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Von der Leyen y Johnson se dan hasta el domingo para ver si es posible pactar la relación tras el Brexit

Boris Johnson observa una muestra de la vacuna contra el coronavirus el pasado 30 de noviembre en Wrexham (Gales).DPA vía Europa Press / Europa Press

Decía Enoch Powell, el hombre que plantó la semilla del populismo y el racismo en el Partido Conservador británico a finales de los sesenta, que toda carrera política conduce inevitablemente al fracaso. Todavía no se ha escrito el último capítulo de la trayectoria de Boris Johnson, pero apenas un año después de su arrolladora victoria electoral de diciembre de 2019, el lustre del político más popular del Reino Unido en las últimas décadas se ha desvanecido. El anuncio de la llegada inmediata de la vacuna, el Santo Grial en el que los estrategas de Downing Street habían puesto todas sus esperanzas, apenas ha alterado el nivel de popularidad del primer ministro, según el último sondeo de YouGov publicado el pasado viernes. Un 56% de los británicos tiene una opinión desfavorable de Johnson, frente a un 35% que sigue apostando por él.

El Gobierno que prometió una revolución en infraestructuras y tecnología que equilibraría el bienestar de todo el país ha echado mano de una excepción en las reglas de la UE para saltarse la cola y anunciar antes que nadie la buena nueva de una vacuna hecha con capital público alemán y desarrollada por científicos alemanes. El equipo que anunció el fin de la burocracia y la llegada de la eficiencia se ha enredado estos días en discutir si el scotch egg (el huevo escocés, un huevo duro rodeado de carne picada y empanado) puede o no considerarse una “comida sustancial”. Es decir, si los pubs pueden o no servir alcohol si lo acompañan de ese plato tan popular, como exige la ley. El político que visionó una estrategia internacional, Global Britain (Gran Bretaña Global), con la que el Reino Unido recuperaría su papel en el mundo en la era post-Brexit ha avivado la llama separatista escocesa, irritado a la administración estadounidense entrante y aumentado la distancia con la Unión Europea. Y termina el año con una rebelión parlamentaria de casi sesenta diputados conservadores que pone en riesgo la mayoría del Gobierno.

Paradójicamente, nadie está realmente decepcionado. Johnson nunca engañó a nadie. “Lo más extraordinario es que todo el mundo sabía que Johnson iba a ser un desastre. De hecho, cuanto más le conocían, más claro tenían que era perezoso, temerario, egocéntrico y poco interesado en los detalles que implica gobernar”, resume para EL PAÍS Fintan O’Toole, el escritor irlandés que mejor ha diseccionado a la Inglaterra actual y a su clase política. “Los conservadores intercambiaron la idea de un Gobierno competente por la popularidad de Johnson y su capacidad para ganar elecciones. Y, por supuesto, las ganó. Pero todo personaje público que asegure estar decepcionado es un mentiroso”.

No es responsable Johnson de una pandemia que pilló desprevenidos a todos los gobiernos del mundo, y que, en su caso, le afectó personalmente hasta el punto de ser ingresado en la UCI. Le son atribuibles, sin embargo, que el Reino Unido sea el país europeo con mayor número de muertes por la covid-19 (más de 60.000), o que el PIB de 2020 vaya a desplomarse un 11,3%. La primera respuesta ante la amenaza fue un conjunto de banalidades como recomendar que se cantara el cumpleaños feliz dos veces para calcular el tiempo necesario en lavarse las manos, o apostar por la “inmunidad de rebaño” y dejar que el virus campara a sus anchas.

La rectificación fue drástica, con un confinamiento que se prolongó más que en el resto de Europa y dejó la economía hibernada. Hubo errores catastróficos, como el que produjo más de 25.000 muertos en las residencias de mayores. O bandazos que produjeron desconfianza y confusión en la ciudadanía, como el abandono prematuro del sistema de localización y rastreo de infectados solo para retomarlo unas semanas después. Y todo acompañado de las promesas y exageraciones a las que tan proclive es la locuacidad de Johnson: “Un sistema de test que será líder mundial”; “torceremos el brazo del virus en seis semanas”; “acabaremos con la pandemia antes de Semana Santa… antes del verano… antes de la Navidad”. El voluntarismo, contra el muro de la realidad.

“La autosuficiencia y la nostalgia son la ruta hacia el declive nacional. Estoy a favor de ser realistas, y también del optimismo. Pero con la advertencia añadida de que el falso optimismo es otro modo de llamar a la mentira”, aseguraba a principios de noviembre el ex primer ministro John Major. Su discurso en Middle Temple, una de las cuatro honorables asociaciones de abogados ingleses, resonó en todos los medios británicos. Sus palabras tenían la fuerza de la obviedad admitida: “Ya no somos una gran potencia. Nunca lo volveremos a ser. En un mundo con casi 8.000 millones de habitantes, bastante menos del 1% son británicos”.

La dimisión, a mediados de noviembre, del asesor estrella de Johnson e ideólogo del Brexit, Dominic Cummings, hizo respirar aliviados a muchos conservadores, pero reveló una incómoda realidad. El primer ministro tenía por delante cuatro años de mandato sin un proyecto definido para el país, más allá de aguantar el temporal. Y con un grupo parlamentario plagado de subgrupos y corrientes internas ―a favor del Brexit duro, en contra de las restricciones contra la pandemia, en defensa del norte de Inglaterra frente a Escocia, partidarios de ser más duros con China…― que amenaza con ser ingobernable. Johnson se juega su futuro a medio plazo en tres bazas que se escapan de su control: el éxito de las vacunas, el incierto repunte optimista de la economía y la voluntad de Bruselas de ignorar todos sus desplantes y cerrar un acuerdo comercial del Brexit antes de fin de año que evite daños añadidos. La cabellera despeinada y loca del primer ministro ha dejado de ser un símbolo de su simpático gamberrismo y parece más bien el resultado de llevar un año montado en la montaña rusa.


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