Hace veintiún años que Ismael Beiro abandonaba el piso compartido más famoso de España convertido en una estrella con fecha de caducidad (es decir, en una enana marrón). En Gran Hermano no había gran cosa que hacer; sin televisión y sin lectura los concursantes se dedicaban a esa condena terrenal que es convivir. Una casa con unas personas haciendo nada. Pero un día alguien robó un yogur. Nada del otro mundo. El yogur cremoso que uno guarda con celo para comerlo después de una tarde agotadora. Ese yogur. El latrocinio final. Se montó la de Dios es Cristo. Y todo el mundo conectó con Gran Hermano. ¿Por qué? Porque a todos alguna vez nos han robado ese delicioso último yogur.
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Pero veintiún años después, los realities son algo muy distinto. Lejos de la pureza del J’accuse del postre lácteo, se diluyen en tramas complejas que arrancan todas con la intensidad del “maldita lisiada” de la telenovela María la del barrio. Lo importante es que odies a uno de ellos lo bastante como para sintonizar el programa. Ya es incomprensible un programa en el que no haya, al menos, una persona llorando en directo. La emotividad ha sustituido a la aventura.
En la transición entre los programas de anónimos y los de famosos hubo un concursante (famoso presentador de televisión) que se plantó en África ¡a sobrevivir! Pescar peces con las manos, recoger agua con hojas de palma, encender fuego con dos palos, hacer una radio con dos cocos… El presentador coge un avión para protagonizar El libro de las tierras vírgenes y acaba de secundario en Que usted lo mate bien. Peripecias sin anagnórisis o, lo que es lo mismo, chorradas sin cuento. Y esto es lo que hemos perdido: las ganas de maravillarnos. O volvemos a las tierras vírgenes o quedaremos condenados a escuchar a Olga Moreno desmentir que tiene piojos.
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