Manuel Navas Fuentes, un octogenario que pasó casi toda su vida laboral en la fábrica de uranio de Andújar, es uno de los pocos testigos vivos de la que fue la primera instalación radiactiva del país. También conoció allí a su mujer, Manuela López, que ahora necesita una silla de ruedas para moverse. “Le dije que si no dejaba la fábrica no me casaba con ella, ya entonces intuía el peligro de estar en ese lugar”, recuerda Navas, afectado de artrosis y de otras dolencias que él achaca a la exposición al uranio que sufrió durante más de dos décadas.
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De los 126 operarios de la “nuclear”, como era conocida esta escombrera que permanece enterrada en las afueras de Andújar (Jaén), apenas sobreviven una decena. La mayoría de ellos han muerto por distintos tipos de cáncer. Este 15 de julio se cumplen 40 años del cierre de la fábrica y, desde entonces, sus antiguos empleados y familiares aún esperan ser resarcidos. Según dicen, por haber trabajado sin protección alguna durante años y haber sido utilizados como conejillos de indias. La Justicia les denegó el reconocimiento de enfermedad profesional, pero siguen intentando ser compensados por la vía política.
Manuel Navas, las hermanas Cándida, Rafaela y María Labella —hijas de un empleado ya fallecido—, Antonio Expósito y Juan Expósito —ambos familiares de otros afectados— se reencuentran después de muchos años en los aledaños de la instalación, que estuvo abierta desde 1959 a 1981, gestionada por la antigua Junta de Energía Nuclear. La fábrica trataba mineral de uranio para la obtención de concentrado de óxido de uranio con una pureza del 80% al 90% que era utilizado como combustible en las centrales nucleares de Zorita (Guadalajara) y Garoña (Burgos). Este material gastado era reprocesado posteriormente para su uso como combustible en otros reactores atómicos de Francia o Estados Unidos.
No fue hasta 1991 cuando se iniciaron los trabajos de desmantelamiento, que culminaron en 1995 después de enterrar la fábrica en su totalidad, y con ella 1,2 millones de toneladas de basura nuclear, bajo un enorme montículo de tierra. Los empleados cuentan que no fueron realmente conscientes del peligro de la radiactividad en su puesto de trabajo hasta que vieron con sus propios ojos cómo quedaba sepultado todo el paisaje que les había acompañado durante décadas: desde los árboles de los alrededores hasta las mesas y las sillas que ellos utilizaban.
“Al principio, trabajábamos sin protección alguna, solo cuando venía alguna visita nos ponían unos monos y unas batas blancas”, asegura Manuel Navas que, tras el cierre de la instalación, fue trasladado unos años al centro de almacenamiento de residuos de El Cabril, en Hornachuelos (Córdoba). Según él, nunca supieron el peligro que corrían, pues el dosímetro que portaba cada uno para medir la radiación siempre daba resultado negativo “porque estaban manipulados”. También lamenta que se vieran obligados a lavar la ropa de trabajo en su propio domicilio, “y siempre salía amarilla al lavarla”.
María Labella rememora cómo iba con sus hermanas a llevar el bocadillo a su padre desde el poblado de las Vegas de Triana. “Mi padre falleció poco después de cerrar la fábrica de un cáncer de próstata y hace dos años, al morir mi madre, abrimos el nicho para enterrarlos juntos y vimos que toda su ropa estaba amarillenta”, cuenta.
“La exposición de los obreros a la radioactividad se daba en dosis muy superiores a las permitidas por cualquier manual de seguridad”, señala Juan Antonio Muñoz Castillo, doctor en Historia Contemporánea y autor de un estudio sobre la fábrica de uranio. En su opinión, a partir de 1970, cuando se conoce el primer fallecimiento de un trabajador por causas oncológicas, “comenzaron a manifestarse en los trabajadores los primeros síntomas de su exposición constante durante su jornada laboral, no solo al polvo desprendido de la trituración y lavado químico de los minerales, sino también a las ingentes dosis de radioactividad, y tras ese primer fallecimiento se produjo un goteo de muertes lento, pero constante”.
A juicio de Muñoz Castillo, el tratamiento en esta instalación del uranio de los cercanos yacimientos de Navalasno, Montealegre, Raso de los Machos y la Virgen “es la historia de una cadena de errores, que pese a posteriores intentos por paliarlos llevaron a una tragedia humana y social imposible de borrar por más versiones oficiales que se pretenden difundir en el momento en que no queden testigos de la misma”.
Sin embargo, ha pasado ya una década desde que la Justicia cerró la puerta a la pretensión de los trabajadores de la fábrica de que se les reconocieran como enfermedad profesional sus dolencias por distintas patologías asociadas a su exposición al uranio durante 22 años, al no ver una relación directa entre sus afecciones y su actividad laboral. Primero fueron los Juzgados de lo Social y más tarde el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) los que desestimaron las más de 80 demandas interpuestas; solo hubo cuatro excepciones: las de dos viudas, un antiguo empleado y uno de los directivos. El abogado de la asociación de extrabajadores, Manuel Ángel Vázquez, aportó un informe científico avalado por la Junta de Andalucía donde se constataban los “daños en aparato respiratorio, en riñones y aparato excretor, daños inmunológicos, hematológicos, metabólicos y una mala percepción de la calidad de vida asociada al estado de salud” por gran parte de la plantilla.
