A Álex Hernández, Cristal Flores, y Emmanuel Fernández, tres niños enfermos de cáncer, les faltó en el último año vincristina, metrotexato, ciclofosfamida y purinethol. Todos son medicamentos fundamentales para sus tratamientos de quimioterapia. En plena revisión del sistema público de salud por parte del Gobierno, los padres de niños con cáncer en México han tenido que enfrentarse a repetidos episodios de desabastecimiento en los hospitales. Estos no son nuevos, pero sí se han vuelto más frecuentes y hacen sentir su peso sobre unas familias marcadas por el sacrificio y las dificultades económicas. Ahora han dicho basta.
“Al aeropuerto”, propuso Omar Hernández, padre de Álex, en enero. En el Hospital Infantil de México faltaba vincristina, medicamento administrado por vía intravenosa para tratar desde leucemias a tumores cerebrales. Eran meses de encontrarse en situaciones parecidas y un grupo de padres quería hacer ruido. “No nos hacen caso, pues vamos a buscar un punto donde la gente nos vea”, dijo Hernández. Antes de convertirse en quesero, había trabajado en el aeropuerto como personal de seguridad y se lo conocía al dedillo. Se metieron las cartulinas debajo de las playeras y se colaron en uno de los vestíbulos con más tráfico de pasajeros de América Latina. Funcionó. Ese mismo día, el Gobierno les comunicó que ya había llegado el medicamento. Una victoria con fecha de caducidad, sospechan los padres.
Omar Hernández, “el que cierra avenidas” y padre de Álex
En el comedor de su casa, Hernández desglosa el viaje de Álex por los meandros de la leucemia, que fue también su viaje de vendedor de queso a activista. El niño se sienta en frente, colorea dibujos de superhéroes en un cuaderno y recuerda lo cansado que se sentía antes. A punto de cumplir 11 años, la leucemia ya está controlada y vuelve a comer chilaquiles tras meses sin probarlos, pero su padre no baja la guardia. En el hospital ya lo conocen como “el que cierra avenidas”.
Su activismo empezó hace dos años. Durante una de las rondas de quimioterapia para Álex en el Hospital Infantil de Ciudad de México, empezó a escasear el purinethol, un medicamento que ralentiza el crecimiento de células cancerígenas. Al principio, lo tuvieron que comprar en las farmacias a precio comercial; eran 1.200 pesos para 10 días, un monto sustancial para una pareja que acababa de cerrar su puesto de quesos para poder acompañar a Álex al tratamiento. Al cabo de un mes, ya ni se encontraba en las tiendas. Hernández se plantó.
“Los papás ninguno se quejaba: ‘¿Cómo voy a hacer algo? Me van a correr”, recuerda que le decían. Hace año y medio, firmó su primer acto de activista: una carta a la Secretaría de Salud para pedir mejor atención. Sin respuesta. Continuó recabando firmas en la sala de espera, pintada de jirafas y piñatas voladoras. Un doctor le llamó la atención: “Está prohibido; si sigue haciendo eso no sé qué va a pasar”. “Me vale… Cómpreme usted los medicamentos”, le espetó él.
A las pocas semanas, un puñado de padres cerró Reforma, una de las principales avenidas de la capital. Fue la primera movilización de una cadena. En febrero de 2019 volvió a faltar purinethol; se manifestaron en el Zócalo. En agosto, escaseó metrotexato, también fundamental para la quimioterapia. Pancartas en alto, decidieron entonces paralizar la entrada al aeropuerto, la primera vez que lo hacían.
La crisis de medicamentos para el cáncer, enfermedad que es la tercera causa de mortalidad en el país, ha desatado un cruce de acusaciones. La respuesta del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha sido confusa; ha negado el desabastecimiento y, al mismo tiempo, lo ha reconocido. Culpa a los problemas de suministro mundial y, en México, a la supuesta corrupción de las farmacéuticas -diez proveedores recibieron el 80% del gasto entre 2012 y 2018, según el Gobierno-. Para incrementar la presión sobre la industria mexicana, el Ejecutivo acaba de aprobar por decreto la importación de medicamentos del extranjero aunque no estén registrados en el país.
