Iain M. Banks tenía 33 años cuando publicó Pensad en Flebas (1987), la primera de las novelas de la serie La Cultura. Fue el inicio de lo que llamó su “juego de trenes”, esto es, la maqueta de otro mundo posible con el que le gustaba jugar, la de una súper civilización – entendiendo ese súper como se entendía el del súper hombre de Nietzsche – en la que hasta el último sentimiento mezquino había sido eliminado –y también hasta el último crimen– puesto que no había nada que los culturianos no pudieran conseguir si lo deseaban. La suya era una sociedad post escasez, hipertecnológica, igualitaria y placenteramente anárquica. Oh, ¿y qué hay de los haters? Los haters son seres francamente estúpidos –auténticos jerks– que, por supuesto, están en contra de tan apetecible utopía. Y, claro, están por todas partes.
Podría verse Pensad en Flebas, y las otras nueve novelas de la serie que escribió antes de que un fulminante cáncer se lo llevara en 2013 como un redibujo cruento y sarcástico de Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin. Él nunca lo negó, al contrario, Banks la reinvindicó como maestra absoluta de su peculiar universo. Y también reivindicó la idea de la ciencia ficción como diálogo. Un diálogo entre la obra de aquellos que llegaron antes y los que llegarían después y, por supuesto, los que aún están por llegar. “Toda escritura lo es; un escritor lee algo, puede que algo bastante famoso, y se dice, ¿y si esto no fuera exactamente así? A continuación, se sube a hombros de ese gigante y, tomándolo como punto de partida, crea algo nuevo”, escribió en una ocasión.
Por eso podría decirse que todas las familias de escritores muertos se parecen pero aquellas que inexplicablemente se niegan a que la obra de su escritor adquiera una nueva forma no han entendido nada. Esta semana Dennis Kelly, el tipo que hay detrás de la epatante y retorcidamente divertida Utopia, lamentaba, y lo hacía profundamente, que los herederos de Banks hayan decidido que finalmente La Cultura va a quedarse sin dar el salto a la pequeña pantalla, renunciando con ello a que el diálogo del que hablaba el escritor se propulsase hasta lo indecible porque ¿no pretendía Amazon convertir el sarcástico universo en guerra de Banks en un, literalmente, “bombazo global”? Estaban pensando en algo parecido a Juego de Tronos. No iban a reparar en gastos.
Kelly llevaba dos años trabajando en la adaptación. Las editoriales se planteaban ediciones de lujo de sus libros. Iain iba a estar de vuelta. El reverso space opera de J. G. Ballard –también lo admiró siempre, aunque podría decirse que lo único que tenían en común era su visión absolutamente perversa del ser humano– iba a salir ahí fuera y tal vez, con toda seguridad, encontrar nuevos lectores. Siempre le molestó la forma en la que se subestimaba la ciencia ficción. Hoy, cuando, globalmente, el realismo podría calificarse de fantástico y al revés, las cosas han cambiado, y su obra, prolífica y visionariamente alternativa, podía haber reencajado, y ofrecido, desde el pasado, otra salida al presente.
El aspecto lúdico, tan importante para Banks, un mantra constante en su obra, que contempla el mundo como una colección de juegos superpuestos –y a veces, divertidos, tanto como los nombres de sus naves, tan ridículamente largos y graciosos, No More Mr Nice Guy, It’s My Party And I’ll Sing If I Want To–, encaja a la perfección en el mundo hiperrecreativo de hoy, en el que todo, cada aspecto de la vida –desde las relaciones personales hasta una puesta de sol–, capitalismo salvaje mediante, se ha convertido en un microjuego, y su suma es la cadena que nos mantiene unidos y distraídos de, como diría Philip K. Dick, lo que verdaderamente está pasando ahí fuera.
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Iain M. Banks no era siempre Iain M. Banks. A veces era simplemente Iain Banks. Tenía que ver con un desdoblamiento entonces necesario. Añadía la inicial de su segundo nombre –Menzies– a las novelas que consideraba puramente ciencia ficción. Las otras, las que calificaba de meramente literarias, las firmaba como Iain Banks. Hijo de una patinadora sobre hielo profesional y un oficial de la Marina Real Británica, Iain decidió que sería escritor a los 11 años. Acabó su primera novela a los 16. Era, claro, una novela de ciencia ficción. También fue una novela de ciencia ficción la primera que quiso publicar, pero ninguna de las puertas a las que tocó se abrió.
Sí lo hizo una, sin embargo, cuando entregó La fábrica de avispas, una suerte de Señor de las moscas solipsista, en el que un chaval crea su propia sociedad macabra –habitada únicamente por él– con sus propias y escalofriantes normas y sacrificios –para cosas como leer el futuro–. Él consideraba La fábrica de avispas, y sus terroríficas novelas no de ciencia ficción –Aire muerte, Cómplice, Pasos sobre cristal– novelas mainstream, cuando en realidad eran exploraciones macabras del ser humano, y el lado (aún más) oscuro de su yo anarcoespacial. Dos caras de una misma moneda, dos formas de desatarse, dos formas de, en definitiva, jugar.
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