Aquel domingo, en la panadería, había cola. Nada extraño, a priori, la vida del barrio. Víctor Coyote recuerda que llegó, preguntó quién era el último y se puso a esperar. Como en un día cualquiera, pero más lejos. Los clientes se habían colocado a una inédita distancia, “como la de un duelo de pistoleros del oeste”. Cualquiera que saliera a la calle ese 15 de marzo en España sabe de lo que habla el músico y artista. Primer día tras la aprobación del estado de alarma, el estreno de una nueva era. Cada cual lo guardó en su memoria. Pero Coyote, además, lo dibujó en seis viñetas. Dedicó la última a Yoli, la dueña de la tienda, y su resistencia: “Abro por las personas mayores, mis clientas, para no dejarlas colgadas”.
El creador se retiró con el pan y una intuición: “Todavía no se sabía mucho pero cuando lo ves, lo palpas, es diferente. Pensé que estaría bien hacer algo”. A partir de entonces, se armó de lápices, paciencia y retrató, jornada tras jornada, la cuarentena que cerró España. Primero, durante esas semanas, en las redes. Y, ahora, ha recopilado sus viñetas en un cómic, Días de alarma (Salamandra Graphic).
“No fue la idea más original del mundo. Había que buscarle las vueltas, planteártelo de una manera personal”, defiende el artista. Lo cierto es que, en efecto, muchos dibujantes se volcaron en diseñar lo que sucedía. Hasta el formato se parece: primero, gratis, en Instagram o Twitter; y, luego, en un libro. Pero cada uno lo hizo a su manera. Álvaro Ortiz inventó un Batman sediento y desesperado en El murciélago sale a por birras (Astiberri); Laurielle ha autoeditado el relato de su día a día confinada en Diario de estar por casa; y cuando el marido de David Ramírez contrajo el coronavirus y acabó ingresado el historietista se atrevió a narrar su terror y el alivio final en COnviVIenDO (Norma). Entre todos, junto con el enfurecido panfleto de Max Manifiestamente anormal (La Cúpula), han dibujado la memoria de la pandemia.
“Mi pareja me animó a que siguiera contando mi cotidianidad. Pero, claro, era esa”, lo explica Ramírez. Es decir, los primeros síntomas de su marido, la separación en casa, el hospital. Y un enorme monstruo, en cuya frente se lee “miedo”, que empieza a seguirle en las viñetas más difíciles. “A veces no había manera humana de sacarle la parte graciosa a lo que contaba. Había momentos que me emocionaba. Se me escapaban las lágrimas mientras las pintaba”, relata Ramírez. Aunque, a la vez, el dibujante recuerda que encontró cierto efecto terapéutico. Y un compromiso para mantenerse activo, frente a la tentación del sofá, algo que todos los entrevistados confirman. “Me ha servido para no estar mano sobre mano viendo series, o dándole demasiadas vueltas a qué ayuda de autónomo iba a pedir”, explica Coyote, que justo tenía previsto empezar en marzo la gira de su nuevo disco.
A Ramírez, diseñar le servía también para informar a sus amigos y parientes sobre cómo estaban él y su marido. Y, de paso, mostraba a otras parejas cómo transformar un único hogar en dos mundos aislados. “Hubo profesionales de la medicina que me contactaron felicitándome porque les parecía una guía bastante buena de precauciones sanitarias”, afirma.
“Me daba una obligación diaria y el contacto con la gente. Algunos lectores me contaban que, al despertarse, miraban el móvil para ver si estaba el nuevo capítulo”, rememora Ortiz. “Intentaba mostrar que estar en casa quizás no te haga feliz pero tampoco es horrible. Todavía me escribe gente diciéndome que echa de menos las viñetas”, confiesa Laurielle. La rutina y el cariño de los lectores compensaban así el cansancio de sacar algo nuevo cada día, sin más inspiración que las mismas cuatro paredes, o un paseo por el supermercado.
Para Víctor Coyote, la musa se escondía en los lugares más extraños: una vuelta en coche, su padre, las fiestas de su pueblo, los anuncios del Gobierno o las grietas de la sociedad. Porque Días de alarma regala tanto sonrisas como reflexiones e indignación. “Intento que mis obras siempre tengan un punto que escarbe un poco, que te divierta y duela, que sea algo cabrón”, aclara el dibujante. Así, en una tira, una pareja se escandaliza por estar confinada en un crucero mientras “el gobierno no hace nada”. Y en otra, un chico se pasa cinco viñetas elogiando el teletrabajo. Hasta que, en la sexta, suena el telefonillo. Ha llegado un rider. Trae su cena.
El dilema de la cultura gratuita
Los creadores debieron afrontar un debate incómodo. Entre cientos de lectores agradecidos, otros lamentaron que publicar gratis era un regalo envenado para la cultura. “En una situación anormal no se puede actuar como en la normalidad”, responde Laurielle. Y subraya que, en el fondo, también estaba publicitando su trabajo. “Al salir el libro en papel, no eliminé las viñetas online. Prefiero que me lean y me llegue algo de pasta, pero, sobre todo, que me lean”, coincide Ortiz.
Aunque la publicación de los libros también ha dado pie a la polémica opuesta: para algunos, supone la prueba de que no les movía ningún espíritu altruista, sino sacar provecho de la crisis. “En la vida nadie pasa sin pringarse. Hay que mancharse las manos de alguna manera. Tenía sentido coyunturalmente ofrecerlo gratis, pero a la vez creo que regalar cultura es una política muy mala. La diferencia para mí estaba en el contenido, me esforzaba de no tirar por la vía fácil o la ternura barata”, argumenta Coyote. Y Ramírez explica: “Me parecía una historia lo suficientemente importante para ofrecerla en su mayoría gratis. Pero como los ‘likes’ no me llenan la nevera, también guardé material inédito para el papel. Quien no puede gastar, ahí tiene la edición en redes. Y quienes puedan, bienvenidos son”.