Muchos ignoran que el Amazonas brasileño no son solo bosques, sino también más de 25 millones de habitantes
“Si hoy tengo una casa de cemento es gracias a la palma”, asegura Daniel Martínez, un agricultor que desde 2002 suministra a Agropalma racimos que llegan a pesar 20 kilos. “Muchos aquí han dejado de talar ilegalmente el bosque para plantar y producir palma, porque ven que da resultado económicamente”, agrega este campesino, entrevistado en Vila Soledad, una pequeña comunidad de Pará a la que se accede tras recorrer 40 kilómetros en una carretera de tierra casi impracticable durante la estación de lluvias. El último tramo se debe hacer en barco, pues no hay puente sobre el río Mojú en este punto.
Como decenas de otros campesinos locales, Martínez emplea a sus dos hijos formalmente en su plantación de 10 hectáreas, de donde hoy obtiene una renta de unos 700-800 euros por mes, asegura. Los estudios más exhaustivos en la región apuntan a que los campesinos pueden llegar a cuadruplicar sus ingresos con el cultivo respecto a la producción tradicional de alimentos.
Aprender a gestionar una pequeña empresa
La palma exige trabajo duro los tres primeros años, cuando las áreas deben estar limpias de maleza para que el sol penetre entre la enmarañada vegetación amazónica. También necesita abonos y pesticidas, suministrados por las empresas compradoras. La planta alcanza su plenitud productora a los 10-12 años, y a partir de los 23 comienza a declinar, además de que su altura hace casi inviable la recolección de los racimos. Todo ello requiere cierto aprendizaje en comunidades donde el analfabetismo es una todavía una realidad. Y donde escasean los conocimientos de administración financiera y oscilaciones del mercado internacional, como es el caso del aceite de palma, cuyo precio cotiza en Róterdam. “Algunos tienen dificultades para organizarse y pagar los créditos que los bancos les concedieron para invertir en semillas, adobos y herramientas. O para administrar los ingresos en los diversos ciclos de producción”, admite Martínez.
“Me costó adaptarme. Pero he aprendido a administrar la renta y a devolver créditos por mensualidades”, asegura por su parte Luis Oliveira di Sousa, un campesino de 46 años que cuenta los días para abandonar su vetusta vivienda de madera e instalarse con sus tres hijos en su flamante casa de cemento. “Pagué 80.000 reales [unos 23.000 euros] de una sola vez, ahorrando poco a poco con la venta de los racimos”, dice, con cierto orgullo.
En Vila Arauaí, otro poblado de campesinos que suministra a las empresas, 150 familias han ido un paso más allá, y han desarrollado iniciativas conjuntas para alquilar maquinaria, obtener mayores créditos e incluso irse de vacaciones, algo casi impensable para quien vive del campo aquí, ya que la tierra exige labores cotidianas. “Hemos creado un consorcio que usa fondos comunes para emplear a 32 personas, con contrato y seguridad social, que ayudan a los campesinos cuando se ausentan de las propiedades o necesitan mayor fuerza laboral por la cosecha”, señala Francisco Ramos, un productor de 60 años.
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Zeno Martins, gerente agrícola
Algunos académicos critican que la palma haya provocado una caída en la producción de alimentos, lo que ha encarecido localmente productos como la mandioca, el arroz y las judías, que forman parte de la dieta básica en la región. “Las relaciones entre los pequeños productores y las empresas es asimétrica. El más fuerte impone sus reglas al más vulnerable”, dice el profesor Elielson Pereira da Silva, que investiga en la región desde 2013. “Hubo falta de transparencia por parte de las empresas compradoras, que pesaban nuestra producción en sus instalaciones. Pero eso ha sido resuelto”, matiza Martínez, que lidera una asociación de agricultores que agrupa a un centenar de productores.
