ha provocado el evento volcánico en la gente. Él estuvo presente en la gigantesca colada que el cono secundario expulsó durante varios días a finales de noviembre y que entró sin piedad en el barrio de Tacande (El Paso) sepultando casas, bodegas y viñas. Ahora solo hay ceniza. Meletlidis es prudente a la hora de dar por terminada la erupción: “Puede finalizar en unos días, pero el fenómeno geológico durará años. Del volcán hemos aprendido lo más importante para el futuro: evitar pérdidas humanas”.
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