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Y que viva el peligro


A la memoria de Sergio Chejfec

Una vez, leí el titular de una entrevista con Francis Ford Coppola donde se lamentaba de que en el cine se hubiera perdido “la pasión de los pioneros”. Parecía una declaración más, sin mayor relieve, pero me quedó grabada para siempre. Ayer mismo volvió a mí aquel sencillo titular que con el tiempo se me ha vuelto complejo, justo en días en los que, en un sector del espacio literario, lo complejo es acusado de minoritario y es denostado más que nunca por aquellos que dicen hablar sin complejos. Y justo, además, cuando la conexión con algunas pasiones olvidadas me alcanza de lleno y antiguos entusiasmos regresan y, al ocupar su lugar, destruyen al Gran Miedo.

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Las viejas pasiones siempre pudieron con el terror. Y está claro que viviendo firmemente en contra del miedo se libera nuestra asfixia y uno puede reencontrarse con “la pasión de los pioneros”, que no es otra cosa que recobrar la alegría creativa, la alegría originaria, tanto la de amplio espectro como la minoritaria.

Minoritario y complejo era Wagner, pero no parece que lo fuera tanto, porque ahí está. Y uno se pregunta cómo es posible que llevara dentro de sí la compleja composición de El anillo del nibelungo, desde el primero al último acorde. ¿Tal maravilla espiritual tenía que reprimirla como si fuera un error, sólo por no ofender a los partidarios de lo simple, que normalmente es sólo aquello que queda a su corto alcance?

Benditos sean los errores. Steiner decía que lo importante era arriesgar, dar vuelo a las piedras. Defendió a Lawrence Durrell hasta el final, cuando ya medio mundo se reía de su Cuarteto: “Pongamos que estaba equivocado, pongamos que estoy equivocado. Pues muy bien. Lo que me interesan son los errores, fruto de la pasión, los errores que se cometen arriesgando. ¡Qué horror, santo cielo, el afán de no equivocarse!”.

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Paul Klee, a los once años, se aburría en Berna, hasta que un día le llevaron a ver un viaducto y, al dibujarlo, le colocó imaginarias ruedas a un grupo de arcos multicolores que parecían haberse desgajado del puente de piedra y avanzaban hacia el espectador. Con el tiempo, la enésima versión de aquel dibujo sería la pintura La revolución del viaducto.

Lo que cuenta es la pasión —la pasión de verdad— que se invierte en algo que pueda representar un riesgo artístico. No los valores al alza de un novelista en el que se recomienda invertir. El ensayista Bernat Castany Prado, en su apasionante Una filosofía del miedo (Anagrama) recomienda luchar contra la más triste de las pasiones tristes, que es el miedo, que no es tanto un problema individual, de naturaleza psicológica, como un problema colectivo, de corte político. Y esa lucha debe darse en todos los frentes, porque ya basta de tanto miedo a pensar por nosotros mismos. Y ya basta del miedo a ejercer la propia libertad, como también ya basta de tener miedo a quedarnos sin identidad. Y, por supuesto, a tenerle miedo al Gran Miedo. Y que viva el peligro, que ya decía Juan Belmonte, que era “el eje de la vida sublime”.

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