Ninguno de los tres grandes protagonistas de la decisión más difícil de toda una generación tenía pensado estar ahí solo dos años antes. Pedro Sánchez llegó al poder por una imprevisible moción de censura cuando figuraba cuarto en las encuestas. Salvador Illa, un hombre del aparato del PSC y filósofo de formación, nunca pensó en Sanidad como un ministerio para él. Y Fernando Simón, un alto cargo nombrado por el PP, vivía en un discreto segundo plano desde la crisis del ébola. Pero ahí están a mediados de marzo de 2020. Los tres saben lo que se juegan en ese momento. Y tienen que decidir.
Las cifras se complican por horas. El cierre total, el estado de alarma, está encima de la mesa desde hace días, al menos desde la noche del 8 de marzo, cuando los contagiados se disparan en Madrid y el País Vasco, que deciden cerrar los colegios. Sánchez no lo tiene claro. El martes 10 aún duda entre la opinión de ministros muy políticos, como José Luis Ábalos o Pablo Iglesias, que aprietan para declarar ya el estado de alarma, y las del área económica, María Jesús Montero y Nadia Calviño, que piden prudencia.
El Gobierno ha tomado todo tipo de medidas para intentar evitarlo. Hasta dos consejos de ministros, uno de ellos extraordinario, intentan buscar alternativas: cortan los vuelos con Italia, reducen aforos de los espectáculos y reuniones dos veces, fuerzan el teletrabajo, piden a los ciudadanos que no viajen. Cualquier cosa con tal de evitar el hundimiento de la economía que supone decretar un estado de alarma y mandar a todo el mundo a su casa por tiempo indefinido.
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Pero la pandemia devora todo. Cada decisión se queda corta en horas. Las cifras de muertos y contagios se multiplican. Simón, que lleva días analizando con Illa todos los escenarios, no suele hablar de forma rotunda. Siempre le ve pros y contras a todo. Y deja que los políticos decidan. Pero esta vez es muy claro frente a Sánchez. El virus se está descontrolando.
—Presidente, basándonos en los datos de cómo está evolucionando la pandemia, con los modelos que estamos trabajando, y mirando a los países con experiencias parecidas, especialmente Italia, para controlar esto y que no haya un problema sanitario muy grave tenemos que reducir al máximo la movilidad de la población. No hay más remedio.
Se hace un largo silencio en la sala. Todas las miradas buscan a Sánchez. El presidente se echa hacia atrás en la silla y respira profundamente.
—Bueno, vamos a hacerlo. Ahora veremos cómo.
Hace ahora un año de todo aquello. A partir de aquí se pone en marcha toda la maquinaria política y administrativa. Sánchez multiplica las llamadas, consulta con todo su equipo de fieles: Carmen Calvo, Ábalos, Adriana Lastra, Montero, Iván Redondo. La decisión está totalmente madurada el jueves 12 por la noche. Ese día España supera a Francia como segundo país de Europa con más casos detectados, y el Centro de Prevención y Control de Enfermedades Europeo (ECDC) recomienda activar medidas para aliviar la situación de los sistemas sanitarios. Varias comunidades están ya presionando para cerrar todo. Hasta Portugal, con muchos menos casos que España, decreta el estado de calamidade. Cada vez es más evidente que Sánchez se está quedando atrás. No se puede esperar más.
El presidente llama a Félix Bolaños, su hombre de máxima confianza, para que prepare el decreto de alarma con el equipo de Calvo. La decisión está tomada, pero quiere escuchar a Illa, que será el hombre clave en las próximas semanas. Le llama y le sondea. Es ya viernes, día 13, un día antes de aprobar el decreto.
—Salva, ¿cómo verías el estado de alarma?
—Creo que es necesario. Es lo más oportuno.
—¿Por qué?, pregunta el presidente.
—Porque coordinar las medidas entre las comunidades autónomas va a llevarnos más tiempo del necesario, y es imprescindible reaccionar rápido: no tenemos margen para pactar nada, cada hora es fundamental.
—¿El Ministerio de Sanidad está en condiciones de dirigir todo el sistema sanitario?
—No. Las comunidades autónomas deben seguir teniendo las competencias si queremos que esto funcione, pero tenemos que poder tomar decisiones en materia de salud pública y de libertad de movimientos.
Todo se precipita. A media mañana Sánchez convoca una videoconferencia con las cuatro vicepresidencias (Calvo, Iglesias, Nadia Calviño y Teresa Ribera), además de Ábalos e Illa, a la que se unen dos altos cargos de Sanidad, el secretario general, Faustino Blanco, y el subsecretario, Alberto Herrera: esta crisis revaloriza el saber de los expertos, pero las grandes decisiones siguen teniendo un componente político sobresaliente. Ya no hay discusión. Hay luz verde para el estado de alarma, que se aprobará en un Consejo de Ministros el sábado 14. Al filo de las tres y media de la tarde Sánchez comparece en televisión. Tras los titubeos de las semanas anteriores surge una nueva narrativa: “Este virus lo pararemos unidos”, dice en una proclamación casi burocrática en la que mezcla mensajes emotivos y un lenguaje bélico.
