En el huerto con árboles frutales de lo que Martín Berasategui llama el caserío (su restaurante en Lasarte, a cinco kilómetros de San Sebastián) todavía se percibe una senda marcada en círculo. “Todos los días que ha durado esto del confinamiento por el chorrovirus daba vueltas para hacer ejercicio. Pero, sobre todo, para pensar”, comenta el cocinero. “Confieso que estuve en shock un tiempo. ¿Sabes cuánto me duró? ¡24 horas! Ni llega”.
Eso es porque aplica a la vida una filosofía de guerrero. “Garrote…”, dice. Y lo define así: “Actitud, pasión, ímpetu, fuerza, inconformismo, pata negra, sumar y multiplicar, nunca restar o dividir…”. Puede ir tomando nota del término la Real Academia Española. Y también aquellos que estén a punto de reabrir sus negocios o acaben de hacerlo, de reestructurar sus vidas, volver a empezar después de estos meses de oscuridad, pavor, incertidumbre; es decir, de estos meses que han venido a ser lo contrario del garrote, tal como lo concibe el cocinero vasco.
En ese espacio mínimo de tiempo a causa del trauma, en su caso, pasajero, fue su hija Ane la que tomó una decisión fundamental: “Bajo mi responsabilidad, cerramos el restaurante’, dijo. Yo quedé algo aturdido y nos fuimos a San Sebastián Oneka, mi esposa, y yo. Pero a la mañana siguiente me puse serio: ¿Qué hostias hago yo aquí? ¡No puedes luchar contra algo invisible! Me vuelvo a Lasarte —al caserío, a la casa madre con tres estrellas Michelin—, me encierro allí y me preparo: espabila y a lo tuyo, que es pensar como cocinero”. ¿Qué quiere decir eso? “Crear, inventar cosas no vistas, innovar, emprender… Eso”.
Viera con caviar Ars Italica sobre fondo de clorofila de perejil y cebollino. Markel Redondo
Martín Berasategui se asoma a uno de los ventanales que dan al huerto y al jardín y desde ahí vuelve a señalar el sendero que se recorría todos los días dando vueltas por el césped sobre el mismo eje una y otra vez, obsesivamente: “Mira, todavía se ve”, comenta mientras apunta a la línea en circunferencia alrededor de los árboles frutales.
Por la mañana, ya ha dado instrucciones en la cocina a una docena de los suyos. Volvieron casi todos a sus puestos a principios de junio para preparar el regreso de lo que es, ni más ni menos, un restaurante de vanguardia y del resto de locales que le hacen sumar 12 estrellas en total con diferentes alianzas que dan trabajo a 500 personas. ¿Hasta qué punto les afectará el cambio? Lo que toque cumplir, quedará adaptado a la nueva dinámica en un entramado que lleva en casi todos los casos su propia marca. Pero lo afrontan con optimismo y a razón de más de 30 reservas al día desde el 1 de julio, como ocurrió la mañana en que comenzamos este reportaje.
Me encerré en Lasarte y me preparé: espabila y a lo tuyo, que es pensar como cocinero”. ¿Qué quiere decir eso? “Crear, inventar cosas no vistas, innovar, emprender…”
Las nuevas normas de seguridad las tienen más que integradas. “En cuanto a los espacios de separación, ya estaban marcados, incluso a más distancia, en la sala. Seguirán así, es como si nos hubiéramos anticipado hace años a esa situación, pero entonces lo hicimos porque queríamos ofrecer a nuestros clientes un ambiente de intimidad, como en el salón de sus casas”.
Por tanto, distancia y el espacio son norma de la casa. “Tenemos 600 metros para dar de comer a 40 cubiertos y 500 metros más en la cocina”, comenta el chef. Entre las cristaleras y las paredes de un gran habitáculo serpenteado, podrían montar un salón de baile por la amplitud. Aun así, desde la primera semana de junio han organizado el resto de las prevenciones que deben cumplir: “Los proveedores van ya directamente al almacén, nadie pasa por la cocina. El personal se incorporará escalonadamente. Hay geles y mascarillas por todas partes para los clientes y el personal. Los baños se limpiarán una vez se utilicen individualmente, cada vez que entre a ellos una sola persona. El cliente debe ver y palpar la limpieza”, asegura José Borrellas, jefe de sala y yerno de Martín Berasategui.
