10 años de Fukushima: golpe a la reputación de una energía en retroceso


Japón era uno de los mejores escaparates de la energía nuclear en el mundo. Era una democracia consolidada y un gigante tecnológico en el que casi el 30% de su electricidad provenía de sus centrales nucleares cuando hace diez años se produjo el accidente en la planta de Fukushima Daiichi. El gran tsunami de aquel 11 de marzo de 2011 dañó parte de la central, los sistemas de seguridad fallaron y se desencadenó un gran accidente del que la zona no se ha recuperado. La mayoría de los reactores de Japón siguen parados desde entonces y apenas el 7,5% de la electricidad proviene ahora de las plantas nucleares. En el resto del mundo, la enorme ola golpeó la reputación de una tecnología que ya estaba experimentando un retroceso antes del accidente de Fukushima, el peor en unas instalaciones de este tipo desde el registrado en 1986 en Chernóbil (Ucrania).

La producción mundial de electricidad en las plantas nucleares se redujo considerablemente en los dos años que siguieron al siniestro. Y, aunque a partir de 2013 comenzó a remontar, todavía no ha alcanzado los niveles previos a la catástrofe, según los datos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). Eso en términos absolutos. Porque en términos relativos el protagonismo de la nuclear no se ha recuperado. Algo más del 10% de la electricidad mundial se genera hoy en los reactores nucleares; en 2010, era el 12,8%.

La cuota máxima se alcanzó en 1996, con un 17,5% de la electricidad mundial procedente de estas plantas; a partir de entonces se produjo un descenso sostenido vinculado al cierre de los reactores más antiguos. “La industria nuclear había entrado en crisis mucho antes del 11 de marzo de 2011″, opina Mycle Schneider, activista medioambiental y un consultor de políticas energéticas que desde hace años realiza un seguimiento de la evolución de la industria nuclear en el mundo. “Crisis ya no es una palabra adecuada. La energía nuclear se ha vuelto completamente irrelevante en el mercado de la tecnología eléctrica. Desaparecerá, es solo cuestión de tiempo”, vaticina el experto.

La Agencia Internacional de la Energía (AIE) no habla ni mucho menos de desaparición de esta tecnología a medio plazo —de hecho, en algunos informes incluso ha instado a los países a impulsar la instalación de nuevos reactores―, pero sí apunta a un estancamiento y a una pérdida relativa de peso. Para 2040, los analistas de la AIE prevén que la energía generada por los reactores apenas será un 3% más que la de 2019 si se construyen todos los reactores previstos ahora. Ese leve aumento y el potente crecimiento de las formas limpias de producir electricidad —eólica y solar, principalmente— harán que la nuclear siga perdiendo cuota, hasta caer al 8% en 2040, según esta misma agencia.

“El accidente de Fukushima aumentó la percepción de riesgo de esta tecnología”, recuerda Pedro Linares, ingeniero industrial y codirector del grupo de análisis Economics for Energy. “En determinados casos, como Alemania o Suiza, aceleró el cierre de reactores”, añade. Pero, al igual que Schneider, Linares cree que existía ya una “tendencia de fondo” que llevaba a la pérdida de presencia de la energía nuclear en el mundo.

“A todos nos pasó, incluso a los que trabajamos en este sector”, rememora Juan Carlos Lentijo, director general adjunto y jefe del Departamento de Seguridad Nuclear de la OIEA, el estupor ante el accidente de Fukushima. “Al principio, no podíamos entender muy bien que esto estuviera ocurriendo y que además estuviera ocurriendo en Japón, un país altamente desarrollado con capacidades indudables para prevenir este tipo de situaciones”, recuerda.

Lentijo fue uno de los expertos internacionales encargados de analizar las causas de aquel accidente y de incorporar las lecciones aprendidas de aquel siniestro. Y, una década después, tiene claro que el detonante del accidente de Fukushima no fue tanto el tsunami, sino la “autocomplacencia”.

“En Japón pensaban que las instalaciones, los sistemas de seguridad, eran tan robustos que podían aguantar prácticamente todo. El accidente demostró que esto no es así”, apunta el experto. “Fue infantil pensar que era es tan sólido que no iba a fallar”, recalca. Entre las lecciones que este alto cargo de la OIEA extrae del siniestro está el peso ganado por la denominada ”cultura de seguridad”, es decir, la necesidad de dar “la máxima prioridad a la seguridad” a través de la puesta en marcha de “sistemas activos para la identificación de problemas”.

¿Puede repetirse un accidente similar? “Espero que no. Tengo confianza en que hemos aprendido lo suficiente. Pero accidentes pueden ocurrir. Ni todas las tecnologías ni todos los procesos que el hombre inventa son perfectos. El riesgo cero no existe en nada”, sostiene Lentijo.

Treinta países —entre los que figura España, donde alrededor del 20% de su electricidad procede de sus cinco centrales en activo― tienen en estos momentos reactores operativos. En 2019, el último año del que tiene datos cerrados la OIEA, había 433 —una central puede tener varios reactores—. Estados Unidos, con 96, es el que cuenta con un mayor número. Pero es Francia el país más dependiente de esta tecnología: más del 70% de su electricidad proviene de sus 58 reactores.

En Alemania, a 9.000 kilómetros de la central de Fukushima, el tsunami de 2011 generó otra fortísima reacción: tres meses después del accidente la mayoría del Parlamento aprobó el cierre de todas sus plantas nucleares a finales de 2022. En ese momento, el 22% de la electricidad en Alemania era de origen nuclear. En 2019 ya había caído al 12% y Patrick Graichen, director del grupo de análisis Agora Energiewende, afirma que no habrá marcha atrás y que el cierre se consumará en la fecha prevista. “No hay un clima político que permita revocar esta decisión”, dice.