El hoy exministro de Sanidad recuerda una anécdota final. Sánchez, después del discurso, hace una última llamada a Illa: “Estás haciendo un buen trabajo”. Y el ministro le contesta: “Te agradezco la preocupación personal, pero no es necesaria: vamos a ponernos manos a la obra”. Illa trae a colación al recordarlo una reflexión que recuerda a una cita de Seamus Heaney: “Pensé: ‘Si salimos de este invierno podremos veranear donde sea. Pero el invierno va a ser largo’. Vaya si lo fue”.
Un año después, muchos de los protagonistas de aquella decisión se torturan con la idea de que llegaron tarde. Pero en todos los análisis que hacen ahora en privado y en público hay una explicación exculpatoria: con los datos que había, entonces muy deficientes, no se podía haber tomado la decisión antes. “Con lo que sabemos ahora, teníamos que haber aprobado el estado de alarma el 20 de febrero, claro. Pero la información era de muy baja calidad, y además nadie lo habría aceptado en ese momento”, recuerda un miembro del Gobierno; “solo hay que ver la hemeroteca. Nadie quería cerrar el Mobile en Barcelona. Todavía el 10 de marzo, Valencia no quería cancelar las Fallas. Andalucía decía que la Semana Santa era sagrada. Y nadie preguntó por el coronavirus en la sesión de control del Senado la semana anterior a la del estado de alarma”.
¿Y la última semana? ¿Se podía haber evitado la explosión de contagios con un estado de alarma una semana antes? Ahí hay muchas más dudas. Sobre todo por una decisión clave que se retrasó más de lo previsto: cortar los vuelos con Italia. De ahí venía la mayor parte del contagio. Y se hizo el martes 10, con la pandemia ya muy extendida. Tanto Ábalos como Illa se lo plantearon varias veces. Pero Italia, un aliado europeo, se resistía a cerrar y presionó en una reunión con Alemania, España y Francia en Bruselas, el viernes anterior. Al final España lo hizo unilateralmente.
El Consejo de Ministros de siete horas que aprobó el estado de alarma fue un compendio de la batalla que vendría después y aún no ha terminado entre los dos sectores del Gobierno: los que siempre optan por cerrar al máximo y regar de ayudas la economía, al coste que sea, y los que prefieren mantener todo lo posible la actividad económica y evitar un endeudamiento excesivo. “Keynesianismo de brocha gorda contra ortodoxia de garrafón”, ironiza un asesor de La Moncloa. El dilema entre la economía y la salud, que el Gobierno siempre niega, ha protagonizado todas las grandes discusiones desde ese primer día en el que estaba previsto aprobar dos anexos, uno de actividades prohibidas y otro de permitidas, y finalmente se eliminó el primero para evitar que la combinación de ambos fuera un confuso coladero. Pero el propio Ejecutivo es consciente de que el precario equilibrio pretendidamente buscado entre salud y economía ha sido dañino para la salud y dañino para la economía.
Ni siquiera bastó el estado de alarma: los ministros recuerdan los días siguientes como los peores de su vida. Desde sus despachos, en una ciudad fantasmal, solo se oían los sonidos de las ambulancias que les recordaban las dimensiones de la tragedia. Algunos rememoran con espanto el día en que el Ejército entró en las residencias y reveló un panorama dantesco de muertos abandonados y ancianos sin atención médica. A Illa se le cortó la voz el día de su despedida del Consejo de Ministros cuando recordó el momento en el que tuvo que dar la orden de que la gente no pudiera acompañar a los fallecidos en los entierros, para evitar más contagios. Y lo peor de todo: ninguno de los esfuerzos parecía servir para frenar el virus.
En el momento de decretar el estado de alarma, España acumula 292 muertos por covid. Una semana después esa cifra se ha multiplicado por cinco; y dos semanas después, por 20; supera ya los 6.200 fallecidos. El primer error de esta crisis fue minusvalorarla, considerarla una simple gripe, pensar que solo había que temer al miedo; el segundo error aparece cuando el Gobierno es consciente de que se ha quedado manifiestamente corto y se ve obligado a corregirse.
El jueves 26 de marzo, Illa comparece en el Congreso. Es un momento difícil para el Ejecutivo. Las comunidades autónomas empiezan a quejarse de que el Estado ha vaciado sus competencias. Las críticas de la oposición, que hasta ahora había cerrado filas con La Moncloa, se recrudecen, espoleadas por algunas informaciones que ponen en duda la respuesta del Gobierno ante la pandemia. Ese mismo jueves, EL PAÍS publica que las pruebas rápidas compradas por Sanidad en China tienen un funcionamiento defectuoso. Illa sale del paso, pero por la tarde recibe un mensaje alarmante de su equipo: los datos se desmadran.
