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Yablonska, la calle del horror de Bucha

Imagen tomada por satélite el 4 de abril de la Avenida Yablonska en Bucha.

Hay una calle de Ucrania que no requiere de soldados, sino un ejército de psicólogos. Un lugar del país donde fueron necesarias las armas, las municiones y los militares para enfrentarse a los rusos, pero que ahora, 20 días después de la retirada del último invasor, solo quiere hablar del horror vivido a cualquiera que le ponga un micrófono delante. A medida que regresan el agua y la electricidad, los casi tres kilómetros de longitud de la calle Yablonska se suman a otras avenidas tan simbólicas como el Bulevar Mesa Selimovica de Sarajevo o la Rue Maarad del Líbano. Este nombre forma parte ya de la historia de la infamia, por la cantidad de terror infligido en tan pocos días y tan poco espacio.

La calle Yablonska lleva el nombre de Tatiana Yablonska, la gran pintora ucrania fallecida en 2005, símbolo del poder cultural soviético. Desde el 27 de febrero hasta los primeros días de abril, cuando las tropas rusas se instalaron aquí, era la calle principal de Bucha, una localidad a 30 minutos de Kiev, hoy reducida a escombros. Caminar por los más de tres kilómetros de longitud es un paseo por todos los horrores imaginados más allá del conflicto bélico: ejecuciones, violaciones múltiples, saqueos, fosas comunes… Tras las muertes de unas 400 personas, la Unión Europea ha convertido el lugar y barrios adyacentes en la principal prueba de cargo para juzgar por crímenes de guerra a las tropas de Vladímir Putin.

En el número 220 de la calle Yablonska viven Liubov Volodimurina, de 65 años, y su hija Karina, de 20. Ahora que los tanques salieron de su jardín, comenzaron a hacer algo que entusiasma a los ucranios: poner flores. “Ahí estaban los francotiradores”, dice señalando la parte alta del edificio soviético en el que viven. Nos marcaron las cinco de la tarde como hora límite, pero cuando se emborrachaban disparaban a los coches o los cristales de las casas donde veían movimiento de cortinas. No atendía a razones, eran como zombis. El primer día dijeron que habían venido a liberarnos, pero a medida que pasaban los días y el Ejército ucranio atacaba más empezaron a ser más agresivos”, explica. Otro día empezaron a disparar a los vehículos, pero un vecino les dijo que los dejaran y le pegaron un tiro en el pecho. “Llevaban una cinta en el brazo reflectante, así que cuando veían algún movimiento disparaban”, recuerda. “Ni los nazis [que durante la II Guerra Mundial pasaron dos veces por Bucha, cuando iban hacia Moscú y cuando regresaron), hicieron tanto daño”, dice abatida con la pala en la mano.

Unos pasos más adelante, en el número 190, una pareja de ancianos que prefiere no dar su nombre repara la valla derribada. “Entraron aquí metiendo el tanque en el patio”, dice señalando las marcas del blindado en el suelo. Luego rompieron los cristales y abrieron la puerta de casa con un balazo que entró por la cerradura, recorrió la sala y se incrustó en una vieja cocina donde ahora hierve una sopa de tomate. Durante días el matrimonio limpió cascotes, cubrió con cartones las ventanas rotas, reparó el tejado y terminó de arreglar la chapa de la puerta. “No logro dormir por las noches. Pienso que van a aparecer en cualquier momento dando golpes. Sueño que me llevan con ellos, o que matan a mi marido”, dice al borde de las lágrimas.

Hace tres semanas, por la Avenida Yablonska, rebautizada como la “Avenida de los cuerpos”, no se podía caminar. El asfalto estaba salpicado de cadáveres y cubierto de postes eléctricos, cascotes y de tanques rusos calcinados y agolpados que retrataban una huida caótica. Hoy la calle luce despejada, pero sin vida.

