Esto escuece muchísimo!”. Jorge Javier Vázquez entorna los ojos, cierra los puños, aprieta los dientes y entierra la barbilla en el esternón. “¡No puedo más!”. Que te decoloren el pelo es un proceso largo y desagradable. La espesa papilla de polvo malva mezclado con agua oxigenada con la que Viktorino (peluquero de las estrellas) ha embadurnado a conciencia su cabeza comienza a bullir, elimina el manto lipídico del cuero cabelludo y provoca una comezón insoportable. Su pelo comienza a cambiar de tono. Primero, amarillo pollito (“como las vedetes del Paralelo”); después, gris carcelario; un par de horas más tarde, inmaculado como la nieve. “¡Joderrr cómo pica!”. Y se le saltan las lágrimas.
Gajes del oficio. Vázquez estrena esta noche otro programa de telerrealidad de Mediaset en horario de máxima audiencia y quiere tener el cabello blanco purísima; las uñas perfectas, las cejas pulidas y el maquillaje impecable tras tres meses haciendo programas en directo sin apenas equipo técnico y con escaso presupuesto por el confinamiento. Una tele de supervivencia. “Sin peluquería, maquilladores, público, publicidad ni apenas cámaras. Como un garaje con focos. Y los redactores trabajando desde su casa. Y las reuniones por teléfono. Sin jefes. A cara lavada. Ha sido empezar de nuevo. Pero me ha dado la vida…, yo creo que, en realidad, me la ha salvado. El 13 de marzo le dije a Vasile [el poderoso consejero delegado de Mediaset y su gran valedor]: ‘¡Cuenta conmigo para todo!’. Y no me arrepiento. Me he sentido útil. He hecho más horas de televisión que nunca. Le he dado entretenimiento a mucha gente encerrada en casa. Y para mí ha sido una terapia”. Traje negro de lentejuelas, zapatos de charol y cabellera albina para la nueva normalidad televisiva.
Es una plácida mañana madrileña de comienzos del verano con el virus en aparente retirada. Frente a los ventanales de la desierta peluquería de David Dugarte y sus esteticistas embozados se vislumbran los somnolientos jardines del Palacio de Oriente. El presentador estrella de Tele 5 desde hace 17 años, para sus críticos el gran icono de la telebasura (un concepto que le sigue molestando y prefiere calificar de “fasttv”), es un tipo menudo, de barba cerrada, bronceado avellana, gafas de Tom Ford sin cristales, deportivas de 600 euros de Balenciaga, reloj de Cartier y un bolso de piel de Zegna en el que atesora antidepresivos, un vaporizador de Chanel y un tratado de autoayuda. Ha llegado con mascarilla (“está muy bien, nadie te reconoce”) en un BMW negro sembrado de pantallas de Apple conducido por Herman, su chófer boliviano. JJ es locuaz, amable y bienhumorado. A ratos entrañable. Juega a manejar los silencios; no siempre lo logra. Es preguntón. Experimenta esporádicas explosiones de carcajadas; maneja la sal gorda entre el rosa y el amarillo hasta rozar el humor negro; habla escuchándose y no parece tener secretos. No se cierra a ninguna pregunta sobre drogas, familia, política o sexo. “Me agarré a la coca con ansia”, afirmaba en sus libros jugando a la autoficción. En ellos describe retretes de bar. Polvos en penumbra. Hoy abre sin la pacatería ñoña de una celebrity las puertas de su alma y de su casa: desde su imponente salón, decorado como una decadente gran producción del viejo Hollywood, hasta su frugal dormitorio: “Me gusta vivir como en un hotel; me gustan impersonales y cada vez más caros y lejanos; me dan tranquilidad”. Un destape poco frecuente entre los famosos con su catálogo de secretos intocables en una entrevista. Vázquez confiesa los suyos con desparpajo. “He sido muy puta; me enamoraba tres veces al día; he perdido tanto tiempo con los chicos…”.
Jorge Javier Vázquez, que está a punto de cumplir los 50 años, con uno de sus cuatro galgos. Adrià Cañamera
—¿Cuántas parejas ha tenido?
