‘Yo, el supremo’: la búsqueda de la reelección en Latinoamérica

‘Yo, el supremo’: la búsqueda de la reelección en Latinoamérica

Por Víctor Diusabá Rojas / Connectas*

“La reelección presidencial indefinida no constituye un derecho autónomo protegido por la Convención Americana ni por el corpus iuris del derecho internacional de los derechos humanos”. Así, tajante y clara, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) cerró la puerta, con una opinión consultiva, a la posibilidad de que Evo Morales persista en su vieja intención de mantenerse por secula seculorum (los siglos de los siglos) al mando de los destinos de Bolivia.

El concepto de ese órgano principal y autónomo de la Organización de los Estados Americanos (OEA) se lee rápido, pero tiene bastante de largo y de ancho. En efecto, busca trazar límites tanto al propio Evo como a colegas suyos en la región que puedan compartir esas tentaciones. Al fin y al cabo, esa figura, la de reelección, siempre ha sido un objeto de deseo para los presidentes, aunque no siempre con finales felices para ellos ni para los países en los que pretendieron imponerla.

Antonio Asbún Rojas, constitucionalista boliviano, interpreta que “la CIDH señala en el tema de fondo que no existe un derecho humano a la reelección y que esta no puede darse por más de dos períodos, además de ser ellos de extensión razonable”. Y agrega que “la Comisión relaciona conceptos esenciales como derechos humanos, estado de derecho y democracia, y cuál es el fin de los acuerdos interamericanos respecto a estos temas”. Pero además que “es una opinión referida a todos los países de América Latina, que se nutre de experiencias de todo el mundo”.

Por su parte, en el portal Los Danieles, la constitucionalista colombiana Catalina Botero señaló al respecto que la CIDH hizo énfasis en que “la reelección indefinida afecta el funcionamiento del Estado de derecho, rompe gravemente las condiciones de igualdad en la contienda electoral, compromete el pluralismo político y desequilibra el sistema de pesos y contrapesos propios de la democracia”

El concepto de la CIDH convierte al caso de Evo en un paradigma, pero vale preguntarse hasta qué punto este revés del expresidente puede disuadir futuras aventuras reeleccionistas.

Esta historia puede remontarse a 2016 cuando Morales, ya con 10 años en el poder, convocó una consulta con la que pretendía alcanzar la reelección indefinida. Pero para su sorpresa perdió en las urnas, con lo que recibió un mandato popular que desobedeció con la complicidad de dos organismos judiciales: el Tribunal Constitucional y el Tribunal Electoral.

De ese modo el dirigente siguió adelante con su aspiración. Previa consulta del Movimiento al Socialismo (MAS), el Constitucional hizo una amañada lectura de la Convención Americana de Derechos Humanos, el Pacto de San José, y dictaminó que las reelecciones indefinidas efectivamente eran un derecho humano. Evo quedó habilitado, pero con su imagen maltrecha.

En esas condiciones, la primera vuelta de las elecciones presidenciales de octubre de 2019 resultó digna de poco crédito. Peor aún su desarrollo, lleno de irregularidades y de señalamientos de fraude. Cuando las matemáticas apuntaban a la victoria del candidato opositor, el escrutinio electrónico cesó durante un día sin explicación alguna de las autoridades electorales. Y cuando volvió a comenzar, Morales ganaba sobrado en primera vuelta.

Pronto explotaron protestas en varias ciudades, mientras el presidente denunciaba un intento de golpe de estado y enfrentaba las demandas de transparencia de Estados Unidos, la Unión Europea y vecinos como Argentina, Brasil y Colombia, entre otros. La OEA no tardó en confirmar lo que ya se sabía: las elecciones estaban tan manchadas que merecían ser anuladas. En medio del caos y con muertos en las calles, las Fuerzas Militares le quitaron el respaldo al presidente y le sugirieron renunciar. Abandonado incluso por antiguos copartidarios, Evo no tuvo más remedio que hacerlo.