Otros agricultores locales condenan, sin embargo, que algunas empresas depositen sus residuos en los ríos. “Aquí Biopalma lanza los residuos al suelo, lo que contamina los cauces y provoca muerte de peces”, explica la señora Dalva, como quiere que se la identifique. “También contaminan los sueños con agrotóxicos”, asevera. “El resultado de todo es la configuración de los dendezales [plantaciones de palma] como áreas de riesgo ambiental, en función de la posible contaminación de los recursos hídricos, comprometiendo la salud de las comunidades tradicionales del entorno que usan ese agua”, señalan dos profesores universitarios en un estudio sobre el tema.
Greenpeace Brasil, referencia en el país sudamericano en denunciar los impactos de sectores económicos en el Amazonas, dijo a Planeta Futuro que no comentaría la cuestión. Otro estudio publicado en la revista científica Nature advierte de que las plantaciones de palma aceitera no deben permitir desplazar la vegetación forestal natural y no deben considerarse un componente de las reservas forestales, entre otras razones porque no pueden alojar a muchas especies autóctonas.
Las condiciones de trabajo en las fincas de las grandes empresas, otro motivo de crítica internacional del sector, también tienen un cariz particular en Brasil, uno de los países con la legislación laboral más estricta del mundo en desarrollo. Las jornadas son duras, sobre todo por el calor y la exigencia física del trabajo manual, pero no pasan de ocho horas. En Agropalma, donde Planeta Futuro pasó dos días visitando la propiedad de 104.000 hectáreas, los empleados van equipados con guantes, uniformes y cascos. El salario base es algo mayor que el mínimo en Brasil —unos 270 euros—, pero aumenta por productividad y puede alcanzar los 550-600 euros.
Reforestar pastos y almacenar CO2
Aunque pueda parecer una paradoja, la palma aceitera también puede contribuir a la reforestación del Amazonas. Las políticas desarrollistas de la dictadura militar brasileña (1964-1985) provocaron la mayor reconfiguración social y medioambiental de todos los tiempos en el Amazonas. En apenas tres décadas, miles de kilómetros de carreteras fueron abiertos en plena selva —entre ellos la mítica Transamazónica—, y millones de personas emigraron a la región desde el sureste y el noreste de Brasil en busca de empleo en minas, fincas ganaderas y obras de ingeniería. Los sueños de prosperidad impulsaron una deforestación acelerada y la transformación de millones de hectárea de selva amazónica en pastos que, en tres o cuatro años, quedaban inservibles por la erosión del suelo y la pérdida de nutrientes. Esa masa de tierras ociosas —que en Pará se extienden por unos 15 millones de hectáreas— es precisamente donde la palma aceitera puede expandirse.
“Sí, el dendê, así como otras culturas permanentes, imitan en cierta medida el bosque, y mantienen los suelos cubiertos y protegidos”, dice Joao Meirelles, uno de los mayores expertos en el Amazonas brasileño y director del Instituto Peabiru, con sede en Belén. Las estrictas normas medioambientales —que obligan a cualquier inversor a conservar al menos el 50% de su finca de bosque nativo amazónico— no siempre son implementadas, pero es una espada de Damocles para cualquier infractor, que se expone a altas multas o incluso la cárcel.
Quizá por ello la palma no ha experimentado un desenfrenado crecimiento en Brasil. A pesar de su extraordinario potencial, el país está a la cola de los diez mayores productores mundiales. “No creo que Brasil llegue a ser un gran productor de aceite de palma, seremos un país de porte medio. Pero tenemos todas las condiciones para ser el mayor suministrador de aceite de palma sostenible”, dice Marcello Brito, presidente de la Asociación Brasileña de Productores de Palma (Abrapalma) y director ejecutivo de Agropalma. De las 104.000 hectáreas de la finca de la empresa, 64.000 son de selva virgen con imponentes árboles de hasta 50 metros, lo que le ha valido una serie de certificados internacionales de buenas prácticas. “En 2001 fuimos los primeros del planeta en comprometernos con la deforestación cero”, asegura.
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