—Solo dos. Pero de las noches locas ya no me acuerdo. Han sido centenares. Empezaban en un bar, seguían en una disco, continuaban en un cuarto oscuro y terminaban en una sauna. Ahora no salgo. Ni para ir al gimnasio. Yo que vivía junto a Sol… Me aburre la noche. La popularidad trastoca tu vida. No puedes hacer nada desde que se inventaron los móviles con cámara. Esa parte oscura de la noche ya la hice, me lo he pasado muy bien. Y ya está. No voy a repetir algo que ya no me divierte. Prefiero estar en casa.
El presentador en la habitación marroquí de su casa. Adrià Cañameras
—¿Y cómo liga?
—Por Grindr y por Instagram.
Es la cuarta vez que nos encontramos. Y la primera fuera de su mansión: “Mi fortaleza con puerta de salida”. En pocos días cumple 50 años. La mitad en pantalla. No parece contento ante la perspectiva de su cumpleaños. Oscila entre la locuacidad y la melancolía. Lleva fatal envejecer; le aterra parar, aburrirse, apagarse, carecer de retos, quedarse sin sorpresas. Y morir. Teme a la muerte desde niño. Sin embargo, dice que ama la vida tras la pandemia más que nunca. Que la muerte ya no es su gran terror. Su existencia tiene algo de continua terapia ocupacional. Televisión, libros, teatro, obras musicales. Giras por España. Años sin fines de semana. No duerme más de cuatro horas. “No me gusta cumplir años; no me gusta ligar con gente mayor. A mí la vida se me ha ido demasiado rápido. He vivido en televisión. Sin tener ni un minuto para pensar. Ni siquiera si los programas en que participaba hacían daño a alguien. Todo era vertiginoso. Aquí hay tomate pasó de ser un programa de humor envuelto en cotilleo a ser justiciero, acusador y amargo. Era una máquina de triturar. Para mí era puro entretenimiento. No le daba más vueltas. En televisión, si tienes audiencia, es tu coartada. Sigues y no reflexionas demasiado. No hay tiempo. Tienes que estar al día siguiente en el aire. Siempre pienso en huir. Tú, ¿adónde te escaparías? ¿Brasil, Lanzarote, Nueva York, Lisboa? He pensado en todos esos sitios, pero nunca me decido. Con mi pareja (rompimos en 2017 después de 10 años juntos y ahora somos como familia), le dábamos muchas vueltas. Soñábamos con marcharnos. Pero en este negocio, si te vas, si dejas de salir, tienes que tener claro que no vuelves; dejan de llamarte. Cuanto más sales, más te encargan. Para salir hay que salir. No hay tiempo de elegir, sino de trabajar. O tienes audiencias, o no eres. No puedes distraerte. Y menos aún con crisis personales. Puedes tener ganas de descansar, pero no te lo puedes permitir. No he parado de salir en pantalla en 20 años. Me he expuesto más que nadie. Y eso destroza una vida; nunca estás preparado para perder el anonimato; para que te paren o insulten por la calle; para ser el hazmerreír nacional; para que te miren de reojo, te graben borracho o alguien cuente el último polvo que ha echado contigo. Para recibir hostias de la izquierda (yo que soy su fiel votante) y de la derecha (sobre todo Vox no para de darme y amenazarme). Y también del movimiento homosexual que me considera una mariquita mala. Una vez, durante una fiesta de la revista Shangay recibí un abucheo que duró minutos. No sabía dónde meterme. Pero es que no soy un referente de nada; no soy un líder gay, ni un astro de cine, ni uno de la ceja. Soy un currante. No me relaciono con ricos ni con políticos. No conozco a los presidentes. No salgo en el Hola. Y debo ser el único presentador que no ha anunciado las rebajas de unos grandes almacenes. No soy casta. Soy un chusquero. Un tipo vulgar que no puede salir a la calle”.
