De los nervios

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Cuando yo era adolescente, y hasta que salí de casa para casarme por la Iglesia para darle el gusto a ella de ir de madre de la novia y a mi padre de padrino, mi vieja siempre estaba nerviosa. Se lo notabas en el rictus de soriana seca, en lo áspero del tono, en lo envarado de la espalda. ¿Qué te pasa, mamá?, le preguntabas 45 veces, primero con interés, después con fastidio. Hasta que te soltaba un estufido: “Nada, que estoy nerviosa”, y ella sola se iba templando hasta volver a ser la clueca sin efusiones que fue toda su vida. Entonces no se estilaban los psicólogos y al psiquiatra se iba con camisa de fuerza, así que los nervios de mamá eran tenidos por sus hijos como un defecto de fábrica: incómodo, pero llevadero, como tener una cadera pelín más alta que otra. Nunca, jamás, en esos años, me dio por pensar qué se le podía pasar por la cabeza. Solo sabía que me sacaba de quicio tener que secar los platos inmediatamente después de que los fregara, cuando es sabido que se secan solos. Que me exasperaba que no se durmiera hasta que yo llegaba de juerga, aunque le dijera que vendría tarde. Que me llevaban los diablos al verla preocupada por todo y por nada cuando no había de qué preocuparse. Jamás pensé que pudiera tener, no sé, mal de amores. Que hubiera enterrado a sus padres muy pronto. Que tuviera miedo. O vértigo. O sueños imposibles. O rotos. O todo junto.Seguir leyendo


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