Martín Berasategui prepara un plato. Markel Redondo
Desaparece también el papel, los menús pasan a un código QR y a tabletas convenientemente desinfectadas delante de los clientes, añade Oneka Arregui, directora del restaurante, esposa de Berasategui y líder junto a él y su hija Ane, responsable de comunicación, de los 13 locales en toda España y Portugal que llevan su firma.
Con ellos, en sus distintas propuestas gastronómicas, Martín Berasategui reúne esa docena de estrellas Michelin: es el cocinero que más tiene en España. Sumar y multiplicar… Si nos centramos en esa doble acepción del garrote, el cocinero no ha hecho más que aplicarse en matemáticas a las dos operaciones. Con dedicación y riesgo desde que le cayera la primera en el Bodegón Alejandro, su casa originaria, el negocio familiar, de donde durante toda su infancia salía el sustento para cinco hermanos gracias a dos mujeres sacrificadas en la cocina: Gabriela, su madre, y María, su tía, junto al padre, a cargo de la parrilla. “Yo no les llego ni a la suela del zapato”, asegura su descendiente.
Algunos restos de aquel santuario de la parte vieja de San Sebastián andan desperdigados en el laboratorio que tiene bajo el restaurante de Lasarte. Allí duerme guardada la mesa en la que pelaban patatas o sacaban guisantes en el antiguo local durante los tiempos muertos. Sobre ella, Berasategui ha tomado algunas de las grandes decisiones en su vida. No la tenía a la vista el día en que le visitamos, pero la rescató de un rincón para que nos sentáramos un rato ahí y colocáramos los codos sobre sus cicatrices: “Aquí fue donde mi madre y mi tía me dijeron que si quería dedicarme a la cocina debía presentarme en el bodegón a las ocho de la mañana del día siguiente y quedarme allí hasta las doce de la noche”.
“La competencia entre nosotros los cocineros vascos ha sido sana. Nos ha empujado siempre a superarnos, más al estar tan cerca unos de otros”
El local, dice Berasategui, era su hogar: “Cuando salíamos del colegio y dejábamos las trastadas, íbamos allí, al bodegón. Por la noche volvíamos al lugar donde dormíamos…”. Se refiere a lo que otros llamarían su casa. “De un sitio a otro nos separaba el mercado de la Bretxa. De allí salió mi padre, que era carnicero”.
Antes de que al chaval, con 15 años, le dieran permiso para seguir el camino familiar, urdió su estrategia. “Por entonces, ser cocinero no tenía el prestigio que tiene ahora, así que tuve que pedir ayuda a un cura amigo, el padre Txapas, para que me ayudara a convencer a mi madre y a mi tía”. El sacerdote era simpático y sabía dónde dar en el clavo. Lo logró. Era el sueño del chaval, lo que le gustaba. Y se lo tomaba muy en serio. Tanto que cinco años después volvieron a congregarse en la misma mesa: “Aquella vez, nos sentamos mi madre, mi tía, Oneka, que por entonces era mi novia, y yo. Fue cuando les dije que ya habían trabajado como tigresas por nosotros durante toda su vida y que ahora me tocaba a mí ocuparme de ellas: que aprovecharan para hacer lo que no habían podido hasta entonces. ¿Sabes qué me contestaron? Que vale, pero que si les iba a dejar a ellas cada día ocuparse de la compra en el mercado de la Bretxa”.