Diga lo que diga, el rey de los espacios televisivos que decapan la existencia de otros (y de ellos mismos) con disolvente (“en pantalla funcionan más el desamor que el amor; más que la felicidad, la infelicidad; más la infidelidad que la fidelidad”) es el primero que ha convertido su vida un espectáculo de consumo rápido. Fast food. Algo equivalente al histriónico maestro de ceremonias de la película Cabaret, que introducía con vitriolo a los artistas en el escenario (el enano, la mujer barbuda, la transexual) mientras se travestía ante el público. JJ es un bombero pirómano. Su vida y la de sus guiñoles componen el guion de un programa que carece de él. No hay equipo de guionistas capaz de escribir uno de cinco horas cada día en el que las tramas se retuerzan, extiendan y deriven desde la intrascendencia hasta el infinito. Y bajo el ojo atento de millones de fieles.
Durante los tres meses de confinamiento, Vázquez ha aparecido en pantalla una media de 24 horas semanales. Algunos días, 8. Y sigue con ese ritmo de vértigo. Cuatro programas al tiempo en la parrilla (Sálvame, Sálvame Deluxe, La casa fuerte y La última cena) en un continuo bucle de tramas de la actualidad híbrida de los famosos y, sobre todo, de sus colaboradores, famosos de segunda, presuntos periodistas algunos, oscilando entre la realidad y la ficción. Es el género que domina desde que se lanzó al ruedo del corazón televisivo en marzo de 2003.
“Se trata, simplemente, de la realidad dramatizada y dividida en capítulos, como un culebrón sudamericano”, define este adicto al teatro (también actor, cantante y productor desde 2015) al que de niño le daba reparo saltar al escenario colegial por si algún compañero le gritaba “¡Marica!” Hubiera muerto de vergüenza ante la mirada inquisitorial de un padre inmovilista y depresivo, que murió en 1997 de un tumor cerebral, al que nunca se atrevió a revelar su orientación sexual y al que ha aprendido a amar en la ausencia. “No sé cómo hubiera llevado enterarse de que su hijo era el maricón nacional. Su muerte me dio la libertad que me había faltado desde niño. Pude contar quién era”.
Fue un adolescente inseguro, solitario, sensible y sabidillas. Como ahora. Educado en casa con la prensa del corazón. Que prefería permanecer en su piso de 50 metros con su madre (la Mari) y sus dos hermanas a salir a jugar a la calle. Hijo de un jefe de mantenimiento de una fábrica y una zurcidora originarios de Murcia y La Mancha. Puros charnegos. A él aún le da vergüenza hablar catalán en público. Vecino de un barrio de inmigración arrasado por la heroína. Educado por el Opus Dei. Y que estudió Filología por amor al Siglo de Oro. Y porque no tenía claro qué hacer. Lo que tenía claro era que le gustaban los chicos. Y no se lo podía contar a nadie. Tardó en consumar. Temía al sida. “Tenía tantos miedos… He usado el alcohol como ansiolítico. Le debo mucho. Me ha servido para entrar a ligar en los bares de ambiente y como consuelo en las horas bajas. He aprendido más de esas resacas terribles en las que he cuestionado mi personaje y he llegado a dudar de todo que de mis días más zen y calmados. La estabilidad emocional me parece una agonía. Prefiero el sufrimiento al aburrimiento”.
—¿Se arrepiente de algo?
—Me hubiera gustado vivir aquel insaciable ardor sexual de los 20 años con normalidad. Haber vivido con naturalidad, tranquilidad y felicidad los amores de juventud. Nunca pude. Pensaba a cada paso que daba que me iba a topar con un vecino o un amigo de mi padre entrando al caer la tarde a alguno de aquellos garitos gay del Eixample de finales de los ochenta. No pude vivir aquella maravillosa época de juventud. Y eso no lo recuperas. A mí lo que de verdad me ha marcado es mi orientación sexual.
