El tono se vuelve más agrio con el paso de los días. La escalada verbal entre Berlín y Moscú por el caso Navalni amenaza con dinamitar los frágiles equilibrios sobre los que operan las dos grandes potencias desde hace décadas. El vaso amenaza desbordamiento y Alemania busca en Europa una respuesta común para reconducir las relaciones con Moscú, piedra angular de la política exterior alemana.
La inusual claridad con la que la canciller alemana, Angela Merkel, habló tras conocer el resultado de los análisis realizados a Navalni dejaba poco lugar a dudas de la profundidad de la sima. Merkel, una política empeñada en la búsqueda del consenso y el entendimiento, habló esta vez de un “crimen”, de que se había querido “silenciar” a la oposición y pidió directamente explicaciones a Rusia. El cerco de las evidencias se estrecha en torno al Kremlin, según las fuentes de seguridad que indican que, por el tipo de veneno utilizado —del grupo Novichok—, la probabilidad de que sea obra de un servicio secreto ordenado por el Kremlin se dispara.
Berlín ya ha advertido que no espera una repuesta de Moscú inmediata y que de momento no descarta ningún tipo de represalia. Pero más allá de la dimensión de las sanciones que deriven del caso, lo cierto es que el siniestro envenenamiento irrumpe en un momento muy complicado. El caso Navalni es un choque diplomático más, que se suma a una cadena de incidentes que en los últimos años han provocado una notable tirantez en las relaciones entre Moscú y Berlín. El supuesto hackeo de correos de miembros del Bundestag y también a la propia oficina de Merkel por parte de servicios secretos rusos, en 2015, o el asesinato a plena luz del día en un parque berlinés de un rebelde checheno, en agosto de 2019, son dos de los más sonados episodios, que han disparado la irritación en los despachos de Berlín.
“Hay una clara trayectoria de deterioro de las relaciones, pero el Gobierno alemán no ha cambiado hasta ahora su política de acercamiento y estrechas relaciones económicas. El problema es que las relaciones económicas y las políticas ya no pueden mantenerse separadas como en el pasado”, sostiene Jörg Forbig, director de Europa Central y del Este del German Marshall Fund. Durante décadas, y teniendo en cuenta la historia de atrocidades germanas, también en el espacio postsoviético, así como los intereses económicos, Berlín ha buscado tejer alianzas tratando de crear áreas de afinidades. Ese paradigma de acercamiento selectivo podría estar llegando a su fin. “Rusia no está interesada en el diálogo constructivo con Alemania. Nunca ha dado frutos, como ha quedado claro en Ucrania, y en Berlín se están dando cuenta de que el Kremlin no está interesado en adquirir compromisos a través del diálogo”, piensa Forbig. “A Rusia hay que hacerle entender que depende de Europa más que la UE de Rusia”.
Stefan Meister, experto en Rusia y Europa del Este de la DGAP (el Consejo Alemán de Relaciones Exteriores), sostiene que hay que “comprender cómo piensan los líderes rusos, es decir, en términos de ganar o perder. Operan en un mundo cada vez más multipolar, donde lo que cuenta es el poder que tengas”. Meister cree que Alemania tiene que ser un actor que Moscú no pueda ignorar. “Berlín no puede ofrecer continuamente cooperación y convertirse a sí misma en irrelevante. El mundo está cambiando y Alemania no puede seguir haciendo la misma política de siempre”, considera el autor de un reciente estudio titulado de forma premonitoria El fin de la ostpolitik, en alusión a la política de apertura hacia el Este del canciller socialdemócrata Willy Brandt de los años setenta.
Meister recuerda que las divergencias quedan además plasmadas en una serie de conflictos clave como los de Siria, Libia o Ucrania, donde el alejamiento de los dos países es evidente. Meister sitúa el inicio del declive de las relaciones ruso-germanas hace casi una década, cuando el regreso a la presidencia de Vladímir Putin, en 2012, inauguró una era en la que “el Kremlin utiliza el conflicto con Europa y Occidente en general para legitimarse en sus crisis internas. Comprendió que su posición negociadora mejoraría siempre que lograra dividir a los europeos”.
La creciente frustración y constatación de Berlín viene acompañada de una mutación política en las filas socialdemócratas. Frente a la tradicional tibieza del SPD en conflictos ruso-germanos, se escuchan estos días voces muy críticas, incluida la del propio ministro de Exteriores, el socialdemócrata Heiko Maas. “Si Rusia no participa en la investigación del crimen contra Navalni, eso supondrá un indicio más de la implicación del Estado en el crimen”, dijo hace una semana Maas, quien dejó caer también la bomba diplomática: “Espero que los rusos no nos obliguen a cambiar nuestra posición respecto al Nord Stream 2”.
Nord Stream 2 está ahora en boca de todos en los pasillos de Berlín. Utilizar el megagasoducto, de 1.230 kilómetros de tuberías y 9.500 millones de euros, destinado a transportar gas desde Rusia hasta Alemania para presionar al Kremlin comienza a convertirse en un clamor. Para muchos políticos alemanes, también del partido de Merkel, sería la represalia económica lógica tras las fuertes críticas a Rusia verbalizadas por la canciller.
El presidente de la comisión de Exteriores en el Parlamento y candidato a suceder a Merkel, Norbert Röttgen, fue esta semana muy claro. “Tenemos que responder con el único lenguaje que entiende Putin, es decir, la venta de gas”. Pero la posición en el bloque conservador en torno a la megainfraestructura está dividida. El ministro de Economía, Peter Altmaier, se ha mostrado por ejemplo escéptico ante potenciales sanciones. “Su ministerio vela evidentemente por los intereses económicos alemanes y ese ha sido precisamente un problema de una política exterior en la que los intereses económicos siempre han estado muy presentes”, critica Meister.
La infraestructura está prácticamente terminada (en un 94%) y debería empezar a funcionar el año que viene. Suspender el proyecto o incluso cancelarlo son dos de las opciones que se barajan y a las que Merkel de momento se ha mostrado reacia, a pesar de estar dispuesta en principio a “no descartar” nada, según el portavoz del Gobierno. Sancionar el proyecto energético supondría un desafío legal y económico monumental, que afectaría a más de un centenar de empresas y a una docena de países y que podría sumar miles de millones en compensaciones. Pero sobre todo, supondría un punto de inflexión en las ya maltrechas relaciones entre Berlín y Moscú.
Berlín ha sacado adelante el proyecto gasístico que le une con Rusia frente a las resistencias de buena parte de los socios de la Unión Europea, en especial de los países del Este, cuyos territorios esquiva la infraestructura. También ante las reacciones airadas de Estados Unidos, que no ve con buenos ojos la competencia en el mercado energético.
Pero el entendimiento entre Berlín y Moscú viene también en parte marcado por la relación personal entre Merkel y Putin, dos mandatarios veteranos que han coincidido tres lustros en el poder. A diferencia de otros líderes más o menos recién llegados, como Donald Trump o Boris Johnson, Merkel conoce bien a su interlocutor. Por la experiencia compartida y porque la canciller habla ruso, pero sobre todo, por haber vivido los 35 primeros años de su vida en la República Democrática Alemana, bajo control soviético, lo que la convierte en una conocedora del país y la mentalidad de aquellos a quienes ahora se enfrenta.
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