Illa cita a Fernando Simón, a su segunda, Pepa Sierra, y a Miguel Hernán, un destacado epidemiólogo de Harvard reclutado como experto. Previamente han recibido un informe de varios científicos, entre ellos Antoni Trilla, en el que por primera vez aparece negro sobre blanco lo que más temen: la posibilidad de un colapso rápido en las UCI. “Con datos de Facebook y un modelo matemático creado para la ocasión, queda claro que si no se reduce un 60% la movilidad, las unidades de cuidados intensivos se saturarán en menos de 15 días. Hay que tomar una decisión: hibernar la economía, un confinamiento estricto, modelo Edad Media. Y hay que tomarla ya”, cuenta Illa.
El ministro llama a Sánchez: el presidente convoca una reunión telemática a la mañana siguiente, pero a la vez le pide a Illa que coteje esos datos con Telefónica y valide el modelo que han usado los epidemiólogos con el ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá. Los resultados son aún más alarmantes: “Había que reducir la movilidad en torno a un 75% o un 80% para evitar que las UCI se colapsaran en menos de 15 días”, recuerda Illa.
“Ese es el momento más delicado de toda la crisis”, explica el exministro. Hernán es demoledor frente a Sánchez. “Después de esa intervención tan contundente, no hay ningún presidente que pueda no tomar la decisión de hibernar la economía”, señala uno de los presentes.
Y el presidente la toma:
—Que se pare todo lo que se tenga que parar, y que se pare ya.
De nuevo, la batalla entre economía y salud se pone en marcha. Todo empresario importante que tiene acceso a algún ministro le llama: la industria pesada vasca presiona por tierra, mar y aire. Algunos sectores acuden directamente al presidente. La patronal está indignada. “No se puede parar la producción de un país. Esto es la ruina”, repiten desde Antonio Garamendi, líder de CEOE, hasta empresarios del máximo nivel que llaman a todos sus contactos. Varios ministros intentan salvar algunos sectores.
La política es el arte de aguantar las presiones. Pero esta vez es diferente. Es una ofensiva por todos lados. Los empresarios apelan a lo que más puede doler a un ministro: hay miles de empleos en juego. La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y Félix Bolaños, otra vez, están redactando un decreto destinado a paralizar el país mediante la fórmula de un permiso retribuido recuperable. Una especie de vacaciones forzadas en Semana Santa que los trabajadores devolverán poco a poco. Entran sin parar excepciones que envían todos los ministerios. Al llegar al Consejo de Ministros, al día siguiente, Sánchez explota.
—Ya está bien. Todos estamos recibiendo llamadas de empresarios. Los mismos que os llaman a vosotros también me llaman a mí. Vamos a parar todo menos lo esencial.
Después de esa hibernación, una especie de coma inducido al que se somete a la economía, los datos empiezan a bajar. Pero muy poco a poco. Y luego habrá una segunda ola, y otra tercera. Y el debate entre economía y salud sigue mientras se discute si habrá una cuarta. Un año después, el enemigo invisible sigue ahí.
Las grandes crisis convierten en posible lo imposible. El coronavirus puso el mundo patas arriba: la democracia y el capitalismo quedaron súbitamente en suspenso hace justo un año. Toda Europa aprobó leyes de emergencia, los parlamentarios se quedaron en casa, se prohibieron las manifestaciones, se retrasaron las elecciones y los partidos de la oposición, al menos en los países civilizados, cedieron toda la relevancia a Gobiernos en extraños pactos de unidad nacional patrocinados por una mezcla de miedo y de responsabilidad ante un enemigo invisible y mortífero. España no fue una excepción.
Dicen los psicólogos que solo recordamos las situaciones de planteamiento-nudo-desenlace: el problema es que, 12 meses después, el desenlace aún no se ha producido. Cuando iba a estallar la primavera de 2020, lo que realmente estalló fue una crisis sanitaria de inusitadas dimensiones; cuando va a estallar la primavera de 2021, esa crisis sigue con nosotros. “Lo primero que la peste trajo a nuestra ciudad fue el exilio”, apunta el narrador de La peste, de Albert Camus. Durante un año hemos tenido la oportunidad de hacernos una idea bastante exacta acerca de a qué se refería. El escritor George Perec, en La vida, instrucciones de uso pone en escena a un personaje que se dedica a enterrar palabras muertas: las recopila, las ordena, las declara oficialmente fenecidas, las sepulta en listas cuidadosas. Queda mucho, mucho tiempo para que coronavirus y covid-19 entren en esa lista.
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