El pequeño Prince, un muchacho nigeriano de 14 años, cenó aquella noche un plato de verduras y unas galletas y salió a pasear por el pueblo playero donde vivía, vecino al gran puerto de la ciudad de Lagos. Oyó los planes de tres hombres que se marchaban a Europa como polizones de un enorme carguero de combustible y, en segundos, este niño delgadito y noble tomó la decisión más importante de su vida. Se embarcó en un viaje de 15 días en el hueco que queda entre el casco del buque y la pala del timón, un minúsculo espacio de unos dos metros cuadrados, del Ocean Princess I. Sin comer, sin beber más que agua salada. Débil, con la piel agrietada y la mandíbula apretada del frío y el dolor, llegó a Las Palmas de Gran Canaria el pasado 23 de noviembre. Tras dos semanas de cuarentena, parece un niño feliz. “La tristeza no era parte del plan”, ha escrito en su perfil de Facebook. Bajo un nombre ficticio, habla de su viaje con naturalidad, con detalles, pero con el mismo tono con el que cuenta cualquier otro episodio de su vida. Este es su testimonio en primera persona:
“El cuarto día el barco se paró. Por un momento pensamos que habríamos llegado a algún país, pero solo veíamos agua. Yo ya estaba muy débil, hambriento y estaba perdiendo la cabeza. Solo podía pensar en un buen plato de arroz. Fue la primera vez que bebí agua salada. Con una mano me agarraba a la escalerilla y con la otra recogía el agua del mar. Así era como me lavaba también. Hasta ese día estábamos más o menos bien, había esperanza, estábamos yendo a Europa, pero a partir de entonces todo fue a peor.
Yo sabía que la gente iba a Europa, veía sus fotos en Facebook, pero ellos iban en avión. Yo no tenía dinero para un billete, ni para un visado. Lo que ganaba vendiendo pescado y llevando las maletas a los turistas apenas me daba para alimentarme. Estaba confuso y frustrado y quería estudiar. Cuando esa noche escuché a tres hombres hablar de subirse al Ocean Princess vi la oportunidad. Yo ya había visto el buque en el puerto, sabía donde estaba. Estaba decidido.
Llamé a mi amigo Mike para que me llevase y fuimos remando con la barquita que usábamos para pescar. Tuvimos que remar casi una hora desde la playa Tarkwa Bay, donde vivíamos, hasta el muelle del puerto de Lagos. Él no quiso venir. Me dijo: “si llegas, me arrepentiré de no haber ido contigo”, pero él creía que era una locura, que era muy peligroso. Pero yo me dije: “Si muero, moriré yendo a Europa”. Subí por una escalerilla. Al verme en el barco los tres hombres se quedaron en shock. Querían gritarme, empujarme, pero aún estábamos en el puerto y no podían hacer ruido o les descubrirían. Les dije que estaba ahí por la misma razón que ellos. No les gustó, pero tuvieron que aceptarme.
Aquel día que el barco paró, los hombres comenzaron a pelearse. Había que turnarse para dormir en el hueco que hay sobre el timón, ahí solo cabe una persona y tenían muchos malentendidos. Me metí en la discusión, les pedí que pararan, que se tranquilizasen. Casi me matan. Uno me dio primero un guantazo, después un puñetazo y me arrancaron la chaqueta. Querían lanzarme al mar. Yo lloraba y gritaba. Tenía miedo. Creo que ese fue el momento más crítico de todo el viaje, fue cuando lamenté haberme subido en ese barco, pensé que había tomado la decisión equivocada. Solo uno de ellos, que era un conocido de mi tío, me defendió. “Si matáis al crío vais a ir a la cárcel”, les dijo. Acabaron dejándome en paz. Al final, llegué a darles pena.
Hubo un momento, creo que fue el sexto día, que la marea subió y el agua nos salpicaba. Pasábamos el día completamente mojados y solo nos secábamos cuando nos tocaba dormir en la cavidad que estaba más resguardada. Teníamos muchísimo frío, yo iba en chanclas y solo tenía una chaqueta. Mi piel estaba completamente blanca y seca.
Cuando dormía soñaba que me tiraba al agua y nadaba y que las olas me llevaban de vuelta a Nigeria, no a Europa. Tenía otras pesadillas. Una se repitió como cinco veces. Soñaba que mi abuela, aunque a veces eran otras personas, venía hacia mí con comida. La sentía muy cerca, pero siempre, antes de que llegase, me despertaba. No podía más. Los ojos se me cerraban, el ruido del motor me bloqueaba los oídos, me dolía todo el cuerpo, mi estómago estaba como si tuviese gastroenteritis. No fue bueno beber agua de mar, pero no tenía otra opción. Me humedecía un poco la garganta, pero luego tenía más y más sed. Bajaba la escalera seis o siete veces por día y bebía un poquito. Cuando hacía pis era completamente verde.
A partir del séptimo día perdimos la esperanza. Aceptamos que era así como íbamos a morir. Fue cuando los hombres decidieron usar un martillo para avisar a la tripulación. Estuvieron tres días dando golpes al casco. Tres días. Les gritábamos “¡ayuda!, ¡ayuda!”. Nadie nos respondió. Nos ignoraron. Estábamos muy débiles. Nunca imaginé que podría ser así de difícil.
Yo creo en Dios y le recé y le lloré todos los días. Cantaba en mi cabeza canciones gospel que aprendí en la iglesia, a mí me gusta mucho cantar. Casi no podía hablar, pero intentaba cantarlas en voz alta. Pero allí solo se oía el motor.
Un día antes de llegar oímos un ruido en la escotilla que lleva al timón desde dentro del buque. Era alguien dando golpes, yo creo que quería saber si estábamos vivos, le gritamos, pero nunca abrió la compuerta. Por eso te digo que yo creo que siempre supieron que estábamos allí.
Una noche, cuando ya llevábamos 14 días, vi las luces de una ciudad. Me emocioné y quise saltar para nadar a tierra. El conocido de mi tío me dijo que esperase, que en la oscuridad era muy peligroso. Lo haríamos al día siguiente, pero antes vimos un barco con luces que nos gritaba por un megáfono. Pedimos ayuda, estábamos muy felices. Cuando vi al rescatador que llevaba la lancha lo primero que le pregunté fue en qué país estaba. “Estás en España, en Las Palmas”, me dijo. Había llegado. Conocía España solo por el fútbol. Amo el Barça, amo a Messi. A mi hermano pequeño le apodé Iniesta. Nos dieron agua y unas galletas, pero yo no podía comer aunque me estaba muriendo de hambre. Mis dientes estaban bloqueados del frío y de la vibración del barco. Cuando me llevaron al hospital el doctor se impresionó porque no conseguían sacarme sangre. Estuve con suero tres días.
Cuando me trajeron a este centro de menores estaba muy feliz. No me acordaba del número de mi hermana, pero sí de mi abuela y la llamé. No reconoció mi voz. Me preguntó “¿quién es?” y yo le dije: “Soy tu nieto. Estoy en España”. Ella estaba en shock. Lloramos mucho los dos. La echo mucho de menos. También a mi hermana. Y a mi amigo Mike y a nuestro perro Winnie. Estaban todos muy preocupados, no sabían nada de mí desde hace más de un mes. Pero ahora están muy contentos. Cuando me leyeron mi historia, que había salido en el periódico, me gustó. Esto es lo que está pasando en algunos sitios. La gente está sufriendo de verdad. La gente necesita ayuda”.
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