El menor de los contratos (por valor de 1,5 millones de euros) ha causado tal terremoto en el primer partido de la oposición que lo ha dejado en estado comatoso. Alguien ha hecho un símil con Al Capone, que no fue a la cárcel por sus numerosos crímenes o por sus delitos más oprobiosos, sino por evasión de impuestos. El caso del contrato de la Comunidad de Madrid con una empresa privada para la entrega de mascarillas en el peor momento de la pandemia tiene unas características peculiares: nadie contempla enriquecimiento del partido político, como tantas veces ocurrió en el pasado, sino que se analizan las comisiones que habría cobrado un ciudadano particular; no ha emergido, al menos en el primer momento, la habitual estrategia partidista de debilitar al adversario porque el “¡y tú más!” se ha concentrado en el seno del PP; por último, se estudia por qué en una adjudicación pública hay que pagar una intermediación (y menos a un hermano de la presidenta de la Comunidad).
Nadie podía prever este estallido apenas 24 horas antes, cuando en el pleno del Congreso de los Diputados el líder de la oposición echó en cara a Pedro Sánchez que el índice de la calidad de la democracia en España, que elabora anualmente el semanario The Economist, hubiera bajado desde que es presidente de Gobierno. Se le olvidó decir a Pablo Casado que este descenso se atribuye fundamentalmente al bloqueo del Consejo General del Poder Judicial. Y todo el mundo sabe quién bloquea. La principal debilidad de la democracia española, según los diversos estudios que la cuantifican, está en la corrupción.
España es un país agredido por las prácticas corruptas. Tras cada pequeño periodo de tranquilidad surge un nuevo caso en el horizonte, de modo que “nunca parece que vaya a limpiarse la mugre de nuestros establos más sucios”, como escribe el magistrado Joaquim Bosch en su excelente libro La patria en la cartera. Pasado y presente de la corrupción en España (Ariel). En él muestra tal saturación ciudadana de casos de corrupción que en muchas ocasiones los informes policiales, las sentencias sobre el tema por muy escandalosas que sean o las noticias de los medios de comunicación parecen narrativas de costumbres. La corrupción no es un problema aislado de cuatro manzanas podridas, sino que su penetración ha sido muy amplia en la escena política. Lo que comenzó como una patología puntual, como las andanzas de una serie de “pillos”, ha resultado ser un rasgo casi sistémico de nuestro sistema político. Ello conduce, cada vez con mayor frecuencia, a la banalización de las cuestiones de venalidad política.
Las prácticas corruptas en España son reiteradas, conocidas y no demasiado originales. El soborno a cambio del favor político legal o ilegal, la recalificación del suelo para propiciar pelotazos urbanísticos, la apropiación directa de los bienes de toda la sociedad, las facturas falsas como forma de encubrir la desviación de los presupuestos institucionales, las trampas en la financiación de los partidos o las artimañas para superar los límites de los gastos electorales, etcétera.
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“Todo confluye”, dice Bosch, “en ese uso abusivo de lo público en beneficio privado”. La corrupción como abuso del poder que le ha sido confiado a un determinado ciudadano con el objeto de obtener ganancias privadas. En última instancia es una apropiación privada del Estado, el uso del poder en el que éste se pone al servicio de intereses particulares en lugar del interés general.
Hace bastante tiempo que se encontraron las conexiones entre la corrupción y los sistemas democráticos. Cuando los partidos políticos dejan de ser instrumentos de un programa para convertirse en su propia razón de ser, cuando están demasiado ocupados en administrarse a sí mismos como para mantenerse en estrecho contacto con la sociedad.
En el momento en que remita el ruido estrepitoso que inunda las estructuras orgánicas del PP y la lucha fratricida por el poder político en su interior, quedará tan solo el sentimiento de desánimo cívico que se extiende.
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