Vivimos en la era de la (in)credulidad


La película de Netflix No mires arriba, en la que dos científicos que han descubierto un cometa que impactará contra la Tierra son ridiculizados, muestra una sociedad donde gran parte de la población niega las evidencias y prefiere confiar en los rumores y teorías que circulan por las redes.

Por este motivo, algunas voces críticas se niegan a calificar el filme de comedia, ya que creen que refleja de modo fiel nuestra realidad.

¿A qué es debido este fenómeno? ¿Por qué cada vez hay más gente que cuestiona la ciencia o que incluso la ignora?

Según la doctora en Física Sonia Fernández-Vidal, “todo lo que sucede se debe a que, en la cultura de lo instantáneo, imperan la superficialidad y la pereza. No estamos dispuestos a profundizar en nada. Por eso se dan por buenas teorías absurdas que viralizan sin que nadie las haya comprobado”. Sin embargo, la tentación de buscar respuestas alternativas a los hechos no es exclusiva de hoy.

Uno de los miles de ejemplos que nos brinda la historia sería la visión de Robert FitzRoy —capitán del Beagle durante la vuelta al mundo de Charles Darwin— sobre la extinción de los dinosaurios. Estaba convencido de que la Biblia, que interpretaba al pie de la letra, tenía respuestas para cualquier enigma. Al parecer, esto le llevó a afirmar que los dinosaurios se extinguieron porque no pudieron salvarse del diluvio universal, al no caber en el arca de Noé porque las puertas eran demasiado pequeñas. Un error de diseño que haría que perecieran todos ahogados. Quizás este ejemplo nos parezca hilarante, pero no es menos descabellado que otros miles de hipótesis que inundan las redes y que son creídas masivamente. Retomando la pregunta, ¿cómo una persona llega a dar crédito a esta clase de teorías?

Ramón Nogueras analiza está cuestión en su ensayo Por qué creemos en mierdas. Este psicólogo y divulgador parte de la idea de que los amantes de los bulos y las teorías conspiratorias buscan aquellos medios e informaciones que confirmen su visión del mundo. Así, para proteger la propia perspectiva, se evitan todos los medios que puedan desmentirla, a la vez que se nutren de contenidos en fuentes amigas para reafirmarse en la creencia. Eso no significa que estas personas sean estúpidas ni menos capaces que otras. Dice el autor: “La gente inteligente cree en idioteces igual que la menos inteligente y la cultura no previene de tener ideas absurdas. Nuestra predisposición a creer en tonterías es un efecto colateral de la forma en que procesamos información: una capacidad que, si bien la mayor parte del tiempo funciona de maravilla (y por eso estamos aquí), a veces puede provocarnos derrapar y acabar pensando en cosas raras”.

¿Qué manera de procesar la realidad facilita la entrada de estos troyanos de la desinformación?

Informaciones incompletas

Cuando nos proponemos creer en algo determinado, nos aferramos a un dato concreto y lo aislamos de su contexto, eliminando el resto de información que daría al traste con nuestra teoría. Tal como afirmaba el profesor Hans Rosling (1948-2017) en su libro Factfulness: “No queda espacio para los hechos cuando nuestra mente está ocupada por el miedo”.

Predominio de lo emocional

La industria de la publicidad sabe que un anuncio, más que aportar datos, debe tocar las emociones. Esta misma lógica es seguida por los propagadores de bulos, que buscan agitar lo que sentimos —miedo, sorpresa, ira— en lugar de promover el análisis racional. Con este fin, muchas veces lo visual está por encima de lo narrativo.

Velocidad de propagación

La noche de Halloween de 1938, decenas de miles de estadounidenses creyeron que el país estaba siendo invadido por los alienígenas al tomar la emisión radiofónica de La guerra de los mundos por un noticiero. Las carreteras se colapsaron de familias que huían y se produjeron asaltos a supermercados para aprovisionarse ante el apocalipsis. Muchas personas habían empezado tarde a escuchar el programa, por lo que no sabían que era una ficción, y de hecho no fue hasta el minuto 40 que Orson Welles y su equipo recordaron a la audiencia que estaban narrando la adaptación de una novela. Si esto sucedió con un programa en el que se advirtió más de una vez de que era una obra radiofónica, imaginemos el impacto que pueden tener las actuales redes sociales, cuando cualquiera puede difundir su verdad a la velocidad del rayo.

Ramón Nogueras concluye: “Todos llevamos encima una máquina dispensadora de información, a la que le da igual su veracidad”.

Acerca de la posverdad

Este neologismo define la distorsión deliberada de la realidad, con predominio de las creencias frente a los hechos. En su ensayo Pandemia y posverdad, Jordi Pigem señala su origen en “el aburrimiento de una vida sin sentido”. Los defensores de la posverdad no renuncian a su punto de vista, aunque la ciencia o los medios demuestren lo contrario. Una prueba: el súbito renacer del terraplanismo en 2017 a partir de un eclipse solar.

Francesc Miralles es escritor y periodista experto en psicología.

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