JJ ha renacido en la era del coronavirus. Tras años de tristeza. De sentirse gordo, feo, sucio, viejo y odiado. Aunque rico. “Mi relación con el dinero es extraña, lo necesito pero no lo necesito”. Ahora dice estar en su mejor momento profesional. Y que ama su trabajo; que ya no es un divo, que prefiere formar parte de un equipo; que no cambiaría la televisión por nada. “Trabajar es lo mejor que tengo; ya no me pesa, me eleva”. Según los datos de audiencia (esos que se inyecta en vena cada mañana), durante el pasado mes de abril, el del cerrojazo del estado de alarma, el consumo diario de televisión por habitante ha sido el más alto de la serie histórica: 303 minutos (más de cinco horas delante de la pantalla) al día, mientras en el mismo periodo de 2019 fueron 233. Una tendencia que continuó en mayo. En ese contexto, las audiencias de los múltiples programas que presenta Vázquez han oscilado entre los dos y los cuatro millones de espectadores. Ha sido el líder absoluto en la franja de la tarde y de la noche. Ha desfondado a sus rivales. Y pulverizado sus mejores registros. Está en forma.
En solo 15 años, JJ pasó del barrio de San Roque, en la frontera entre Barcelona y Badalona, un lugar sembrado de viejos bloques de viviendas habitadas por realojados barraquistas del franquismo, inmigrantes y gitanos, a la blindada urbanización madrileña del presidente Suárez y los CEO del Ibex. Su casa es grande, rodeada por un enorme jardín e inexpugnable desde el exterior. Nada más entrar hay que rodear un gimnasio acristalado donde se machaca cada mañana con un entrenador. Adquirió esta casa en 2010 a una familia rica venida a menos que no tenía dinero ni para poner la calefacción. La rehízo. “Me costó una pasta, pero de niño soñaba con un chalé con piscina, como Belén Esteban”.
Tres grandes galgos dormitan en el salón en colchonetas de terciopelo marrón con cenefa dorada junto al piano, una joya de Steinway & Sons. El cuarto, la única hembra, Lima, se frota contra sus piernas. La besa. “Está enamorada de mí”. Herman siega el césped. Su asistenta paraguaya sirve agua del grifo en un vaso déco. Un poleo para él. “Siempre estoy a dieta, pero he adelgazado 20 kilos”. Lo demuestra apareciendo por sorpresa en traje de baño para que seamos testigos de su estilizada silueta.
Aquí todo es art déco; desde los aerodinámicos galgos hasta los muebles, cortinas, libros, lámparas, cuadros, peanas y esculturas. Y, por supuesto, el cuarto de baño. Hay muebles caros y únicos, como una inmensa barra de bar y un despacho que jamás usa. “Aquí nunca he hecho una fiesta, ni una cena ni nada. No me gusta tener a gente en casa, estoy deseando que se vayan”. Come solo, pescado o pollo a la plancha, en una elegante mesa (déco) mientras ve vídeos en YouTube de viejas actuaciones de Liza Minnelli o Sinatra. A través del recibidor (déco) y subiendo por la escalera (déco) se llega a su alcoba, desordenada e impersonal. Sin fotografías, detalles ni recuerdos, excepto una figura kitsch de san Judas que le regaló Belén Esteban y sacó hace poco en televisión. Abro los armarios de su vestidor. Están vacíos. En el inmenso zapatero hay modelos caros, pero polvorientos y pasados de moda.
—¿Por qué no hay nada en sus armarios?
—No me gusta la ropa. No me preocupa. Antes no me la compraba porque pensaba adelgazar. Llegué a pesar 90 kilos. Y después me he acostumbrado a que las marcas me dejen de todo para los programas. Llego y me visten las estilistas. No tengo que pensar en nada. Eso me da mucha paz.
—¿Se prepara mucho sus programas?
—Nada. Me los sé de memoria.
El recorrido culmina en el último piso de la casa, en una gran estancia que nunca utiliza trasplantada desde Marruecos, con sus columnas, arcos, inscripciones en árabe, almohadones, celosías y mobiliario de marquetería. Parece extirpado de Casablanca. Se trajo la mayoría de Tánger y Marraquech, dos ciudades que frecuenta.