Toffe crujiente de avellanas, wasabi helado y escarcha de chocolate Pacari. Markel Redondo
El acuerdo fue inmediato y, a partir de entonces, el joven Martín, con 20 años, despegó. “Tienes que ser pájaro en la vida, sin que te aten las alas”, dice. Sabía desde dónde echaba a volar. De un lugar que fue su escuela, su refugio moral y sentimental: “De aquellos 23 escalones que subíamos y bajábamos todos los días en el bodegón. A la izquierda, quedaban los clientes; a la derecha, un espacio en el que se reunían, por ejemplo, la peña de Urtain, los del remo, cinco años estuve yo remando, que para mí el deporte ha sido fundamental… También venían cortadores de tronco, levantadores de piedra, gente que comía o cenaba allí casi todos los días y que te hacían sentir como un hijo”. ¿Urtain, el boxeador? “Sí, el campeón: el corazón más noble y más ancho de todo San Sebastián”, afirma. Esa era su verdadera escuela. “La otra, no sé si se puede decir, se me hacía aburrida, con todo el respeto que guardo para quienes quisieron enseñarme”.
Aquel entramado que quedaba en la parte derecha de la escalera era un buen resumen sociológico del País Vasco en los años setenta y ochenta. Al lado se dejaba la piel en puros sudores su padre, a cientos de grados centígrados cerca de las brasas, para darle el punto justo a la carne o al pescado en aplicación rigurosa del arte supremo de la parrilla. “No pudo ver en lo que nos hemos convertido, mi difunto padre: murió cuando yo tenía 20 años, mi pobre aitatxo, la mala suerte de la salud”.
Pero Martintxo quiso salir de ahí. Centrarse, empaparse, aprender otras visiones. Entonces cruza a Francia y entiende una de las claves de su cocina cuando decide prestar atención a la pastelería: “Trabajaba seis días a la semana en el bodegón y el domingo me metía en un obrador a las cinco de la madrugada. Así fue como entendí algo que me ha marcado. Debía aplicar las técnicas, las medidas, el cálculo y el rigor de lo dulce a lo salado”. Es algo que aprende junto a maestros como Jean Paul Heinard, en Bayona, o André Mandion, en Anglet. “Cuando por San Sebastián yo veía en el escaparate de la pastelería Otaegui algo que me llamaba la atención, en vez de pensar en comérmelo, me decía: ¿cómo harán eso?”.
Cree que de la conjunción, el cruce y la síntesis entre esos polos que van de lo dulce a lo salado pueden explicarse varias cosas de su cocina. Pero también aprendió de otros auténticos faros en su vida, como es el caso de Hilario Arbelaitz: “Para mí, el espejo, el camino a seguir”. Luego el propio Berasategui lo ha sido de otros muchos: “Uno de los días más felices del año es cuando se entregan las estrellas y al escenario suben un montón de cocineros que han pasado por nuestra casa en algún momento para formarse. Conozco bien esa sensación: es tocar el cielo de la cocina con las manos”.
La gastronomía es un arte de equipo con disciplinas de cuartel. Pero necesita sus ámbitos de soledad y estos meses, en ese aspecto, han dado para mucho en su caso. “No he dejado de crear nuevos platos para esta temporada y para otras en el futuro”. Uno, hasta lo preparó para su 60º cumpleaños, celebrado en pleno confinamiento el pasado 27 de abril: carpaccio de gambero rosso sobre meloso de crustáceos con toques de naranja y jengibre. Es una de las siete nuevas propuestas de su carta.
Carpaccio de gambero rosso sobre tembloroso de crustáceos. Markel Redondo
Ahí van algunos más: tartar de quisquillas sobre perlas crujientes de azafrán, licuado de pescado de roca sobre tarama de carabinero y montadito de endibias, anchoa y sardina. Vieira con caviar Ars Itálica sobre fondo de clorofila de perejil y cebollino. Taco de merluza enrollado en cenizas de papada ibérica, granos de hinojo y begi haundi líquido. Chuleta de cordero de leche, cebolla dulce trufada con tuétanos y picatostes. Daiquiri semifrío de fresas y lima. Toffe crujiente de avellanas, wasabi helado y escarcha de chocolate Pacari…
En la carta “los separamos por punto y seguido porque cada uno de ellos compone su propia frase, su mundo imaginario”. En la propia filosofía de cada plato pesa su concepto de hermandad fundido en lo que Berasategui lleva a la boca de sus clientes: “Tratar con el mismo cariño un guisante que un grano de caviar”.
