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Ya no decimos “por los siglos de los siglos” o “de aquí a la eternidad”: la pandemia altera nuestra percepción del tiempo

Quintatinta (con fotografía de Getty Images)

Un día de invierno de 1953, Isaac Asimov hojeaba un viejo ejemplar de la revista Time de 1932 cuando en sus páginas vio una imagen de un hongo nuclear. Se quedó petrificado. Echando cuentas, aún faltaban 13 años para las explosiones de Hiroshima y Nagasaki. Después comprendió que esa imagen era en realidad la foto de un géiser. De esa confusión nació una novela de viajes en el tiempo llamada El fin de la eternidad, en la que se habla del siglo ciento cincuenta mil, donde hay muchas especies vivientes pero ninguna humana.

Ahora, por el camino que va de la declaración de la pandemia a los últimos desastres climáticos, nuestro reloj mental parece estar transformándose. Expresiones como “por los siglos de los siglos” o “de aquí a la eternidad” se nos antojan absurdas, y son cada vez más los que señalan que la flecha del tiempo es, en realidad, una cuenta atrás. Un estudio publicado en junio en la revista Time & Society reveló que el sentido del paso del tiempo ha cambiado drásticamente desde marzo de 2019, forzándonos de paso a revisar el pasado, el presente y el futuro. José Luis Villacañas, filósofo y director del Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid, está de acuerdo, y advierte de que vivimos un momento de sensación de aceleración temporal, algo que forma parte de nosotros. “No podemos vivir sin intentar adelantarnos al tiempo, sin pensar en formas de prevención ante un futuro que siempre es específicamente un riesgo”, dice.

El problema es la percepción de que es una aceleración desbocada, acentuada con la irrupción de la pandemia. “Vivimos en un momento clave donde, desde un punto de vista biológico, físico y social, se están redirigiendo las aceleraciones hacia lo digital, para tratar de dominar el futuro”, explica al teléfono el pensador. Y si no tomamos medidas, esta aceleración nos puede llevar al desastre al poner en tensión física y psíquica las realidades finitas, reflexiona el autor de Neoliberalismo como teología política (Ned Ediciones). El problema es que esa tensión “borra la idea de esperanza, donde solo persevera la noción de supervivencia, y donde el futuro se percibe como un gran almacén de catástrofes que viene hacia nosotros”, advierte Villacañas.

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Un presente eterno

Para el filósofo alemán Hartmut Rosa, la pandemia nos ha obligado a repensar usos y acciones automatizadas del tiempo. Por ejemplo, “nos hemos dado cuenta de que frenar las máquinas aceleradoras es una posibilidad política: los gobiernos pueden hacerlo. Esto fue una gran sorpresa, incluso para los sociólogos”, afirma. El problema es reactivar la idea de futuro: normalmente operamos en un horizonte temporal donde conviven la idea de pasado, presente y porvenir, un hilo frágil donde, a partir de nuestras experiencias, desarrollamos expectativas. Pero la pandemia ha hecho saltar en pedazos esa progresión temporal, y estamos ante una ruptura existencial donde “el tiempo se ha transformado en una sustancia lenta y espesa, sin dirección”, explica Rosa por correo electrónico. En este momento de reinicio de nuestras vidas, la transfiguración del tiempo en esa textura viscosa es una sombra que permanece en nuestra conciencia, y la incontrolabilidad básica del mundo es algo que guardaremos durante tiempo en la memoria, reflexiona el autor de Lo indisponible (Herder). Ya no nos creemos que el futuro sea más o menos predecible y nos sentimos atrapados en un presente eterno que no va a ninguna parte.

La percepción del tiempo ha cambiado desde marzo de 2020, pero nuestro reloj mental siempre está en transformación, recuerda el físico Carlo Rovelli. Ese reloj compartido entre humanos nos une en una visión común: el pasado es el orden y el presente es el absoluto desorden. Pero Rovelli cree que el futuro, tan desdibujado ahora, en algún momento reaparecerá de nuevo. Y nos adaptaremos, dice, porque nuestra vida es esencialmente un ejercicio de adaptación a las condiciones cambiantes. En esta premisa se muestra de acuerdo José Luis Villacañas, quien señala que el cambio solo puede venir de una transformación civilizatoria —”una batalla cultural decisiva”— donde entren en consideración formas de vida trazadas a partir de nociones como complejidad, diversidad y cooperación. Pero ¿estamos a tiempo?, ¿es eso aún posible? “Sí”, concede el filósofo, “el ser humano es un ser de flexibilidades extraordinarias y nunca olvida lo relevante, lo que ha tenido éxito en la historia, como el concepto de la ciudad o las comunidades cercanas”. El filósofo Hartmut Rosa tampoco cree que todo esté perdido. La experiencia dice que los humanos a veces “somos capaces de una acción política que cambie la temporalidad social, que frene y que habilite un sentido diferente de la vida”, concluye.

El cerebro es una máquina del tiempo

Probablemente estamos de acuerdo en que el tiempo es ese extraño elemento que somos capaces de contabilizar en nanosegundos, en siglos o recuerdos, pero que siempre se nos escapa. Podemos acordar que tiene al menos tres versiones: el tiempo objetivo o técnico —el del reloj, para entendernos—, el subjetivo o psicológico —el de nuestra psique— y el tiempo presente, ese flujo eterno. Pero ese conocimiento no nos ilumina a la hora de descifrar su misteriosa mecánica. Quizás porque es como pensarnos a nosotros mismos. Hay estudios como los del neurocientífico Dean Buonomano que atestiguan que el concepto del tiempo es en realidad el motor del cerebro, su código oculto. Gracias al sentido del tiempo, el cerebro piensa el pasado para predecir el futuro. El cerebro es en realidad una máquina del tiempo. Probablemente pensar hacia delante o atrás es una vieja obsesión. No en vano “tiempo” es el sustantivo más usado en el mundo, según el diccionario Oxford. Y esta novedosa y extraña percepción del tiempo de ahora —esa sensación de que hay que pararse a pensar si no queremos ir a toda velocidad hacia ninguna parte— quizás no es tan nueva. En 1994, Helga Nowotny explicó en su libro Time: The Modern and Postmodern Experience que ese no saber a dónde nos dirigimos comenzó cuando “el tiempo pasó a estar mercantilizado, comprimido, colonizado y controlado”, cuando el ritmo se hizo más importante que el destino. Pensemos en ello. En una escena de la serie Muñeca rusa —una versión noir de la película Atrapado en el tiempo sin rastro de romanticismo, en una desquiciada y eterna noche neoyorquina—, la protagonista Nadia Vulvokov dice: “¿Qué tienen en común el tiempo y la moralidad? La relatividad: todos son relativos a nuestra experiencia”. Sabiendo eso, ya tenemos edad para aprender a jugar con ventaja.

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