Imagen tomada por satélite el 4 de abril de la Avenida Yablonska en Bucha.Maxar Technologies

En el número 173 vive Natalia, de 39 años, a quien tampoco le cuesta hablar. La suya es una de las historias duras por dos motivos: durante varias semanas ocho militares rusos se plantaron en su salón, baño y cocina y amenazaron con matarla cuando supieron que su marido era militar. La segunda es que sabe que tanta brutalidad se debió a que algún vecino dio el chivatazo de que ahí vivía un soldado ucranio. Precisamente los colaboracionistas que ayudaron al Ejército ruso se han convertido en la obsesión de las autoridades para localizar y juzgar por traición a la patria a los civiles que proporcionaron alguna información. “Revisaron el teléfono y descubrieron fotos de mi marido con uniforme y que había enviado información a sus superiores sobre la presencia rusa y le pegaron y ataron las manos. Cuando le obligaron a desnudarse, aprovechó un despiste y logró escapar. Entonces se cebaron conmigo y con mi hijo”, recuerda. “Dijeron que me fusilarían y así pasé varios días”. Mientras tanto, su marido pasó cinco días durmiendo a la intemperie hasta que llegó a Kiev y se entregó al Ejército y hoy está en el frente en un lugar que no puede revelar por razones de seguridad, explica. Natalia se salvó del fusilamiento, dice, cuando un superior le dijo: “no he matado a nadie en Siria y no quiero matarte a ti”. La mujer concluye: “Me asusto cuando oigo cualquier ruido, no puedo concentrarme y sospecho de todos mis vecinos. La vida que tengo ahora no es vida”.

La ocupación

A la altura del número 85 de la calle hay una construcción del Ministerio de Agricultura que los rusos utilizaron durante más de un mes como centro de comando. En el edificio de dos alturas con la entrada protegida con sacos de arena se hicieron interrogatorios y detenciones. Veinte días después de su marcha en el lugar quedan decenas de envases de comida preparada, unas botas y algunas cajas que sirvieron para guardar la munición. Entre los objetos abandonados hay un maletín con tubos de ensayo con químicos como DDT, sarín, gas mostaza, amonio o formalina y una máscara de protección contra todas esas sustancias. En una esquina del que fue el centro de control ruso hay botellas de vodka, coñac y Jack Daniel’s, evidenciando que el horror va por barrios.

A unos metros de ahí, en el número 65, una pareja de ancianos charla en la acera. Sin necesidad de forzar la conversación, Petro, ingeniero mecánico jubilado de la fábrica Antonov, señala el pozo donde durante cinco días estuvo metido su vecino asesinado. Ahí, dice estirando el brazo, estuvo otro cuerpo y ahí otro más, señala. Cuando habla de los peores momentos de la ocupación recuerda el día que fue al centro de comando ruso y vio a su vecino desangrándose. Nicolai se había encarado con los soldados y le habían cortado el miembro, dice abriendo las manos, “y todo estaba horrible por la sangre”. “Casi todos los rusos eran chechenos muy jóvenes, de 17 o 18 años”, añade.

Cuando abre las puertas de su casa, muestra un salón en el que se cuela el agua desde que un proyectil voló parte del tejado. “Me robaron comida y la televisión, pero ¿qué podía hacer yo?”, dice levantando los hombros. Cuando los baja, el cuerpo enclenque del ingeniero, de 72 años, rompe a llorar como un niño.

A pocos pasos de ahí, el número 17 de Yablonska, una de las pocas construcciones altas de la calle, es otra colmena de traumas. Gran parte de la fachada está destrozada y aquí murieron vecinos a los que los rusos asesinaron a corta distancia. Una vecina harta de periodistas rompe a llorar cuando enseña la tumba donde una madre y dos vecinos enterraron el cuerpo de su hijo. Se arriesgó a enterrarlo antes de que los perros empezaran a morderlo, detalla la mujer de pelo rubio que tampoco quiere dar su nombre. “Violaron a varias chicas. Todos los vimos. Las tocaron, las metían en los sótanos y se divertían abusando de ellas”, dice entre lágrimas. Hay calles que resumen una guerra y sótanos de los que jamás se sale aunque termine la contienda.

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