Pero como aún no habían abierto, Martín se conformó el día que pasamos con él con un poco de jamón, buena chistorra y unas kokotxas… Mientras comía, siguió contando. “No solo he creado recetas. También he tenido tiempo de pensar en nuevos conceptos para restaurantes”, avisa. Y así es como entra en sus futuros proyectos en marcha. A Ane, su hija, le preocupa que su padre no olvide ninguno. A Lasarte une, entre otros, el eMe Be Garrote de San Sebastián; sus Etxecos de Madrid e Ibiza; el Patri Gastrobar y el Ola de Bilbao; el Fifty Seconds de Lisboa; el Melvin, el Txoco y el Martín Berasategui que tiene —estos dos últimos— en el hotel Abama de Tenerife; además del Oria y la Fonda España o el Lasarte en Barcelona. Aparte, prepara para 2021 su proyecto Hit en Mallorca. “Nuevo espacio más de celebración y encuentro que de intimidad”, afirma.
Cuando veo las toneladas de comida que se desperdician, me cago en diez… ¡Parece que somos un país de empachaos!”
Mucho garrote para darle vueltas a la imaginación, una propiedad que comparte con su colega David de Jorge, más conocido para muchos como Robin Food, y para Berasategui, “un número uno en nuestro mundo”. Algo de ese espíritu de solidaridad entroncada con el bandido de los bosques de Sherwood tienen los dos y lo han puesto en práctica durante el confinamiento repartiendo alimentos por los alrededores de Lasarte. “Los dejábamos en los portales y los llevábamos con nuestras camionetas. ¿Quién entiende que en este país se tire comida? Me parece inmoral. Con eso hemos podido demostrar que en España los cocineros somos solidarios”, afirma. “Yo soy un vacilón de ley, pero agradecido por lo que tengo. No soy de los que solo piensan en su cuenco lleno, sino en el de mucha gente. Cuando estamos así, a los que nos sobre, tenemos que regalar a todo Cristo. Cuando veo las toneladas de comida que se desperdician, me cago en diez… ¡Parece que somos un país de empachaos!”.
Martín Berasategui. Markel Redondo
En ese aspecto, Berasategui también está harto de clamar en el desierto acerca de la educación: “¿Para cuándo una asignatura en los colegios basada en dieta y nutrición?”, pregunta. “¿Por qué no nos convertimos en pioneros en ese campo y logramos que los hijos sean la primera generación que sabe más de cocina que sus padres? ¿Por qué hay gente a la que no le interesa que los chavales coman mejor?”. Son preguntas de calado que lanza para ver si alguien de una vez las coge al vuelo y las incluye seriamente en diversos planes de estudio.
De ahí saldrían, además, grandes talentos. Con más cuajo y conciencia quizás de lo que puede hacer brotar la moda de los programas de televisión. Aunque ese rasgo es algo que siempre circulará por ahí, sobre todo en lugares como Gipuzkoa, con su abrumador porcentaje de estrellas Michelin por kilómetro cuadrado. En eso, Berasategui se siente agradecido de pertenecer a una generación que propició el cambio de la cultura gastronómica en el mundo con nombres como el suyo, Juan Mari Arzak, Pedro Subijana o después Andoni Luis Aduriz. “La competencia entre nosotros ha sido sana. Nos ha empujado siempre a superarnos, más al estar tan cerca unos de otros”, asegura Berasategui.
El comedor principal de Martín Berasategui en Lasarte. Markel Redondo
Todo en pro de unos clientes que esperan sobradamente atentos, felizmente preparados y absolutamente convencidos de su regreso para una nueva etapa a lo largo de este verano. El chef no cree que vayan a cambiar mucho las cosas dentro de su campo: el del mero placer. Está convencido de que desaparecerán los traumas. “Los cocineros no somos otra cosa que transportistas de felicidad”, asegura. “Al fin y al cabo, ¿a quién se le ha pasado por la cabeza que la gente no quiera disfrutar?”. —EPS
Source link