11-S: el atentado que desconcertó a la literatura

No sería exagerado decir que la literatura norteamericana entró en el siglo XXI con Las correcciones, de Jonathan Franzen, publicada unos días antes de que tuvieran lugar los atentados del 11 de septiembre de 2001. Leído retrospectivamente, el comienzo de la novela encierra un lúgubre presagio: “La locura de un frente frío que barre la pradera en otoño. Se palpaba: Algo terrible estaba a punto de ocurrir”. Y efectivamente, ocurrió. Dos semanas después del atentado, Susan Sontag publicó un durísimo comentario en The New Yorker que concitó la ira de sus conciudadanos. Sontag calificó el ataque como una “dosis monstruosa de realidad” e invitó a sus compatriotas a tomar conciencia de la violencia que probablemente se perpetraría en el futuro en nombre de ellos. “Lamentémonos juntos pero no seamos estúpidos juntos”, sentenció. Traumatizados por lo que había sucedido, sus lectores no aceptaron el veredicto.

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Hubo otras reacciones de interés. Desde su casa de Brooklyn, Martin Amis escribió: “Después de pasar una hora sentados en su escritorio, la mañana del 12 de septiembre de 2001 todos los escritores del planeta consideraron a regañadientes la posibilidad de cambiar de oficio”, y precisó: “De la noche a la mañana la obra en la que estaban trabajando quedaba reducida a un balbuceo lamentable… Un sentimiento de futilidad gangrenada había infectado la escritura”. Estos comentarios no eran más que síntomas de que había dado comienzo un intenso proceso de autorreflexión colectiva, tal y como lo vivieron los escritores cercanos a la escena del atentado.

La primera respuesta de envergadura, cuidadosamente meditada, llegó en diciembre de aquel mismo año de la mano de un neoyorquino del Bronx a quien muchos consideran el mejor novelista americano vivo, Don DeLillo. En un ensayo titulado En las ruinas del futuro, DeLillo caracteriza la destrucción de las Torres Gemelas como “un fenómeno del que es imposible dar cuenta y que sin embargo está tan circunscrito al poder de los hechos objetivos que no es posible inclinar la balanza del lado de nuestras percepciones”.

El escritor Don DeLillo, fotografiado en Nueva York en 2011.
El escritor Don DeLillo, fotografiado en Nueva York en 2011.pascal perich

Sobre la imposibilidad de razonar de manera equilibrada acerca de lo sucedido, Ian McEwan afirmó: “La realidad americana siempre supera con creces a la imaginación. Ni las mejores mentes, los mejores o más oscuros soñadores de desastres a escala gigantesca, desde Tolstói y Wells hasta Don DeLillo habrían sido capaces de darnos el equivalente de la pesadilla que vimos por los canales de noticias de televisión ayer por la tarde”, puntualizó McEwan al día siguiente de la tragedia.

Han pasado 20 años y los escritores de ficción están aún intentando metabolizar lo sucedido y lo más probable es que tengan que pasar años antes de que se aposente. La gran novela del 11-S, el equivalente, de lo que hizo Denis Johnson con Vietnam en Árbol de humo, no ha llegado. Tal vez no lo haga nunca. El vigésimo aniversario ha levantado una polvareda que no ha hecho más que confundir las cosas, aunque ello revela la extraña necesidad que tiene el mundo de volver a lo que sucedió en Nueva York.

La escritora Claire Messud, en 2014.
La escritora Claire Messud, en 2014.Ulf Andersen / Getty Images

Las primeras obras de ficción dignas de ser recordadas aparecieron en 2005. Ese año Jonathan Safran Foer publicó una novela con una fuerte carga emocional, Tan fuerte, tan cerca, y el propio Ian McEwan logró dar forma a sus sentimientos de manera magistral en Sábado. Un año después, en 2006, Claire Messud publica una buena radiografía del estado mental creado por el 11-S en Los hijos del emperador, mientras que John Updike fracasaba estrepitosamente en su intento de entender la mentalidad del otro en Terrorista. La mejor novela de ese año no trata directamente el tema de los atentados, pero es consecuencia directa de ellos, según afirmó expresamente su autor. Se trata de la posapocalíptica La carretera, de Cormac McCarthy, uno de los dos autores estadounidenses de quienes se puede decir que brillan a la altura de DeLillo (el otro es el inefable Thomas Pynchon).

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El centro de gravedad moral regresó a Don DeLillo con la publicación en 2007 de El hombre del salto, novela que nos recuerda lo interconectadas que están nuestras vidas. Una muestra del conmovedor poder de su prosa: “Había muertos por doquier, en el aire, en los escombros, en las azoteas de los edificios circundantes, en las ramas que arrastraba la corriente del río, convertidos en ceniza que se adhería como la lluvia a las ventanas, a las calles, al pelo y a la ropa”. No es su mejor obra, pero tiene la rara virtud de mostrar al desnudo la capacidad para ahondar en el ámbito del sentimiento de un maestro caracterizado por la glacial belleza de su estilo. Una novela que merece mencionarse es Netherland (2008), retrato de la ciudad herida en los años posteriores a los atentados, aunque su realismo convencional sacaba de quicio a Zadie Smith, partidaria de opciones narrativas más arriesgadas.

Ian McEwan, en 2019.
Ian McEwan, en 2019.David Levenson / Getty Images

Sin duda, una de las mejores novelas sobre el 11-S es Que el vasto mundo siga girando (2009), de Colum McCann, que capta la poesía que irradia sobre la ciudad el momento en que Philippe Petit atravesó la distancia que separaba las torres destinadas a desaparecer, captando con sutil eficacia el alma de Nueva York en la década de los 70.

Entre las novelas que han logrado aproximarse desde otras perspectivas al día de los atentados destaca Frankestein en Bagdad, del escritor iraquí Ahmed Saadawi. Traducida al inglés en 2013, se trata de un contrapunto necesario para contrarrestar el excesivo ombliguismo de la visión estadounidense. Ese mismo año, con ácida ironía e infinita agilidad, Thomas Pynchon publica Al límite. Aunque, fiel a su leyenda, lo hizo desde la sombra, no podía faltar a la cita con la ciudad con motivo de uno de los episodios más dolorosos de su historia.

No ha habido demasiadas incursiones narrativas dignas de destacar en años más recientes. Una de ellas, aunque su acercamiento es tangencial, es Mi año de descanso y relajación (2018), de la deletérea Otessa Moshfegh. Para terminar, un concepto interesante, el de “semificción” tal y como lo practica Ayad Akhtar en Homeland Elegies (2020), libro que se anuncia como “novela” (¿novela como memoria o memoria como novela?). La lista de los títulos de no ficción, huelga decirlo, es inabarcable, pero, paradójicamente, para acotar un suceso que los propios novelistas caracterizan como inimaginable probablemente no haya arma más eficaz que la ficción pura.


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