Hace 7.000 años, comunidades de pastores, agricultores y artesanos poblaban Andalucía. Convivían junto a sus rebaños en refugios naturales, donde dormían, cocinaban carne, cereales y legumbres y trabajaban la arcilla. En uno de esos lugares se ha descubierto que sus habitantes practicaron el canibalismo. Concretamente en la cueva del Toro, en el paraje El Torcal de Antequera (Málaga), donde se han encontrado huellas de dientes y mordidas humanas en costillas, un esternón y falanges de manos de otros congéneres. También se han evidenciado cortes practicados con herramientas para separar la carne de los restos óseos. Además, se ha hallado un cráneo tallado a modo de copa que antes había sido hervido y desollado. “El canibalismo es una práctica que hasta ahora se desconocía en el Neolítico Antiguo, es decir, hace unos 7.000 años”, explica Dimas Martín Socas, catedrático de Prehistoria de la Universidad de La Laguna, que junto a su homóloga y arqueóloga María Dolores Camalich-Massieu estudia este espacio desde mediados de los años setenta.
Ambos conocieron la cueva en 1975 y el material que encontraron, intacto y bien preservado, les animó a realizar una campaña de investigación en 1977. Le siguieron otras cuatro hasta 1988. En ellas encontraron restos de siete individuos en dos conjuntos diferenciados (cuatro adultos, dos adolescentes y un niño) y, tras un largo estudio, presentaron los resultados definitivos de su trabajo en 2004. Ahora, con la ayuda de un equipo interdisciplinar de investigadores, novedosas técnicas de análisis y los datos arrojados por nuevas pruebas de ADN y la datación por carbono 14, han vuelto a andar el camino con más herramientas. Y esa renovada mirada a toda la documentación les ha permitido, finalmente, demostrar la existencia de canibalismo en la cavidad. Sobre todo, gracias a la detección de ese cuidadoso trabajo para convertir un cráneo en un objeto para beber, “como si hubiera sido una talla en piedra”, afirma Camalich-Massieu.
Los resultados del estudio genético de los 101 fragmentos óseos encontrados han establecido que solo hay relaciones de consanguinidad de primer grado en dos de los siete individuos encontrados, que podrían ser madre e hija o hermanas. Y de manera independiente a sus restos, estaba ese cráneo trabajado y una mandíbula cuya genética no estaba relacionada con ellos. Es precisamente otra de las claves que ha permitido demostrar el canibalismo en los habitantes de este refugio, ya que permite plantear la hipótesis de la existencia de un canibalismo que incluyera el consumo de partes humanas dentro de un ritual funerario. La otra alternativa que plantean los investigadores es la práctica de un canibalismo agresivo entre grupos enemigos formados por miembros de una misma familia, como se recoge en el artículo publicado en la revista científica American Journal of Physical Anthropology.
Dieta compleja y rica
Los restos encontrados de trigo, cebada, lentejas, habas, bellotas y carne de cabra y oveja en el interior de la cavidad permiten descartar la idea de que el hambre tuviera relación con esta práctica. “El análisis de los restos humanos no indica ningún problema de tipo alimentario: tenían una dieta compleja y rica”, subraya en ese sentido Camalich, que junto a Dimas ha presentado los resultados de este trabajo junto a un equipo de actuaciones arqueológicas liderado por Jonathan Santana, de la Universidad de Durham (Reino Unido) y formado por Francisco Javier Rodríguez-Santos, del Instituto Internacional de Investigaciones Prehistóricas de Cantabria de la Universidad de Santander y Rosa Fregel, de la Universidad de La Laguna.
Dimas Martín y María Dolores Camalich-Massieu, en la cueva de El Toro. Javier Pérez Conjunto Arqueológico Dólmenes de Antequera
El canibalismo es una práctica que se ha estudiado en otras cavidades de España, Alemania o Reino Unido, siempre ligada a seres humanos de épocas más recientes o muy anteriores, ya en el Paleolítico Superior (hace unos 15.000 años). Sin embargo, no se conocía su existencia en el Neolítico Antiguo. Por eso, ese descubrimiento plantea ahora la revisión de los restos de dicho periodo, lo que hará que, “probablemente, se encuentren episodios similares en otros lugares”, explica el equipo de arqueólogos. De hecho, ya hay interés en realizar ese trabajo de análisis en la cercana cueva de Ardales, a unos 25 kilómetros de distancia en línea recta. Eso sí, hasta el momento no hay pruebas de canibalismo en dicha cavidad, según explica su conservador, Pedro Cantalejo.
La cueva del Toro se abandonó como refugio permanente hace unos 6.000 años. Un colapso de su estructura derribó la cubierta y dificultó la entrada (que hasta ese momento tenía fácil acceso) así como su habitabilidad. Sin embargo, nunca ha dejado de estar ocupada de manera ocasional. Y durante las diferentes campañas de investigación se han encontrado restos de la Edad del Cobre, la Edad del Bronce, el periodo romano e incluso la Edad Media. Muchos de estos objetos formarán parte del museo monográfico que se construye en el conjunto arqueológico Dólmenes de Antequera, que se inaugurará en el semestre del próximo año. La muestra expositiva arrancará, precisamente, con el cráneo tallado en forma de copa y un análisis del Neolítico Antiguo, ya que sirve para explicar el contexto previo a la construcción del Dolmen de Menga y el Dolmen de Viera, monumentos megalíticos que conforman este conjunto antequerano.
Rituales de culto en grandes monumentos
Hace seis mil años, el techo de piedra de la cueva de El Toro se vino abajo. Pudo ser un sismo o un movimiento del propio sistema kárstico de El Torcal, y fue el detonante de dos cambios de gran importancia. El primero es que los humanos que convivían en la zona montañosa de El Torcal abandonan las cuevas y deciden ir a vivir a la zona más baja del entorno, la hoy llamada Vega de Antequera. El segundo, que empiezan a vivir en pequeños poblados de cabañas y, también, a destinar espacios para el enterramiento de sus ancestros, cuando antes no había lugares específicos para ello. Es ahí también cuando comienzan a levantar grandes monumentos funerarios para realizar rituales de culto.
Uno de ellos es el Dolmen de Viera y está orientado al lugar por el que sale el sol en el equinoccio de otoño, mientras que el segundo es el más conocido por su singularidad: el Dolmen de Menga no está orientado hacia el astro rey, sino hacia la Peña de los Enamorados, un peñón calizo cuyo perfil es similar al de un rostro humano. “Esa anomalía es, precisamente, por lo que el conjunto megalítico se incorporó en 2016 al Patrimonio Mundial”, explica Bartolomé Ruiz, director del Conjunto Arqueológico Dólmenes de Antequera, que sitúa a la investigación de Dimas Martín Socas y María Dolores Camalich-Massieu como otra de las claves que permitieron fundamentar la candidatura. “Era básico para documentar el periodo previo del establecimiento en la Vega de Antequera de estos agricultores que empezaron a construir estos monumentos”, concluye Ruiz.
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