La pandemia ha reducido las fiestas populares y el ocio nocturno en Japón, dos fuentes de ingresos regulares para las bandas yakuza. Pero los miembros de la mafia japonesa se enfrentan a un problema de más fondo. La media de edad de los clanes cada vez es mayor. Temen la perspectiva de terminar sus días sin pensiones o cualquier otro tipo de ayuda gubernamental.
Las recomendaciones oficiales de evitar lugares concurridos para evitar el contagio de covid-19 ha cancelado o reducido el número de festejos callejeros, en los que es habitual que los miembros de los rangos más bajos de la yakuza monten tenderetes de comida o cobren dinero a cambio de protección a los comerciantes que venden sus mercancías.
También han bajado las cuotas de protección en los distritos de ocio nocturno: el Gobierno ha restringido los horarios de servicio y ejerce un mayor control en locales de masajes donde se practica sexo a cambio de dinero, aunque no figure en la lista de precios.
El descenso de la actividad afecta además el tráfico de narcóticos y también a un engaño habitual a las personas mayores. La yakuza los llama por teléfono para pedirles transferencias bancarias haciéndose pasar por hijos o nietos en apuros.
La crisis de ingresos llega en un momento en que el principal problema de la yakuza refleja la primera preocupación de la sociedad japonesa: el descenso de sus miembros y el envejecimiento generalizado de los clanes. La policía japonesa, que tiene registradas las direcciones de las sedes de las 22 grandes bandas y lleva una detallada estadística de sus miembros, contabilizó en 2019 un total de 14.400 mafiosos, de los cuales el 51% es mayor de 50 años.
Según el diario Asahi Shimbun, un jefe de la banda Yamaguchi-gumi tiene ya 83 años. 79 años cuenta otro de la banda rival, la Kobe Yamaguchi-gumi. Al incremento de yakuzas de más de 70 años, se suma la caída de aquellos en la veintena, que hoy son solo el 4,3%.
Al contrario de la generación de sus padres y abuelos, que asociaban la yakuza a una vida de aventuras trepidantes, mujeres voluptuosas y veloces coches importados, los jóvenes desdeñan la rígida jerarquía de la clásica banda mafiosa.
Un autor especializado en el crimen organizado, Tomohiko Suzuki, asegura que el envejecimiento de las bandas obliga a los capos a asumir misiones de alto riesgo que antes solo se asignaban a los pandilleros en la veintena de años. Asesinar a un rival por orden del jefe de la banda era una forma de ascenso para los yakuza principiantes, que tras cumplir una sentencia de 15 o 20 años salían a ocupar un cargo directivo en la organización. Mientras el sicario pagaba la condena, su familia quedaba protegida y los compañeros de banda le hacían visitas regulares a la prisión.
Sin embargo, el incentivo de ir a la cárcel como fórmula de ascenso desapareció cuando el Gobierno instauró, a finales del siglo pasado, la cadena perpetua para algunos casos de homicidio.
Para los mafiosos mayores, por su parte, la prisión significa una red de seguridad que les garantiza comida, techo y hospital. Los yakuzas fichados no pueden abrir cuentas bancarias, firmar contratos de móviles, tarjetas de crédito o pólizas de seguros. Tampoco pueden acceder a pensiones ni otras ayudas sociales.
Un exyakuza de unos 70 años entrevistado por el Asahi Shinbun aseguraba que para poder acceder a beneficios sociales, la policía lo tenía que borrar de la lista de criminales y le exigía un documento emitido por el jefe de la banda certificando su condición de disidente. Sin embargo, su grupo se desbandó antes de emitir el certificado y le costó mucho convencer a las autoridades de su intención de abandonar el crimen organizado. Tras explicar su sombrío futuro confesó: “Si volviera a nacer, no me metería a una banda yakuza si volviera a nacer”.
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