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Yo me voy al campo, este domingo, en ‘El País Semanal’

Carola es una niña de tres años que acaba de descubrir su amor por los tractores. Vive desde julio en Arboleya, una aldea asturiana de 30 vecinos. Antes vivía en Tetuán, un distrito de Madrid de 161.000 habitantes. Su hermano, Tomé, tiene seis años y le gusta la aldea porque aquí puede jugar. Hoy ha comido cocido. Hace frío y Tomé sopla pompas de jabón al aire limpio de invierno.

—En Madrid también podías jugar.

—Sí, pero aquí puedo salir a jugar solo.

En Ollauri (320 habitantes; La Rioja) ha reabierto la escuela con la llegada de varios niños. Héctor, un crío de largas pestañas y ojos de alma honda, es uno de ellos. Tiene nueve años y vivía en un décimo piso en Alcorcón. Durante la pandemia sus padres tuvieron que llevarlo al psicólogo porque creía que se iba a morir. En septiembre se mudaron al pueblo. Una mañana de diciembre, estaba en su pupitre haciendo con sus nuevos compañeros de primaria un árbol compuesto de cartulinas en las que escribían sus deseos navideños.

—¿Tú qué has pedido?

—Que nadie de mi familia se muera. Y de segundo, el Cortex Challenge, un juego de memoria.

 En el mundo urbano, irse al campo siempre ha sido un ideal de fuga hacia la buena vida, y nunca la ciudad nos había apresado como con la pandemia. Algunos ya han elegido escaparse. ¿Estamos en un momento de cambio o ante el eterno retorno de la quimera rural?


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