Frente a las acusaciones, el director general de la Cámara Nacional de la Industria Farmacéutica, Rafael Gual, apunta al papel del Ejecutivo en este embrollo, debido a los retrasos en las licitaciones y a la forma cómo se llevaron a cabo. Las últimas, lanzadas a finales de año, establecían que un solo fabricante se llevara el 80% de la provisión de un medicamento. “Si falla, el que tiene el 20% restante difícilmente podrá cubrirlo”, explica. “Tienes que permitir que haya cuatro o cinco proveedores para un mismo producto”.
Los hospitales tienen escaso margen de maniobra. “Es como ir a una comida corrida; tomas lo que haya. A lo mejor me la das más cara, pero no te vas a poner tú a cocinar fideos”, dice una directiva del Hospital Infantil de Ciudad de México que prefiere mantener el anonimato al tener prohibido dar entrevistas. “Te avisan en la mañana que no hay medicamento. Algunas veces hemos tenido que ir a comprar a la Farmacia del Ahorro [una cadena de tiendas de bajo coste]”. Para ciertas medicinas, dependen casi totalmente de Laboratorios Pisa, una farmacéutica que se enfrenta a una posible inhabilitación debido a varias investigaciones que el Gobierno ha abierto por supuestas irregularidades en las licitaciones.
Tras la manifestación en el aeropuerto en enero, el Gobierno informó que el Hospital Infantil de México, que trata a unos 800 niños con cáncer, había recibido vincristina en cantidad suficiente para un mes. El cirujano Pablo Lezama, jefe del servicio de cirugía oncológica, dice que se trata apenas de una solución temporal. “El suministro no está asegurado de forma sostenida”, afirma. “Si los pacientes pasan 15 días sin medicina o se les da una alternativa, eso disminuye la efectividad del tratamiento”. En veinte años de carrera nunca había visto desabastecimientos tan frecuentes.
El secretario de Salud, Jorge Alcocer, y la secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval, se dieron de bruces con la realidad en una visita sorpresa a un hospital público la semana pasada. “¿Cuál es la situación en esta área?”, preguntaron los funcionarios. Lo que siguió fue un chaparrón de necesidades. “Presentamos escasez de material, principalmente de insumos como sedas, gasas. La semana no teníamos ningún guante absolutamente para operar. A los enfermos se les está pidiendo todo ese tipo material. No hay batas, cepillos”, enumeró una enfermera de blanco, presente en el encuentro improvisado. “No tenemos jabón ni para lavarnos las manos”, añadió otra.
Pese a las promesas de soluciones inmediatas, los padres no se fían. Omar Hernández repasa una lista de una treintena números de teléfono de todo el país, escritos en lápiz sobre un folio azul. “¿Qué onda? ¿Llegó la medicina?”, va preguntando a padres que están luchando contra la escasez en otros Estados.
Crisanto Flores, refugiado y padre de Cristal
Entre los escépticos, está Cristanto Flores, uno de los padres que se manifestó con Hernández en el aeropuerto. Hace casi un año, a su hija Cristal de tres años de edad se le empezó a hinchar el ojo izquierdo. “El ojo o su hija”, dijo el doctor tras descubrirle un tumor maligno. Vivían en Puerto de Veracruz, una ciudad con casi un millón de habitantes pero sin el equipo requerido para el tratamiento de Cristal. Tuvieron que salir en ambulancia hacia Ciudad de México, a unas siete horas por carretera. Para familias como la de Flores, el desabastecimiento, un problema de siempre pero que se ha intensificado en los últimos meses, es un elemento más de una vida que se asemeja a la del refugiado.
Flores era albañil. A los 55 años, ha tenido que dejar su trabajo para mudarse a la capital y ahora se dedica a esperar durante horas frente a la fachada del Hospital Infantil, de colores alegres para disfrazar el dolor en sus tripas. Despunta el alba y otros padres en la misma situación se arreglan la manta sobre las piernas y apuran las últimas horas de sueño sentados en unos bancos de metal frío. Mientras Cristal entra a su ronda de quimio con una bata de personajes de Disney, Flores se pasea de arriba abajo, se sienta a ver vídeos de su hija bailando y hace cuentas.
Aunque el Estado cubre el coste de la quimioterapia desde hace más de una década, las familias todavía tienen que pagar los análisis y comprar medicamentos importantes como gotas y antibióticos. En dos años, Cristal necesitará una nueva prótesis para el ojo izquierdo. Cuesta unos 20.000 pesos, alrededor de 1.000 dólares. Pese a su semblante tranquilo, Flores no esconde la preocupación. “Ya no tenemos ni para los pasajes”, explica. “Lo poquito ahorrado se nos fue; todo se fue para abajo”.
