Luis Bárcenas no alberga dudas. La Operación Kitchen, la supuesta trama urdida en la cúpula del Ministerio del Interior para espiarle, tuvo varios frentes. Así se lo relató al juez Manuel García-Castellón durante sus declaraciones en la Audiencia Nacional, donde enmarcó dentro de ese dispositivo irregular los seguimientos a su entorno por agentes de la Policía Nacional; la captación de su entonces chófer, Sergio Ríos; el asalto a su casa por parte de un falso cura que retuvo a su familia pistola en mano; y, según él, las vigilancias a las que le sometieron durante su estancia en prisión preventiva en 2013: “[Mi abogado] Javier Gómez de Liaño permanentemente decía: ‘Jorge Fernández Díaz nos está grabando”, aseguró. El exministro ya se encuentra imputado.
A lo largo de una de sus declaraciones ante el juez, fechada el 16 de enero de 2019 y a la que tuvo acceso EL PAÍS, Bárcenas cuenta que ahora ata cabos y comprende la dimensión de muchos detalles de entonces. Apunta que todo comienza tras su entrada en la cárcel. “A partir de ese momento, se genera una preocupación importante en el PP al desconocer si ha salido todo, si puede haber más cosas. Se vuelven locos y montan una operación desproporcionada”, detalla el extesorero, que recuerda que su abogado le había insistido en ese momento que le “contará todo” al juez.
Entre otros puntos, el exdirigente del partido centra el tiro en su antiguo chófer, al que decidió echar en 2014 después de que su mujer le contara que “se metía en conversaciones”. “Quería conocer todo lo que se hacía, teníamos una cierta suspicacia”, apunta. Ríos, que se encuentra imputado en Kitchen, fue captado por la trama para supuestamente arrebatarle al extesorero documentos comprometedores para el PP. De hecho, otro de los implicados, el comisario Enrique García Castaño, alias El Gordo, relató al juez que les llegó a entregar varios dispositivos electrónicos que había sustraído del domicilio.
“En aquel periodo, las actuaciones con respecto a mí no se correspondía con nada normal”, prosigue Bárcenas, que afirma que está “convencido” de que el asalto del falso cura también estaba relacionado con la Policía —aunque los investigadores no han logrado establecer una relación más allá de las sospechas—. Según el extesorero, con la excusa de la entrada del asaltante, su domicilio se llenó de policías (“más de 40”) en apenas unos minutos e, incluso, uno de ellos llegó a darle a su esposa un terminal telefónico para que tuviera contacto directo con ellos si quería decirles algo. Además, a raíz de aquello, el chófer les convenció para instalar un sistema de seguridad que incluía cámaras.
En prisión, según Bárcenas, también le espiaban. “Detecté a una persona que entró en el módulo que yo estaba para hacerme labores de seguimiento”, cuenta, antes de especificar que tomaba “notas sobre él”. También tenía que reportar cada día a un funcionario a quién telefoneaba: “Eso no lo hacía absolutamente nadie”. Y, a la hora de comunicarse con su abogado en los locutorios, también cree que le grababan: “Me asignaban siempre una cabina determinada, no una aleatoria como a todo el mundo. El funcionario nos llevaba a una cabina en concreto”. “Usábamos la técnica del folio y el lápiz para las cosas que requerían cierta discreción al comunicárnoslas”.
Supuesta operación en el Congreso
Otra de las grabaciones de José Manuel Villarejo, principal sospechoso de la trama, a la que los investigadores del caso Kitchen han dado más relieve en sus informes, se produjo el 17 de febrero de 2016. Se trata de un almuerzo entre el comisario encarcelado, el empresario Adrián de la Joya y un tercer comensal: el comisario principal José Luis Olivera, en aquel momento director del Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado y anteriormente máximo responsable de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF).
En ese archivo de audio, los tres comparten información sobre el espionaje, como los detalles de cómo Villarejo captó a Sergio Ríos; los pagos a este con fondos reservados —“2.000 pavos al mes en crudo, gastos aparte”, comenta el comisario jubilado―; o la coartada que le proporcionaron a Ríos si alguien detectaba la operación: “Tronco, tú no has hecho nada ilegal, métetelo en la cabeza, tú has dado una información y tal a un agente que es uno que se llama el Gordo (…) pensando que si se obtenía algo terminaría en un juzgado. Digo: Eso es lo que tú tienes que repetir en todos los sitios”.
Pero esa conversación, de dos horas y media, dio para más que para hablar de la Kitchen. Entre plato y plato, Villarejo, con su habitual tono fanfarrón en el que mezcla apodos y sobreentendidos para dar pie a que sus interlocutores le hagan confidencias, les habló de un supuesto trabajo encubierto para el expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy. “Rajoy tenía serias dudas de que le estaban grabando en su despacho del Congreso y pidió ayuda para que se hiciera un barrido porque no se fiaba de nadie. Y el que le ayudó se llama Villarejo”. Según el comisario encarcelado desde noviembre de 2017, en esta supuesta operación participó la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, quien, dice Villarejo, introdujo “los aparatos” para hacer el rastreo de micrófonos en el despacho de Rajoy. Olivera secundó esta versión: “El que le hizo el barrido fue Villarejo, pero los aparatos los metió dentro una señora que es vicepresidenta del Gobierno”, apuntó su colega.
En otro punto de la conversación, el comisario jubilado y Olivera presumieron de haber redactado un “borrador” de informe patrimonial que obligó al “Pujol viejo”, en referencia al expresidente catalán Jordi Pujol, a “negociar con el ministro”, sin mencionar a qué miembro del gabinete se referían. “Le pusimos una bomba atómica en los huevos… Este puto país nos debe mucho”, se ufanó Villarejo. “Fue la operación de inteligencia mejor y más barata de la historia”, replicó Olivera, que no está imputado en el caso Kitchen pero cuyo patrimonio está siendo investigado por orden de García-Castellón.
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