En el cementerio de Manzanares (Ciudad Real, 18.000 habitantes), un grupo de especialistas dirigido por la arqueóloga Ester Montero, del equipo Mapas de Memoria de la UNED, exhuma una fosa común con 13 fusilados en 1940. A unos 20 metros, una pequeña cruz señala la tumba —la única de las de alrededor que tiene flores— de una mujer joven, Antonia Alcolea, de 27 años. Es la viuda de Juan José Barba García, una de las víctimas de la fosa. “Murió al poco de que mataran a mi padre. Yo creo que de la pena”, relata su hija Francisca en su casa de Viso del Marqués, a 67 kilómetros. Cuando el ADN confirme la identidad de los esqueletos recuperados, quiere exhumar también los restos de su madre. “Solo tiene una cruz con su nombre porque entonces no teníamos dinero. Ahora quiero juntarles otra vez, enterrarlos juntos”.
Paca tenía apenas siete años y una hermana de cuatro, Isabel, cuando perdió, con dos mes de diferencia, a su padre, fusilado, y a su madre, que enfermó de tuberculosis. Su abuela no podía mantenerlas. “Al principio una tía me llevó con ella a Valencia, pero se echó pareja y se ve que no le agradaría que estuviera con ellos, así que un día me trajo de vuelta a Manzanares, me dejó en una puerta y me dijo: ‘Quédate aquí que voy a hacer un recado y ahora vuelvo’. Pero nunca volvió”.
La puerta era la del hospicio donde otro matrimonio había recogido a su hermana. “Ellos tenían tres hijos varones y la mujer quería una niña así que adoptaron a Isabel. Otro día vino a buscarme un hombre. Cuando llegué a su casa, su esposa se puso muy contenta. Me quiso mucho, como a una hija”. Su fotografía comparte protagonismo en el salón de su casa con el retrato de sus padres. “Los he mirado muchas veces. Mi hermana se parece a mi madre, y yo a mi padre”, dice. Del escaso tiempo que compartieron guarda muy pocos recuerdos. Casi todos los construyó con lo poco que le fueron contando sobre ellos. “Mi padre era jornalero, muy fuerte y trabajador. Me dijeron que le denunció un hombre muy malo al que llamaban El Trueno y que le tenía envidia”.
Cuando supo dónde, empezó a llevarle flores. Su padre es uno de los 288 fusilados entre 1939 y 1947 enterrados en 14 fosas comunes en el cementerio de Manzanares. El antropólogo Alfonso Villalta explica que en los ochenta, al enterarse del lugar donde habían sido enterrados, algunos familiares colocaron en los alrededores placas de recuerdo con los nombres y edades de las víctimas y mensajes como “Dio su vida por la libertad” o “Nunca os hemos olvidado”. La psicóloga María Avendaño, que arropa a los descendientes, explica que el más joven de las 13 víctimas de la fosa que están exhumando tenía 25 años y el mayor, 60. Eran jornaleros, mecánicos, albañiles, herreros… miembros del PSOE, Izquierda Republicana, UGT y CNT. El equipo de Mapas de Memoria, con financiación de la Diputación de Ciudad Real, cuenta con una restauradora de objetos, Isabel Angulo. En la fosa han encontrado una alianza y confían en que, al limpiarla, aparezca alguna inscripción que ayude a identificar a su dueño. Los antropólogos buscan aún a familiares de tres de las 13 víctimas de la fosa: Antonio Fernández Ortiz, mecánico, cuyo hermano, también fusilado, yace en otra fosa común en Manzanares; Luis Torres Camacho, limpiabotas, y Gabriel Nieto Parrado, labrador.
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Tampoco ha olvidado Rafael Gómez-Pimpollo a un hombre al que apenas conoció, su padre, llamado como él. El tiempo transcurrido desde su fusilamiento, 81 años, no impide que se emocione al recitar de memoria la poesía que envió a su madre desde la cárcel poco antes de morir y que, enmarcada en su dormitorio, es lo último que ve antes de dormir y lo primero que lee al despertarse: “Para mí quise que fuera la vida un vergel florido y estos monstruos sin entrañas me arrancan el ser querido. Por redimir nuestro hogar, por hacer feliz la vida, por educar a nuestro hijo, por combatir la mentira, Antonia, por eso muero, que lo sepa nuestro hijo. Edúcalo mucho y bien, que su fin sean mis principios” .