La desigualdad en el acceso a atención de calidad también es territorial. Mientras la capital y los Estados del norte del país alcanzan o al menos se acercan a las 18 camas hospitalarias por cada 100.000 habitantes que la Organización Mundial de la Salud recomienda, 12 de los 32 Estados, entre ellos el Veracruz, tienen entre cinco y seis camas hospitalarias por cada 100.000 habitantes. En este contexto, casi el 70% de los casos se diagnostica en etapas avanzadas según el Instituto Nacional de Cancerología, un retraso que dificulta el tratamiento.
A veces, las fundaciones cubren el hueco y costean los medicamentos, pero el desabastecimiento ha aumentado la presión. El director general de la Casa de la Amistad, Baltasar Madrid, sostiene que de los 27 hospitales públicos en 16 Estados con los que tienen convenio “todos tienen algún problema”, asegura. La fundación lleva varias semanas apoyando a un par de ellos con el suministro de medicamentos oncológicos.
Flores no ha recurrido a una fundación por ahora. La familia que los acoge ayuda con los pasajes al hospital y otros gastos y, recientemente, una conocida a la que llama señora Brenda le consiguió unos lentes para Cristal.
Brenda Galicia, recolectora de tapas y madre de Emmanuel
Hasta hace poco, Brenda Galicia, de 44 años, era ama de casa. Vivía con su esposo arquitecto y su hijo Emmanuel de 9 años en un condominio de clase media y caseta de vigilancia próximo a la capital. Querían ir a París de viaje. El cáncer cerebral que diagnosticaron a su hijo hundió los planes.
Galicia creó una página de Facebook para recibir donaciones y empezó a reunir tapas de botellas y garrafones. Cuando conseguía una tonelada, las enviaba a reciclar y sacaba unos 4.000 pesos, alrededor de 200 dólares. También se puso a vender pulseras y blusas bordadas chiapanecas en mercadillos. Con lo que juntaban ella y su marido – metido a conductor de Uber tras cerrar su despacho de arquitectura- pagaban medicinas y traslados.
Cada vez que iban al Hospital Infantil de México, Galicia cargaba una mochila de plástico transparente con todo lo necesario: dentífrico, termómetro, gasas y antibióticos. Por si acaso. “¿No hay? Pues tome”, les decía a las enfermeras abriendo la cremallera. “Mi hijo va a tener su medicina”. En ocasiones, la escasez alcanzaba hasta lo más básico. Durante una ronda de quimioterapia en abril del año pasado faltaron las cobijas. “Es que es domingo; nos redujeron el personal y no hay quien las lave”, recuerda que le dijeron. “¿Y yo con qué tapo a mi niño?”.
El Gobierno de López Obrador ha anunciado la rehabilitación de 52 nuevos hospitales y 50 centros de salud para este año y la compra de equipo médico. Esas promesas contrastan con los drásticos recortes de presupuesto. El Hospital Infantil de México se ha quedado sin el personal subcontratado que representaba alrededor de un tercio de la plantilla y el servicio de oncología ha tenido que reducir casi un 30% el número de cirugías. “Tenemos que ser más selectivos en la selección de pacientes que operamos”, afirma el cirujano Pablo Lezama. La promesa del Gobierno de abrir nuevas plazas todavía no se ha materializado.
Emmanuel falleció hace dos meses. Murió en estado vegetativo, poco después de una operación en la que las enfermeras lo amarraron a la cama porque no podía con el dolor. En casa de los padres, el luto tiene forma de pequeño altar con una vela encendida y un mono de peluche. Una miniatura en bronce de la Torre Eiffel, a la que quería subir Emmanuel, preside la mesa del salón.
El matrimonio arrastra una deuda de unos 100.000 pesos, unos 5.000 dólares. “Esto acaba contigo en todos los aspectos”, afirma Galicia. Mientras él intenta recuperar los clientes de su antiguo negocio de arquitectura, ella no ha dejado de recolectar tapas. Tiene un patio trasero lleno hasta arriba de bolsas, a la espera de que un camión las recoja. Ya tienen destinatario. A los 10 días de la muerte de su hijo, le mandaron el caso de un chico con cáncer a quien habían amputado una pierna. “Yo te junto una tonelada”, pensó. “Sé las necesidades que hay”, dice. “La gente se está uniendo. ¿Cuántas familias no han pasado por algo así?”.
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