El saxofonista Coleman Garrett III en una calle de Memphis. / A. M.Amanda MarsCuando rozan las once de la noche, empieza a despedirse el cantante del club del viejo rey de la lucha libre King Jerry Lawler, una celebridad de Memphis que hace cuatro años, pasados los 65, probó suerte en la calle en la que tanta gente ha probado a lo largo de la historia: Beale Street. Apenas queda media docena de personas dentro del local ese último viernes de verano tan sombrío, con la calle más vibrante de la ciudad a media asta y los músicos tocando casi sin público, ausente como está aquella masa humana que solía tomar la calzada. Este 2020 de la pandemia solo queda un puñado de almas paseando por el bulevar del blues, pero los que permanecen tiran de épica, dispuestos a alargar la noche hasta el hallazgo de la vacuna contra el virus.“¡Es su cumpleaños, es su cumpleaños…!”, grita una joven, reclamando unos bises a la banda, agarrada del brazo de otras dos muchachas. La noticia despierta tanto entusiasmo en otra pareja de amigos que está en el local que uno diría que es la primera vez que se encuentran a alguien de aniversario; y todos, bastante borrachos y sin mascarillas, se abrazan, felicitan y besan con una euforia al final ya impostada.Es difícil saber qué queda de real en un sitio tan cambiadoExiste toda una industria de la nostalgia musical, que se parece mucho a la nostalgia a secas, en Memphis: Elvis Presley, B. B. King, Sun Records… Y Beale Street es su centro neurálgico, un salón de la fama para la música negra, un bulevar de locales con solera donde en una década u otra alguien dio un concierto legendario, donde se apostaba y se vendía absenta. “Te encontrarás con hombres honrados y carteristas mañosos, te encontrarás que los locales no cierran hasta que alguien muere… Si Beale Street pudiese hablar, si Beale Street pudiese hablar, los hombres casados tomarían sus camas y se irían”, escribió hace unos 100 años W. C. Handy, el autoproclamado padre del blues.Handy contaba que en 1903, cuando esperaba un tren en la estación de Tutwiler (Misisipi), escuchó a un músico tocando la guitarra con una navaja y provocando el llamado efecto slide, ese que arranca de las cuerdas un sonido melancólico. Era, dijo, “la música más rara que jamás había oído” y el compositor se lo presentó al mundo. Su casa-museo es uno de los atractivos más de la nueva Beale Street, la Beale Street de hombres en sandalias. Hoy, sin embargo, apenas hay de estos. Hoy es una meca de turistas sin turistas, nostalgia de la nostalgia, en la que si algo ha sobrevivido son precisamente las navajas.La que el saxofonista Coleman Garrett II lleva en el bolsillo tiene nueve centímetros. Parecía el momento de marcharse cuando empieza a sonar Careless Whisper, de George Michael, y al acercarse al origen de la música se perfila la silueta de Garrett tocando el saxofón ante un trío de mujeres. Cuando termina, flirtea y les pide propina a partes iguales. Lleva una funda colgada del hombro y 20 años azarosos tocando en Beale Street.“Los músicos de la calle vivimos de las propinas, lo cobramos todo en efectivo y la gente lo sabe, así que tenemos que protegernos. Cuando salimos de Beale, nos dirigimos a nuestras casas: puede venir cualquier y robarnos. A mí la policía me ha registrado y arrestado por ello. Si eres blanco, puedes ir armado, si eres negro…”, se queja. Para lo que no toma la más mínima precaución es para el coronavirus. “Tengo inmunidad divina, no siento esta mierda”, exclama. Cuando empezó la epidemia y cerraron los clubes, perdió el trabajo y a su novia.Me había vuelto loca buscando Beale Street en Nueva Orleans por culpa de James Baldwin. En 1974 el escritor tituló una novela con el verso de Handy, If Beale Street could talk (Si Beale Street pudiese hablar), y, hace un par de años, Barry Jenkins la llevó al cine con una cita de Baldwin en la presentación: “Beale Street es una calle en Nueva Orleans, donde mi padre, donde Louis Armstrong nacieron”, dice, “cada persona negra de América ha nacido en Beale Street, ha nacido en el barrio negro de alguna ciudad, ya sea Jackson en Misisipi o Harlem, en Nueva York. Beale Street es nuestro legado”.Entregas anterioresSin embargo, ni encontré Beale Street alguna en Nueva Orleans, primera parada de este viaje, ni existe referencia a alguna calle así llamada en el siglo pasado, mucho menos ligada a Armstrong, que llegó al mundo en South Broad, junto al tribunal de tráfico. La referencia de Baldwin era, probablemente, una licencia poética que se tomó para hablar de ese mismo barrio negro conceptual en el que todo chico negro ha crecido. Tenía sentido escoger una vía con tanta historia agridulce, perteneciente además a una ciudad en la que tan solo seis años antes de la novela habían asesinado a Martin Luther King, también en Memphis. “Beale Street es una calle ruidosa”, dice a su vez Baldwin, “le queda al lector discernir el significado del ruido”.Es difícil discernir el significado de la crisis, qué queda de real y no real en una calle Beale tan desnaturalizada. La tienda de empeños más cercana, en la avenida Poplar, pinta un retrato más certero de la realidad al día siguiente de esa noche metanostálgica. Una docena de guitarras cuelga de una de las paredes, con precios que van de los 70 y a los casi 200 dólares. La dependienta, Alaina Mickens, de 22 años, explica que hay quien llora al dejar sus pertenencias porque sabe que no las recuperará. Lo más vendido y comprado son los aparatos electrónicos, no las joyas. “No todo el mundo tiene joyas que empeñar”, aclara.Acto seguido es la cita con el saxofonista Coleman Garrett II para hablar con más calma y tomarle fotos a la luz del día. La camarera que atiende en el restaurante lo conoce y le hace un comentario al oído. “Yo no soy siempre este tipo”, le responde él.A la calle han llegado ya algunos turistas, pero no parece que vaya a ser tampoco una gran noche de recaudación. Como comprobaría ese mismo día, la mayoría ese fin de semana prefiere acudir a Graceland, que, de algún modo, es otro Beale Street y otra nostalgia de otra América que, al igual que ocurre con Beale, da igual si está en Tennessee o Luisiana. Junto a la lápida de Elvis, en el jardín de la mansión, reposaba un ramillete de flores violetas en memoria de su nieto, Benjamin Keough, que acaba de morir en un aparente suicidio con escopeta.En el vestíbulo de la mansión de Elvis vibró mi teléfono móvil. Era Patricia McCloskey, abogada y esposa del también abogado Mark McCloskey. El matrimonio se hizo famoso a finales de junio por apuntar con armas hacia una manifestación contra el racismo que pasó por su propiedad en San Luis (Misuri). La ciudad fue la cuna de Miles Davis y el semillero del movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos. Patricia McCloskey decía que aceptaban un encuentro el lunes a las 11.
Source link