“El accidente de Fukushima puso sobre la mesa la cuestión de la seguridad de la energía nuclear y si es necesario arriesgarse a este tipo de accidentes catastróficos para el suministro de energía. La opinión pública alemana respondió con decisión que no lo es”, sostiene el director de Agora Energiewende, una organización que intenta impulsar la transición energética en su país. Lentijo, por su parte, opina que cada sociedad tiene que hacer un balance en su aceptación final: sobre qué se arriesga y qué se obtiene. Este experto apunta que en algunos países asiáticos la aceptación de la energía nuclear “está en niveles bastante altos”. Se refiere, principalmente, a China, que es la otra cara de la moneda ahora mismo.

“Esta es una historia de China y el resto del mundo”, afirma el activista Schneider. “China es el único país que tiene un programa de construcción nueva importante”, añade. Según sus datos, en 2020 se inició la construcción de cinco reactores nucleares en el mundo, y cuatro están ubicados en el gigante asiático. Según la OIEA, en estos momentos hay en construcción en el mundo medio centenar de reactores. Pero los análisis que maneja la organización a la que pertenece Schneider consideran que en, al menos, 33 del medio centenar de casos las obras acumulan retrasos. En el 15%, el inicio de la construcción se remonta a hace una década o más.

Más allá de los problemas que supuso el accidente de Fukushima, la energía nuclear en el mundo se enfrenta a un problema mucho mayor, según los expertos consultados para este reportaje: el alto coste de construir las centrales y el de manejar unos residuos cuya peligrosidad perdura cientos y cientos de años y para los que no se ha encontrado aún una solución satisfactoria. Lentijo lo explica así: “La energía nuclear solo tiene sentido y solo se puede producir en un país si hay un apoyo del Estado. Es una energía de Estado, porque requiere que la cuenta de resultados sea importante, pero que más allá de eso se priorice la seguridad; requiere que haya un consenso en no negociar seguridad”.

Tras el accidente de Fukushima, se produjo un despegue de las energías renovables en el mundo. Y una tremenda caída de los costes de la generación de electricidad a través de las tecnologías solar y eólica. “Competitivamente y económicamente no tiene sentido la construcción de centrales [nucleares]”, sostiene Raquel Montón, activista antinuclear de Greenpeace. “Los proyectos solo avanzan cuando hay detrás apoyo de los países”, añade. Graichen indica que “las nuevas energías eólica y solar son mucho más baratas que las nuevas nucleares, incluso en combinación con el almacenamiento, y cada año lo son más”.

Es difícil encontrar en el sector energético alguien que piense que el futuro no será renovable. Pero el lobby del sector nuclear pelea desde hace años por reivindicarse como un sector libre de emisiones de gases de efecto invernadero, porque, ciertamente, no genera dióxido de carbono al producir electricidad. Cuando se estaba gestando el Acuerdo de París en 2015, el sector presionó para que se incluyera alguna mención al papel que podía jugar en la descarbonización la energía atómica. Y en las cumbres del clima que se celebran anualmente el sector también intenta que se muestre el respaldo explícito a esta tecnología. Linares recuerda que en el informe de 2018 del IPCC —el panel de científicos que asesoran a la ONU— se apuntaba a que la nuclear podría contribuir a la consecución del ambicioso objetivo de que el aumento de la temperatura se quede por debajo de los 1,5 grados.

Pero lo que se busca ahora mismo es la pareja de baile ideal de las renovables, que no pueden garantizar un suministro estable de electricidad al depender de que haga sol o viento. Se necesitan otras tecnologías que complementen a estas renovables y que puedan ser gestionables. Y esa no es la principal característica de las nucleares, que generan electricidad de forma constante. “La capacidad limitada de regulación complica su futuro”, dice Linares sobre estas centrales.

“Invertir en nuevas nucleares no tiene mucho sentido económico ahora mismo en términos generales”, añade Linares. Otra cosa es el debate sobre qué hacer con las nucleares ya existentes. Las plantas se suelen construir con una vida de diseño de unos 40 años. Pero eso no significa que no puedan seguir operando más allá si se realizan las obras de mejora necesarias, que sí suelen ser rentables porque la gran inversión inicial ya está amortizada.

El de la ampliación o no es el gran debate nuclear ahora. “Hay sobrada experiencia en prolongar la vida más allá de los 40 años”, explica Lentijo sobre las implicaciones para la seguridad de acometer ese proceso. De los 433 reactores operativos que tiene contabilizados la OIEA, el 44% está entre los 31 y 40 años, es decir, en el momento en el que los gobiernos tienen que decidir si se les permite ampliar la vida o no.

En España el accidente de Fukushima no tuvo un efecto inmediato sobre su parque nuclear. El PP, que gobernó entre 2011 y 2018, buscó ampliar la vida de las centrales. Pero quienes finalmente están autorizando esas ampliaciones son el PSOE y Podemos, que rechazaban ese escenario cuando estaban en la oposición.

Si se cumpliera la regla de los 40 años, España se quedaría sin centrales nucleares en activo en 2028. Pero hace un par de años la actual vicepresidenta cuarta, Teresa Ribera, acordó con las compañías eléctricas —Iberdrola, Endesa y Naturgy, propietarias de las plantas— un calendario de cierre. Ribera permitió que las plantas puedan superar las cuatro décadas, pero a la vez logró un compromiso para que ninguna supere los 50 y para que la última eche el cierre en 2035. Si se cumple ese calendario, en ese momento España, como ocurre en muchos países en los que no hay planes de construcción de nuevas instalaciones, se despedirá de la energía nuclear, una tecnología en retroceso en el mundo.

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