A Unamuno le gustaba viajar despacico. En trenes lentos, a lomos de mula o, mucho mejor, a pie. Le gustaba sentir el país bajo la suela del zapato y creía que caminar era una forma de patriotismo. Despreciaba a los viajeros cosmopolitas y mundanos, a los sibaritas de coche-cama y hotel con botones, y presumía de dormir en pajares o al raso y de echarse al buche cualquier comida que le ofreciese un aldeano, sin remilgos y mojando pan.
Por eso me cuesta tanto ver a Unamuno a bordo de una nave interestelar, que es el último sitio donde ha sido avistado. La velocidad de curvatura de Star Trek se le antojaría una forma zafia de viajar. Pudiendo recorrer el universo por caminos secundarios, parando en cada planeta para cenar en la fonda y subirse al amanecer a los riscos de cualquier asteroide pintoresco, no entendería a qué venían tantas prisas.
En el tercer capítulo de la sensacional Picard (que nos tiene a algunos trekkies en un estado de excitación tan indigno como gozoso) hemos conocido al capitán Ríos, un tiarrón bien plantao que va a su aire, renegado de toda autoridad que no sea la suya, una especie de anarquista heredero del capitán Nemo. El anciano Picard, que pide su ayuda, le sorprende leyendo un libro en papel: Del sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno.
No es una referencia gratuita. Nada en Star Trek lo es. Su lectura indica que Ríos es un hombre atribulado e intelectual que no sabe resolver la contradicción que hay en él entre su yo racional y su yo religioso. Pero a mí, al margen de la caracterización del personaje, me encanta que Unamuno resucite en el siglo XXIV para hacer lo que más le gustaba: salir de excursión. No saben los romulanos la que les espera con Don Miguel.
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