“El que le disparó pidió perdón a mi madre”
“Yo tenía dos años cuando lo mataron”, recuerda Rafael, con 83, en su casa de La Solana (Ciudad Real). “Mi madre siempre me dijo que lo mataron ‘por orden de Franco’ y que era un hombre bueno. Que le aconsejaron que huyera a Francia, pero que él dijo que no había hecho nada malo y que no tenía por qué hacerlo. La primera vez que lo detuvieron le dejaron libre al poco tiempo, pero luego le denunciaron otra vez, dicen que por envidias, y ya nunca volvió. Tenía 26 años cuando lo fusilaron. Mi madre también me contó que el que le disparó luego le pidió perdón y dijo que hacía lo que le mandaban”.
Rafael enseña un viejo plato de latón. “Es el que mi padre usaba en la cárcel para comer”. En el dorso tiene una inscripción en círculo: “Recuerdo para mi esposa e hijo Rafael Gómez-Pimpollo Sevilla de su padre Rafael Gómez-Pimpollo Serrano. Manzanares, a 14 de junio de 1940″. Lo condenaron a muerte el 22 de abril y lo ejecutaron a las 05.30 del 17 de agosto de ese año. En su expediente figura que “a 18 de julio de 1936″, fecha del golpe, era “socialista”. A continuación aparece la lista de imputaciones habituales en los consejos de guerra: “¿Exaltó en sus conversaciones públicas la causa roja? Mucho. ¿Insultaba a nuestro Ejército Nacional o a sus Generales? Insistentemente”. Le acusan de participar en el asesinato de “siete personas de derechas”. Una de las testigos dice que no le conoce. Otros aseguran que era “un muchacho trabajador, que no tenía malos antecedentes”. Varios aluden a “rumores” para acusarle. Y dos testigos señalan que “a pesar de conocer su filiación derechista, nunca les molestó”, pero prima la declaración de una mujer que asegura que le vio en la casa donde se cometieron los crímenes. Durante su declaración, Rafael aseguró que en agosto de 1936 se había afiliado a la CNT y que ese mes se había marchado de voluntario “al frente del Ejército Rojo”, pero negó haber participado en los asesinatos.
Bautizado a la fuerza
Rafael pregunta a los antropólogos si los esqueletos recuperados en la fosa presentan heridas de fuego. Le explican que sí. “Ojalá esto se hubiera hecho antes de morir mi madre”, lamenta. “No sabía leer, pero era una mujer muy lista y valiente. A mí me sacó adelante con el estraperlo y no tenía miedo, pese a que un día le raparon la cabeza”. “La obligaron a que me bautizara, cuando tenía cinco años, y no vino. Recuerdo que me llevó mi tía a rastras y yo pataleaba porque no quería ir. Me hicieron cristiano a la fuerza, pero cuando crecí me hice evangélico. Un día, en 1970, un sargento me atacó por eso y mencionó a mi padre. Yo me puse furioso y le dije que no hablara de él. Entonces amenazó con pegarme un tiro. Mi mujer lo recuerda bien porque ese día volví a casa llorando”.
A unos kilómetros, Olga Valle, de 64 años, espera a que el ADN confirme que uno de los esqueletos recuperados en la fosa es el de su abuelo Juan Valle, fusilado a los 45. “Antes de irme a estudiar a Madrid”, recuerda, “mi padre me dijo: ‘Siéntate, voy a enseñarte la despedida del abuelo’. Es un pañuelo donde se dirige a su mujer y a sus cinco hijos, la mayor de 18 años y el más pequeño, de tres. En un margen anota su fecha de nacimiento, la fecha en que conoció a mi abuela, la de su boda, y la de su condena a muerte. A mi padre, que era el mayor de los varones, le pide que cuide mucho de su madre y sus hermanas y que sea siempre fiel a sus ideas. Lo fue”.
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