En esta última sufrió un desmayo el sábado 9 de marzo de 2019. No le dio importancia. “Soy un bestia, pensé que era cansancio, con esta vida que llevo…”. La siguiente semana fue a trabajar cada día con mareos y dolores de cabeza. El sábado 16 fue ingresado. “Me encanta estar en el hospital, no pegas chapa y no te molesta nadie. Y me fascina la anestesia, eso de morirte un poco”. Tras practicarle un escáner, los médicos localizaron una mancha en su cerebro. Una resonancia concluyó que era “un cuadro de hemorragia subaracnoidea de origen aneurisma”. Un derrame cerebral. Fue operado de urgencia. “Los cirujanos me dijeron que podía haber sido fatal; había estado cerca de la muerte. La acaricié. Llevaba un ritmo de locura. Pero no me han quedado secuelas. Y no voy a parar. Me gusta mi ritmo”. Un mes más tarde, el 27 de abril de 2019, volvía al plató.
Mañana de martes. Nuevo encuentro con JJ. Esta tarde ingresa en ese mismo hospital para un cateterismo. Una revisión ordinaria pero delicada. Descansará el miércoles en la clínica y el jueves se enfrentará a la final de Supervivientes en Tele 5 (que será seguido por cuatro millones de espectadores). Tiene que estar en ayunas. Paseamos por el jardín. Está de buen humor. No parece preocupado. Jamás atiende al teléfono. Bromea y cotillea. Sobre todo, de política. Se considera un tipo de izquierdas. Que llegó a declarar en Sálvame al comienzo de la pandemia: “Este programa es de rojos y maricones. Es nuestra declaración de principios. Si no lo quieren ver, no lo vean”. Las redes sociales se le echaron encima. En comparación con los insultos que le dedicaron ese día, por ejemplo, “la degeneración física y moral del ser humano”, Sálvame es un juego de niños. Pero, para ser objetivos, el estilo agresivo, rápido, cargado de bulos y medias verdades; con continuos cebos para retener al espectador de Vázquez y su telebasura, se ha convertido hoy en el habitual incluso en algunas tertulias políticas, donde importan más las cuitas de los periodistas/actores rotundamente alineados e identificados con la izquierda o la derecha que las noticias que sean capaces de suministrar. Telerrealidad política.
—¿Es Sálvame de rojos y maricones?
—Desde luego no es para esa gente de Vox que quiere hacer creer que el franquismo era mejor que esto. Esto es democracia. Y el franquismo era una dictadura donde se perseguía a los homosexuales. La educación sexual que recibí con Franco fue terrible. Que no me digan ahora que era un paraíso. Yo tengo que ser intolerante con esa intolerancia. En mis programas no cabe el fascismo, nuevo o viejo. Lo siento. Y cada vez me caen mejor Pablo Iglesias y la ministra Yolanda Díaz, aunque cada vez que actúo en un teatro público de cualquier municipio de España, los concejales de Podemos me pongan a parir e intenten suspenderlo. Es la historia de mi vida. ¿Crees que Sánchez lo ha hecho tan mal como dice la derecha? Me cae fenomenal Simón. Yo soy muy de este Gobierno de coalición…
El momento estelar de telerrealidad política de JJ durante la pandemia fue en torno a la tormenta viral que se desató cuando el periodista conservador Alfonso Merlos lanzaba telemáticamente al país una soflama antigubernamental en pleno confinamiento por la gestión de la crisis de la covid-19. En ese momento, pasó detrás de él su pareja (también estrella ascendente de Tele 5) en ropa interior camino de la piscina para sorpresa de los espectadores. Durante una semana, Vázquez, entre la realidad y la ficción, sin guion, machacó a conciencia al severo opinador cazado. Y, de paso, al resto de voceros de la ultraderecha. No paró de reírse en directo. El punto final del asunto Merlos fue este análisis lapidario de JJ que incendió las redes: “Esto es la descomposición de la derecha mediática”. Entornó los ojos, estiró los labios y puso cara de chico malo. Y estalló en una carcajada.
Era finales de abril. Unos días más tarde, alguien subía a las redes un vídeo fake del asesinato de Jorge Javier Vázquez. Al día siguiente el presentador lo denunciaba en comisaría. El broche de oro del enfrentamiento de JJ con la ultraderecha transcurría a finales de junio con un intercambio de mensajes de Twitter con Santiago Abascal. El líder de Vox le propinaba este: “Les presento al auténtico Kim Jong Vázquez que se dedica a demonizar y a insultar histéricamente a cuatro millones de españoles. No te lo vamos a permitir, millonario progre”. Vázquez se defendía: “Ayer le hacía cantando el Cara al sol y no viendo la tele”.
