Una enorme carpa blanca se esconde en pleno centro de Ciudad del Cabo. Aparece en un jardín asilvestrado, detrás del Artscape, el teatro más importante de la ciudad y es la sede de Zip Zap Circus, un proyecto de circo social que arrancó en la capital hace 24 años. “Mi mujer y yo trabajábamos en el circo en París y decidimos venirnos de vacaciones para que ella conociera mi ciudad natal”, recuerda Brent van Remsburg, de 54 años. Era 1992 y Sudáfrica estaba cambiando. “Queríamos crear un proyecto donde los chavales, las nuevas generaciones, vivieran juntos. Al cruzar la puerta de la carpa, no importan los colores ni las diferencias socioeconómicas, todos son como hermanos y hermanas. El éxito de Zip Zap es la manera en la que los niños se relacionan entre ellos”.
No han dado las diez de la mañana y una chica ya está calentando para subirse al trapecio. Un joven, delgado, fibrado y de amplia sonrisa, pedalea una cuidada bicicleta roja hasta que coge velocidad y se sube sobre ella para hacer malabares. “Empecé a ensayar en enero”, cuenta Musa, de 17 años. Lleva en el circo más de una década: “Empecé cuando era joven”, relata. Se inscribió porque su madre le animó a formar parte de la troupe: “¿Conoces Zip Zap?”, le preguntó. “Allí hay todo tipo de niños. Algunos como tú que son portadores del VIH”, agregó. Musa nació con VIH en Khayelitsa, la favela más grande de Ciudad del Cabo. “El circo me trajo a un lugar seguro, me aportó amigos, amor y confianza”, cuenta el joven para acto seguido encaramarse en su bici roja y continuar con su entrenamiento.
Entrada de la carpa de Zip Zap Circus. Carlos Rosillo
La lucha contra el estigma del VIH es uno de los objetivos de Zip Zap. Vario días a la semana, los miembros del circo cogen un pequeño autobús y recorren los suburbios que rodean la capital: Khayelitsa, Langa o Mitchell´s Plain. Van en busca de chavales, unos VIH positivo, otros en riesgo de convertirse en pandilleros y algunos sin casi recursos. Los llevan a la carpa, donde entrenan con más chavales, algunos de familias más acomodadas, otros con realidades completamente diferentes, para entrenar y de vuelta a casa. La ruta del autobús empieza sobre las once, para llegar a la salida de los colegios y recoger a los chavales. “Esperamos un rato y si no vienen, nos vamos. Tenemos a más chavales que buscar”, cuenta Zipo, de 22 años, en la puerta de uno de los colegios de la favela. Él también fue un niño Zip Zap.
“Es increíble verles crecer”, dice Van Rensburg. Muchos de los que comenzaron con él ahora trabajan a su lado. Otros están en alguna compañía internacional: “El objetivo inicial no era crear profesionales, pero ha salido gente muy buena de esta carpa”, bromea. Las giras de Zip Zap son conocidas por todo el país al igual que su trabajo. A uno de sus primeros espectáculos acudió Mandela. “Sigue adelante”, le dijo el héroe nacional a Brent. “Eso es lo que hacemos, mantener su sueño vivo”, dice con orgullo. “Viví el apartheit y este proyecto formaba parte de la nueva Sudáfrica. El mundo puede aprender de nuestra historia la importancia del perdón; saber dejar el pasado atrás; a convivir y a mirar hacia delante”, dice. Reconoce con crudeza los problemas de su país, pero también cuenta con entusiasmo las numerosas organizaciones que pelean por cambiar esa dura realidad. Zip Zap empezó con unas cuerdas en un árbol de una favela de las afueras de la ciudad. Ahora tiene una carpa en el centro y está en proyecto la construcción (en unos dos años) de una sede permanente: “Ese es uno de nuestros sueños, montar una escuela en un espacio permanente que continúe nuestra tarea. Una carpa se puede mover, pero un edificio no es tan fácil. Queremos dejar un legado”.
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