Para ponerte en contexto: La difícil reconciliación boliviana

Ese debería ser el final de esta historia. Pero Morales sigue empeñado en eternizarse en el poder. Él no lo dice, pero sí corre sotto voce en los corrillos del MAS que para las elecciones de 2025 su candidato debe ser Evo Morales. O debería haberlo sido, si acatara la voz de la CIDH.

Por supuesto, sus opositores celebran las conclusiones de ese organismo internacional y llaman, en consecuencia, a que Evo y los magistrados de las altas cortes rindan cuentas por atentar contra la voluntad popular. Y por supuesto el expresidente y los suyos intentan descalificarlas.

Para ello recurren a dos líneas de acción. Una, argumentan que no hay en el pronunciamiento una mención exclusiva a Evo Morales y ni siquiera a Bolivia. La otra, que detrás de todo no hay más que un intento de la derecha de bloquearlo. Señalan que el presidente de Colombia, Iván Duque Márquez, pidió la opinión consultiva y que en todo gravita la deteriorada relación entre Evo y el uruguayo Luis Almagro, secretario general de la OEA. Ésta pasó del amor al odio cuando el funcionario condenó en 2019 al entonces presidente por el manejo amañado de las elecciones.

Pero, ¿qué tantos dientes tiene la opinión consultiva?

El experto Mariano Rodrigo Navas Escribano hizo un trabajo para la Universidad de Alcalá sobre los efectos jurídicos de las opiniones consultivas de la CIDH. Según éste, esa función tiene naturaleza judicial, “no solo porque emana de tribunal internacional, sino por el uso ordenado de las fuentes del Derecho Internacional y el respeto de sus normas para emitir una opinión jurídica”.

Sin embargo, el mismo autor aclara que “ni los académicos ni los propios jueces consideran que las opiniones consultivas generen efectos vinculantes para los Estados y las Organizaciones Internacionales, ni tampoco que sean de obligatorio cumplimiento”, aunque señala que tampoco son papel mojado. Según él, en todo caso tienen “importantes efectos morales” y “ayudan a que la protección de los Derechos Humanos progrese en el hemisferio americano y, sobre todo, que en contacto con otras fuentes del Derecho Internacional, tanto principales como auxiliares, coadyuvan a la creación de normas jurídicas con efectos jurídicos vinculantes para los Estados, por ejemplo en forma de costumbre internacional”.

Para otros, como Asbún, el Estado boliviano, como cualquier otro que haya suscrito el Pacto de San José está obligado a respetar esta interpretación, “al pronunciarse el órgano competente para determinar lo que dice la Convención Americana”.

Con esto quedan claras dos cosas que al final resultan ser una sola. Una, que Evo Morales ha perdido una batalla pero sería apresurado decir que está fuera de combate. La otra, que tanto él como otros que se le parecen estarán dispuestos a dar luchas similares.

¿Y quiénes son ellos, esos probables supremos que se atreverían a tanto para reeditar la vieja historia de los caudillos interminables de América Latina? En el actual panorama hay al menos dos confirmados, Daniel Ortega, en Nicaragua, y Nicolás Maduro, en Venezuela. A ellos se les podría sumar Jair Bolsonaro, quien ya advirtió que las elecciones presidenciales en Brasil no son “confiables”, ante la posibilidad de perder ante el candidato más opcionado, Lula da Silva.

Y su similar de El Salvador, Nayib Bukele, se aproxima a toda velocidad a unirse a ese dudoso club. Al menos de eso habla el borrador inicial de la nueva Constitución que anda empujando. Esta amplía el mandato presidencial a seis años y crea un nuevo tribunal electoral. Además, disminuye el intervalo entre la reelección de dos a un período, lo que no suena mal para un hombre de 40 años. De hecho, muchos temen en El Salvador, apoyados en el accionar poco democrático del presidente, que este sea el preámbulo de la reelección indefinida.

Este concepto, en realidad, nació en Iberoamérica casi al mismo tiempo con la independencia y permeó durante el siglo XIX a casi todos los países. Como México, donde por ejemplo Porfirio Díaz alcanzó siete períodos, con cortos intervalos, desde 1876 y solo salió 35 años después, cuando lo derrotó la revolución en 1911. Desde entonces y hasta nuestros días ese país tiene un lema oficial, aunque dudoso: “Sufragio efectivo, no reelección”.