Tercera cita. Estamos en el porche. En el centro de la mesa de cristal hay un cuenco repleto de cremas solares. Vázquez relata la depresión que se le desencadenó tras el ictus. “Fue de libro. Es corriente después de un accidente cerebral. Yo creo que mi padre siempre la padeció. Y mi abuela. Debe ser congénito. Yo la parcheé durante años. La tenía desde más tiempo del que creía, estaba agazapada. Pensaba que era tristeza. Pero estaba muy jodido. Aunque durante mucho tiempo no quieras ser consciente, sí te importa que te quieran cuando sales en televisión. Si tienes éxito, si te ve tanta gente, si eres un triunfador, cómo no te van a querer. Pues no. No te quieren. Muchos te odian. Y eso te afecta. Y te lleva a que intentes justificar delante de todo el mundo el trabajo que haces porque les estás pidiendo que te quieran. Ahora he comprendido que no tengo que justificarme. No se puede tener todo”.
El verano posterior a su intervención quirúrgica de marzo de 2019 el mundo se le vino encima. “Me quedé sin ilusión y sin fuerza. Todo eran miedos y angustias. Pensaba que se me había acabado la vida. Nada me motivaba; me sentía mayor; era el fin; el final de la vida, del amor y las ilusiones. Pensé abandonar. Hasta que me decidí a ir al psiquiatra, en septiembre de 2019. Me diagnosticó depresión y me recetó una dosis estándar de antidepresivos. Y me encuentro en un proceso de renacimiento. Que se ha afianzado con mi trabajo en estos meses de pandemia. Ha sido mi válvula de escape. Es el mejor momento de mi vida”.
Jorge Javier Vázquez con su galgo Travis. Adrià Cañameras
Última cita con JJ. En su enorme salón en penumbra. Recita a Séneca. Iba a estrenar el 13 de marzo en Córdoba un espectáculo con monólogos de ese filósofo cordobés del siglo I. Era el productor y único actor. Iba a suponer su mayoría de edad dramática. “Aunque la gente tiene que tener claro que vienen a ver a Jorge Javier Vázquez, y no a Pepe Sacristán en Señora de rojo sobre fondo gris (de Delibes). Esto no es para mí una frivolidad; no es, como escribió un medio, ‘Narciso se compra un juguete’. Es una pasión, lo que he querido ser toda mi vida y para lo que me faltó el valor. Me juego mi dinero y en mi última obra pagué 20 sueldos. ¿Es eso un capricho de narcisista rico televisivo?”. La respuesta queda en el aire.
El texto se titula Desmontando a Séneca y es una relectura de su Discurso sobre la brevedad de la vida. Hubo que suspender su estreno tras decretarse el estado de alarma. Llegada la nueva normalidad, quiere ponerlo en escena lo antes posible. Y dar tumbos por España. “Y tomarme copas después de la función en Logroño o en Málaga”. ¿Es el teatro una forma de reconciliarse con la intelectualidad de izquierdas que siempre le ha despreciado? “Ni de coña. Es una forma de ser feliz”. JJ insiste, en línea con Séneca, que el sabio es aquel que recuerda sabiamente el pasado, sabe aprovechar el presente y dispone el futuro. Así le gustaría vivir a él. Algo complicado dentro del fragor televisivo.
Cuenta JJ que su padre nunca se atrevió a abandonar con su familia el deprimido barrio de San Roque, en el corazón de Badalona, en busca de un destino mejor. “Era su sueño, pero era cobarde y no logró huir”. Murió en ese piso de Marqués de Montroig, 196-198, octavo tercera, que decía odiar. A Jorge Javier Vázquez le pasa lo mismo con la televisión. Es como el yonqui que afirma convenciéndose a sí mismo que puede dejar la heroína cuando quiera. Él nunca abandonará la tele. Es lo único que ama. —eps
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