Vuelta de las visitas a las residencias: “Por fin veo a mi abuela, pero no puedo abrazarla”

Belen García posa este viernes junto a una foto de su madre, en su casa, en Murcia.
Belen García posa este viernes junto a una foto de su madre, en su casa, en Murcia.ALFONSO DURAN

Se acercan las cinco de la tarde y se pone nerviosa. Es la hora de la videollamada. Cuando ve a su madre en la pantalla, le habla, le enseña fotos, canta. Pero casi no hay respuesta, cuenta Belén García. “Son los ojos de la tristeza”, dice. Los recuerdos de Isabel, que fue educadora infantil, comenzaron a borrarse ya hace años. Antes de que la pandemia lo pusiera todo patas arriba, sus hijas iban a verla dos o tres veces en semana, paseaban, tomaban un refresco. Ahora esta mujer de 83 años “no conecta” con su familia. “Cuando reacciona alarga la mano, como para tocarnos, y pregunta: ‘¿Cuándo vais a venir?”, dice García.

Los mayores se han llevado la peor parte en esta crisis, han sido el foco de muchas noticias. El virus es peligroso para ellos. La huella que les deje el aislamiento de estos meses será profunda. No solo para quienes viven en residencias, donde ha habido miles de fallecidos y se ha vivido el confinamiento más duro, dado que las medidas de alivio apenas comienzan a llegar. También para quienes acudían a centros de día y, después de su cierre, han dejado de recibir terapias. Especialmente en el caso de las demencias.

Los mayores se van apagando. En las residencias la situación ha sido crítica. Incluso en centros sin casos, muchos residentes han pasado el confinamiento en las habitaciones. “La restricción de contactos sociales nos afecta a todos. Genera ansiedad, depresión… Si hay una demencia, alterar su rutina puede generar trastornos del sueño o incluso agresividad o agitación”, explica Francisco Tarazona, vocal clínico de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología. Cuenta que son comunes las llamadas de familiares preocupados, que alertan de un retroceso, de un cambio. Tarazona indica que hay riesgo de que sean irreversibles, aunque en cada paciente la evolución será distinta.

La preocupación de García estalló pocos días después de declararse el estado de alarma. “La memoria emocional es la que más perdura, antes de todo esto mi madre nos conocía, nos comunicábamos mucho a través de la risa y de las emociones”, afirma. Pero cuando comenzaron las videollamadas vio que algo había cambiado. Elogia el trato que recibe en la residencia, que es privada y en la que su madre tiene una plaza concertada, pero no puede entender que el confinamiento haya sido “tan estricto” en un centro sin casos y en una región como Murcia, donde la pandemia no ha golpeado tan fuerte como en otras comunidades. Es la segunda autonomía con menos fallecimientos en estos centros, por detrás de Canarias.

“No entendía que me dijeran que tenía que quedarse en su habitación, por qué no podían bajar al comedor, por turnos, guardando la distancia, para que vieran a otros residentes. Perdió su espacio, estaba sola, con los trabajadores con mascarillas. Nosotras tuvimos que dejar de ir”, enumera García. Por ello ha denunciado a la Consejería de Sanidad y al Instituto Murciano de Acción Social por detención ilegal. Ahora como medida cautelar pide que “pueda salir de inmediato por riesgo vital de tristeza inductora de muerte autógena”. Quiere poder visitarla. Un juzgado ha abierto diligencias previas.

Las comunidades son competentes en la materia, el Gobierno fija criterios generales en el Boletín Oficial del Estado y emite recomendaciones, pero cada Ejecutivo regional decide cómo actuar. Fuentes de la Consejería de Política Social de Murcia apuntan que a final de marzo se trasladó a los centros unas recomendaciones del Ministerio de Sanidad que establecían, “como medida excepcional ante la situación, la clausura de las zonas comunes” en las residencias. Y ante el paso a la fase 1 el 11 de mayo, comunicaron que estos espacios podían reabrirse y los centros estaban habilitados para comenzar con la desescalada interna bajo medidas de seguridad.

Así lo corrobora José Forner, el director del centro, donde viven 70 residentes. García confirma que ya ha realizado alguna videollamada con su madre desde el jardín. Forner apunta que han seguido los protocolos y que desde el principio los residentes han “paseado por pasillos internos, procurando que no se cruzaran con nadie”. “Sería un crimen que pasaran 24 horas en la habitación”, sostiene. Cree conveniente que se retomen las visitas, por el bien de los mayores, aunque está esperando a que le den la autorización. Es lo que también reclama García. Pero fuentes de Política Social aseguran que se relegarán a la fase 3, pese a que el Boletín Oficial del Estado las ampara desde la segunda fase.

“Lo que me duele es que se pierda la oportunidad de acompañar a un familiar. Cuando se lo vuelvan a encontrar, no será el mismo”, explica Aurelia Jerez, presidenta de la Coordinadora Estatal de Plataformas de Dependencia. “Como familiares, hemos observado el deterioro”, añade. También de quienes se han visto afectados por el cierre de los centros de día, con familiares que han hecho malabares para poder cuidarlos.

“El virus ha cortado el proyecto de vida de muchos mayores y, a los más vulnerables, de forma más radical”, añade José Manuel Ramírez, de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales. Pide que se cambie la ley de dependencia para ampliar las compatibilidades de servicios y prestaciones. Así, quienes se hayan quedado sin poder ir a los centros de día podrían recibir, por ejemplo, ayuda a domicilio. Algo que sería crucial en estos casos. Pero para ello es fundamental que aumente la financiación.

Sofía no quiere decir su nombre real. Ella y sus tres hermanos hacen malabares para cuidar de su madre, que padece alzhéimer, y poder seguir trabajando. Se turnan porque ella necesita ayuda para todo. Decidieron, por precaución, que dejara de ir al centro de día cuando se cerraron los hogares del jubilado y los colegios. “Tiene plaza en un centro público. Pero además nosotros la llevábamos a otro privado para reforzar la atención. Ha seguido teniendo terapias por Skype con estos últimos”, explica su hija, que tiene 37 años y vive con su madre en Madrid. Pero no todas las familias pueden permitírselo: son 45 euros por cada una de las tres terapias semanales. “No recibimos una llamada de control del centro público hasta pasados 40 días del estado de alarma”, añade.

Dice que su madre ahora está más triste, que ha perdido las relaciones sociales que hacía en el centro. “Le cuesta más hablar, tengo que arrancarle las palabras”, dice. La primera vez que salió a la calle y vio a todo el mundo con mascarillas “miraba aterrada, no entendía nada”. Ahora está deseando que retome las terapias en el centro. Confía en que su madre mejore.

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