La fiebre reeleccionista contemporánea comenzó en 1993 en Perú con Alberto Fujimori, y un año después con Carlos Menem en Argentina. Y tras ellos sobrevino un aluvión del que formaron parte Brasil, Venezuela, República Dominicana, Colombia, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, entre otros.

Para conseguirlo, sus promotores han recurrido a fórmulas sorprendentemente similares. Casi todos, apoyados en una alta popularidad y alguna bonanza ocasional, mueven sus fichas en escenarios legislativos que dominan, mientras alegan que un período no les alcanza para hacer verdaderas transformaciones. Ese ‘Estado de Opinión’ les garantiza el éxito de la empresa a la que, por lo general, destinan millonarios recursos públicos.

La receta tampoco sabe de ideologías ni de extremos. Por eso, en su momento, le sirvió igual a Rafael Correa en Ecuador o Hugo Chávez en Venezuela que a Álvaro Uribe en Colombia, que enfilaron sus baterías contra el sistema judicial. Porque como dice a CONNECTAS Carolina Villadiego Burbano, asesora Legal para América Latina de la Comisión Internacional de Juristas, “la pérdida de confianza en la justicia puede fomentar que gobiernos autoritarios, independientemente de la ideología que estos tengan, aprovechan esta circunstancia para debilitarla aún más, quebrar su independencia y concentrar poder. Esto quiebra la democracia en un país”.

Y a eso se agrega el culto al personalismo, al que también se refiere Javier Corrales, profesor del Amherst College de Massachusetts en un estudio sobre la reelección. Los presidentes y, a la vez candidatos, utilizan sus auras de supuestos mesías para sacar ventaja desde el mismo partido frente a los demás candidatos.

Así mismo, cuando los impedimentos se les atraviesan, echan mano de inventivas muy particulares. Pasó en Argentina, Guatemala y Honduras con la llamada ‘reelección conyugal’. En el país del sur prosperó: Néstor Kirchner se las ingenió para dejar en el mando a su mujer, Cristina. En Centroamérica, Álvaro Colom también quiso hacerlo con la entonces primera dama, Sandra Torres, pero la Constitución lo prohibía. Sin rubor, se separaron para hacerle el quite. Al final, la justicia les negó esa posibilidad. Manuel Zelaya en Honduras lo intentó con su cónyuge (Xiomara Castro), pero la gente les dijo no en las urnas.

Pero, ¿es tan mala la reelección y cuáles son sus verdaderos riesgos? Las consecuencias van desde frustrar la renovación generacional de los dirigentes hasta promover el caudillismo y destruir las instituciones, a tiempo que permite a los beneficiarios convertir a sus naciones en sus empresas privadas entregadas a la corrupción.

Este fenómeno de la reelección indefinida tiene desde su génesis un carácter muy personal. Ya en 1814 el paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia (el enigmático ‘Doctor Francia’) proclamaba su calidad de insustituible para quedarse en el poder entre 1814 y 1840. Su figura premonitoria inspiró a su paisano Juan Roa Bastos para escribir su magistral novela ‘Yo el supremo”.

El ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva dijo hace años de esos ‘supremos’ que “cuando un líder político empieza a pensar que es indispensable y que no puede ser sustituido, comienza a nacer una pequeña dictadura”. Solo que ahora Lula quiere ir por un tercer mandato, en otro rasgo de los partidarios de la reelección: antes fueron sus enemigos y después se casaron con ella.

 

*Periodista y escritor bogotano. Miembro de la Mesa Editorial de CONNECTAS. Es egresado de la Universidad de La Sabana, con máster en Claves del Mundo Contemporáneo de la Universidad de Granada, en España. Ha sido jefe de la oficina de el diario El País de Cali en Bogotá, jefe de redacción de El Espectador, editor general de la agencia nacional de noticias Colprensa, editor del Grupo Nacional de Medios, director de Semana.com, editor general de Semana Rural y consultor estratégico de comunicaciones del Programa Colombia Responde.




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