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El asalto a la democracia en Estados Unidos continúa. No se trata esta vez de hordas tratando de entrar en el Capitolio; es un ataque constante, sofisticado; un goteo legislativo a lo largo del país destinado a impedir algo tan fundamental en un sistema democrático como el derecho al voto. En lo que va de año, 18 Estados han aprobado más de 30 leyes que restringen la capacidad de votar de determinados ciudadanos; la más reciente y restrictiva, la de Texas, hace apenas unos días, tras un proceloso proceso. No es un fenómeno nuevo, pero sí cada vez más preocupante, porque forma parte de la batería de acciones de un Partido Republicano dispuesto a rediseñar la democracia a su medida.
Dificultar el registro electoral, limitar el tipo de documentos de identificación que puede utilizar un votante –en un país en el que no existe uno oficial como el DNI-, reducir los horarios de votación –en un país en el que las elecciones tienen lugar en día laborable-, restringir el voto por correo, impedir la ayuda a determinados tipos de votantes, descartar a los que tienen deudas con el estado –lo que afecta especialmente a la población reclusa-… son algunas de las muchas fórmulas que introducen las llamadas leyes de supresión del voto.
La excusa es evitar el fraude electoral, pese a que la estadística confirma machaconamente que siempre ha sido mínimo. Pero la gran mentira de Donald Trump ha hecho mella. Un número increíble de votantes republicanos –y, lo que es aún peor, de sus representantes políticos- sigue convencido de que Biden les robó la victoria. Casualmente, las medidas que introducen estas leyes tienden a perjudicar a la población negra, latina, pobre y discapacitada; casualmente, entre tales grupos la tendencia es a votar demócrata.
No es un fenómeno nuevo, pero sí sumamente anacrónico. Su origen se remonta a las prácticas que introdujeron los Estados del Sur para impedir el voto de los negros, cuando estos lograron la libertad. La Ley de Derecho al Voto de 1965 puso fin a estos abusos mediante una norma federal; pero en 2013, el Tribunal Supremo, en uno de esos quiebros tan típicamente estadounidenses, declaró que el Estado no tenía por qué limitar las decisiones de los Estados en materia electoral. De la noche a la mañana, literalmente, volvieron a emitirse leyes restrictivas y la derrota de Trump en 2020 ha hecho el resto. En cualquier otro país democrático sería un escándalo mayúsculo: votos robados con premeditación y alevosía.
Una posible solución sería volver a aprobar una legislación federal que unifique criterios. Pero con la exigua mayoría demócrata en el Congreso y con la ingente tarea legislativa pendiente –sobre todo los grandes paquetes de recuperación presentados por la Administración Biden- no será posible. Mientras, los republicanos seguirán tratando de asegurar su triunfo de cara a 2022 por todos los medios.
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