El relato de la Edad Dorada de Hollywood no tiene los matices del cine que se producía en sus majestuosos estudios. Los tonos de gris del blanco y negro se pierden, y por un lado está la cloaca, el Hollywood cruel y morboso, salvaje y sin piedad de listas negras y abusos de poder, el eterno Hollywood de juguetes rotos y espirales de locura, de exclusión y asfixiante exposición; y, por otro, el sueño, el exuberante espejismo de otro mundo en el que todo acaba siempre bien porque la realidad filmada es perfección y esperanza y hasta justicia –o debe parecerlo–, he aquí el Hollywood que se jacta de sus flashes y su glamour, de la fama y la belleza, del éxito merecido y tan costoso pero, otra vez, justamente alcanzado.
Cientos de miles de artículos han ido, a lo largo del tiempo, dando forma a ese relato en blanco y negro, que trató de empañar el Hollywood impostado contraponiéndole el real. Pensemos en el imprescindible y epatante descenso a los infiernos de hasta el último de sus habitantes –los habitantes de la también llamada Tinseltown, o Ciudad de las Apariencias– relatado en los dos volúmenes de Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger, que evidencia con nombres y apellidos, rituales satánicos, odios asesinos e infinitos vicios mediante, hasta qué punto el hecho de que algún tipo de foco te apuntara alguna vez –o no llegara a hacerlo nunca– hará irremediablemente que pierdas la cabeza.
Es Hollywood Babilonia una colección de los escándalos espeluznantemente deliciosos, y a la vez, lo más parecido a una Historia, con mayúsculas, del lado oscuro de la Ciudad de la Estrellas que se ha escrito nunca. Por más que esté henchida de ficción, pues Anger es un excelente narrador y no pudo evitar darle tanto relumbrón a cada anécdota como le resultó posible –y por ahí le llovieron todas las críticas de un lobby, el de la industria, que nunca pudo mantener a salvo su condición de, como dijo Asia Argento, “trituradora de carne”–, la obra –que alcanza hasta los setenta, y podría tener una tercera parte en la que Anger llevaría años trabajando– está basada en hechos reales que dejan claro hasta qué punto los extremos se tocan. Pensemos por ejemplo en Charles Chaplin, el mito aún no caído pese a que con 35 años abusó de una chica de 16, la dejó embarazada, y cuando trató de que abortara para librarse del asunto –¿era algo que acostumbraba a hacer?–, intervino la madre de ella, obligándole a casarse a cambio de no denunciarlo a la policía y acabar, tal vez, con su carrera. Se diría que tras cada fábula que lograba edificar la Ciudad de los Sueños, había cientos de miles de pesadillas.
Que todas esas vidas desconectadas que llegaban a Hollywood en busca de fortuna y dispuestas a cualquier cosa –lejos de cualquier cosa que podía detenerles, su pasado, su familia, la vida anterior a dejarlo todo– eran un excelente, por terrorífico, caldo de cultivo para el abuso de poder, e incluso, el crimen –¿no es más sencillo deshacerse de alguien cuando a ese alguien nadie sabe dónde buscarlo?–, lo explica, una y otra vez, James Ellroy en sus sucesivas trilogías sobre Los Ángeles, violentísimas aproximaciones todas a una época, la del asesinato de su madre en 1958, que a veces la anteceden en el tiempo, pero que en todos los casos tratan de explicarse por qué, de qué manera pudo una aspirante a actriz recién separada acabar en una cuneta sin que, a día de hoy, se sepa aún quién lo hizo. ¿A qué clase de macabro juego juega la policía de Los Ángeles? ¿Y cómo avivan el fuego los tabloides? ¿Y qué ocurre en el mundo real mientras los estudios producen sus espejismos? Si Raymond Chandler jugueteó, como se juguetea con una dorada cajetilla de cerillas, con la idea de la podredumbre de los grandes magnates, con todo el glamour que la pátina de su ficción sobre ficción consiguió darle, Ellroy desmiembra hasta el último eje de poder corrupto para evidenciar su condición oportunista y carroñera.
Al parecer para nada consciente de ello, sentado ante el escritorio del ficticio Dick Samuels (Joe Mantello), un ejecutivo de los totémicos estudios Ace, Dylan McDermott, en su papel del aspirante a actor Ernie West en la última fantasía –y esta vez, más fantástica que nunca– de Ryan Murphy, Hollywood (Netflix), justifica su inocencia ante las posibilidades de la industria soñada de la siguiente forma: “La gente de esta ciudad no entiende el poder que tiene. Las películas no solo muestran cómo es el mundo, sino cómo puede ser, y si cambiamos la manera de hacerlas, si nos arriesgamos y creamos otras historias, podemos cambiar el mundo”. Su idealismo es el motor de la miniserie de Murphy que aparta o maquilla el lado oscuro de Hollywood con el fin de reescribir la historia a su manera. Es decir, Murphy le cuenta a Hollywood un cuento como los que él ha estado contándonos todo este tiempo, y al hacerlo, le recrimina, sutilmente, su absoluta falta de tacto, su maldad, su hipocresía, su blanco y negro. “Crecí obsesionado con Rock Hudson, Anna May Wong y Hattie McDaniel, con la idea de que vivían negándose a sí mismos, ¿y había alguna forma de que no hubieran tenido que hacerlo?”, se preguntaba hacía poco el director, que creció con su abuela, una fan irredenta de los tres.
‘Érase una vez en Hollywood’, de Quentin Tarantino, también fantasea con historias paralelas alrededor de sucesos del mundo del cine, como el asesinato de Sharon Tate (intrerpretada por Margot Robbie). SONY PICTURES
Y como en un what if, esos cómics de universos paralelos en los que Spiderman llegaba al altar, Murphy se pregunta qué habría ocurrido si Hollywood no hubiera estado podrido, dándole la vuelta desde dentro –la decisión de rodar una película con una actriz negra como protagonista interpretando no a una esclava ni a una sirvienta sino a una actriz negra que cuenta la historia del fracaso insoportable de una actriz blanca– a todo –los flashes apuntando a la pareja formada por Rock Hudson y el guionista negro–, pero también atento a cada detalle –la belleza no importa en este Hollywood, sino la “formación”, como le dice la chica que apunta a los elegidos como extras entre la horda de soñadores a las puertas de Ace Studios al guapísimo Jack Castello, un segundo después de haber elegido, otra vez, a su amigo nada agraciado pero con experiencia–, y haciéndolo fantasea con la idea de haber reparado a los vivos de la misma manera en que el Quentin Tarantino de Érase una vez en Hollywood lo hace tratando de reparar a los muertos, imaginando un final no mortal para Sharon Tate, y las otras víctimas de la Familia Manson. Uno y otro juegan a reescribir el pasado reivindicando el poder reparador de la ficción, nunca tan poderosa, como bien entiende Murphy, como cuando juega a anticiparse, cuando se atreve a dibujar un nuevo mapa.
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