La defensa de los trabajadores no pudo presentar como prueba el resultado de unos análisis de orina de 1964, según los cuales los empleados tenían en torno a 116 microgramos de uranio por litro, cuando el límite de seguridad estaba en 0,8 microgramos. El Ciemat (Centro de Investigaciones Energéticas Medioambientales y Tecnológicas) desestimó, por haber prescrito, la reclamación patrimonial de la asociación de extrabajadores, por la que pedían al Estado una indemnización de 12 millones de euros por daños y perjuicios. Y el Ministerio de Trabajo emitió otro informe rechazando la enfermedad profesional.
Manuela Barroso, de 77 años, vivió en el interior del recinto de la fábrica, adonde su padre llegó desde Huelva para trabajar como vigilante de seguridad. “Recuerdo que, de niña, jugábamos con las piedras de colores impregnadas de uranio sin saber lo que era; el peligro no lo veíamos”, señala Barroso, que estuvo ocho años empleada en la lavandería de la instalación y posteriormente fue trasladada a El Cabril.
Esta antigua empleada, aquejada de artrosis y con dos prótesis en las piernas, comparte el sentir general de cansancio y hartazgo de los que aún viven y de sus familiares. Así las cosas, la única alternativa a la que, sin demasiadas esperanzas, aún se agarran los empleados, viudas y familiares es la vía política. En el año 2005, el Congreso de los Diputados aprobó, por unanimidad de todos los grupos políticos, una proposición no de ley para el reconocimiento de enfermedad profesional y una revisión de las indemnizaciones percibidas por los extrabajadores de la fábrica de uranio. A raíz de esa iniciativa se logró firmar un convenio entre el entonces ministro de Trabajo, Jesús Caldera, y la consejera andaluza de Salud, la hoy ministra de Hacienda María Jesús Montero, que permitió hacer reconocimientos médicos a los antiguos operarios en el hospital Reina Sofía de Córdoba. Pero ese convenio no dio más frutos y los cambios políticos desvanecieron cualquier atisbo de optimismo de la plantilla.
Posteriormente, ya en 2019, fue el Parlamento de Andalucía el que aprobó, también por consenso político, otra moción en la misma línea y, hasta ahora, con el mismo resultado. “Se echan la pelota unos a otros y así no hay forma de avanzar”, señala la parlamentaria de Adelante Andalucía Mamen Barranco. Este grupo está apremiando a una reunión entre los responsables de Salud del Gobierno de la nación y de la Junta andaluza para retomar, una vez más, las demandas de los empleados.
“Hay una deuda pendiente con Andújar y, en especial, con los extrabajadores de la fábrica de uranio y sus familiares, sería un acto de justicia”, recalca Juan Antonio Sáez Mata, durante muchos años concejal del Ayuntamiento de Andújar por Izquierda Unida y uno de los que más cerca ha estado siempre de los antiguos empleados. A raíz de esa presión se logró la reciente reunión de la comisión de seguimiento del plan de clausura y desmantelamiento de la instalación, que había estado varios años paralizada.
La contaminación persiste
Enresa, la Empresa Nacional de Residuos Radioactivos, inició en 1991 el plan de clausura y desmantelamiento de la fábrica de uranio, un programa de vigilancia y mantenimiento para verificar el correcto estado de la misma y el cumplimiento de los límites y condiciones impuestos por el Consejo de Seguridad Nuclear, que es el organismo regulador. Este plan se prolongará hasta que se obtenga la declaración de clausura de la instalación, que conlleva el cumplimiento de todos los límites y condiciones durante cinco años consecutivos.
Según la información facilitada por Enresa, el programa de vigilancia de las aguas subterráneas del entorno de la fábrica se extiende a seis sondeos dentro del límite del vallado y otros 11 pozos y 10 sondeos en los alrededores de la instalación. Y, entre los primeros, dentro del vallado, se admite que “no se ha podido verificar de forma continuada el cumplimiento de los límites de concentración requeridos por el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), especialmente en dos de ellos, en los que siguen midiéndose valores elevados, aunque menores a los registrados con anterioridad a las obras”. Eso sí, se asegura que los valores registrados en estos sondeos no suponen un riesgo para las personas o el medio ambiente, puesto que no está contemplado el uso potencial o un consumo directo de esas aguas. En el caso de los pozos y sondeos del entorno, las concentraciones de actividad ponen de manifiesto una tendencia decreciente en la mayoría de los puntos controlados.
Por otro lado, Enresa sostiene que la calidad química de las aguas subterráneas “es también bastante baja y en ella detectan compuestos contaminantes que no son consecuencia de la actividad de la antigua fábrica, sino el resultado de prácticas agrícolas (empleo de fertilizantes) e industriales (fugas de creosota y otros compuestos)”. Se considera que la potencial utilización de estas aguas subterráneas queda limitada a los pozos de aguas existentes actualmente, o a aquellos que el organismo de cuenca autorice en el futuro.
No obstante, desde el grupo político Adelante Andalucía se alertó recientemente de la persistencia de la contaminación de las aguas subterráneas. En concreto, se indicó que en 2018 se superó casi 25 veces el nivel objetivo de contaminación radiactiva.
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