Montgomery Clift, 100 años después: mitos y verdades del “suicidio más largo de la historia de Hollywood”


Murió a los cuarenta y cinco años, la edad a la que algunos todavía tratan de hacerse un hueco en Hollywood, y dejó tras de sí cuatro candidaturas al Oscar, una docena de clásicos, millones de corazones destrozados y un nuevo modelo de estrella que se le acabaría atragantando a Hollywood. Al contrario que la mayoría, no necesitó cambiar su nombre ni mejorar unos rasgos que eran perfectos, tampoco modular su cuerpo ni su voz. Llegó en un momento en el que los héroes tenían el aspecto de John Wayne o Bogart y sirvió para dar paso a una generación de actores entre los que se encontraron los James Dean y Marlon Brando. Los tres eran atractivos, brutalmente Brando, morbosamente Dean, y entre los dos, los rasgos perfectos de Clift, su mirada profunda, sus cejas boscosas, rasgos cincelados con una belleza casi femenina, pero inequívocamente masculina. Al igual que ellos, dinamitó las reglas interpretativas aportando unos matices inéditos en las producciones anteriores –eran seguidores de lo que se llamó “el método”, una técnica interpretativa especialmente autoexigente que implicaba una profunda exploración emocional de los personajes–. El galán ya no era un héroe monolítico, podía llorar, quebrarse y mostrar sus vulnerabilidades. ¿Alguien imagina a Wayne llorando por Stella? El Duque habría zanjado su discusión conyugal disparándole a las rótulas.

Montgomery Clift nació el 17 de octubre de 1920 en Omaha, Nebraska, fue el segundo en un parto en el que sólo se esperaba a la primera, su gemela Ethel, y siempre vivió condicionado por las elevadas expectativas de una madre que tras descubrir a los dieciocho años que pertenecía a una familia de la alta sociedad, pasó su vida tratando de ser reconocida por ellos. Con ese afán educó a sus hijos como si perteneciesen a la aristocracia, mientras el sueldo de su marido, un banquero bastante próspero, lo permitió, viajaron por Europa y tuvieron los mejores tutores. Cuando el crack del 29 se llevó por delante la economía familiar, cada uno se buscó la vida: mientras sus dos hermanos iban a la universidad, Montgomery, que nunca había sido capaz de integrarse en el colegio, se decantó por el teatro.

Debutó en Broadway con quince años y a mediados de los años treinta ya era una estrella indiscutible en las tablas neoyorquinas. Su talento y su belleza no pasaron desapercibidos para un Hollywood dispuesto a pagarle un billete a cualquiera con un lado bueno y la capacidad de memorizar tres frases, pero no se moría por las luces brillantes de la industria de la Costa Oeste y prefirió dar largas al cine.

Cuando finalmente llegó a Hollywood se negó a firmar un contrato de larga duración, no quería atarse al estudio por cinco o siete años –que era lo que se estilaba entonces–, lo que le habría obligado a aceptar proyectos que no deseaba o permanecer en el ostracismo. Se arriesgó y ganó: Paramount quería aquello que Broadway adoraba y sentó un precedente que empezó a señalar las grietas de un sistema de estudios que empezaba a desmoronarse.

Cuando Howard Hawks estaba a punto de empezar a rodar Río Rojo con John Wayne, el representante de Clift le dijo que tenía al coprotagonista ideal. El rodaje fue infernal, en medio del desierto de Arizona, y durante seis lluviosas semanas, Clift no llegó a sentirse nunca cómodo con Wayne y con el tipo de masculinidad que aquel equipo destilaba: no participaba de sus chistes soeces ni de las partidas de póker en las que se enzarzaban durante horas. La hostilidad fue mutua: en una entrevista con la revista Life, Wayne definió a Clift como un “pequeño bastardo arrogante”. La rivalidad en el set era evidente y Clift partía con desventaja: no estaba en su habitat, pero dejó claro que estaba dispuesto a todo por lograr una buena interpretación. Sin ningún conocimiento de equitación previo, dedicó horas y horas a trotar a caballo por montes escarpados para no desmerecer al lado del vaquero por antonomasia. Ese afán de superación fue una constante en su carrera.

La película fue un éxito y tanto público como crítica pusieron sus ojos en aquel muchacho frágil de mirada infinita que no se había arrugado ante el gran héroe de América.

Su segunda película, Los ángeles perdidos, le reportó su primera nominación al Oscar y la tercera, La heredera, lo convirtió en un héroe romántico. Cary Grant había suspirado por el papel y Olivia de Havilland, motor de la producción tras quedar deslumbrada por ella en Broadway, había recomendado a su amigo Errol Flynn con el que ya había formado pareja dos veces, pero Wyler creía que el estilo interpretativo de Clift se ajustaba más al del ambiguo Morris Townsend. Al igual que antes había aprendido a montar a caballo en tiempo record, para interpretar al arribista pretendiente de De Havilland, cuyo carácter fue dulcificado en la adaptación para que el público no sintiese animosidad ante su nueva estrella favorita, aprendió a tocar el piano. Teniendo en cuenta que una de las maledicencias favoritas de Hollywood es que Flynn lo tocaba con una parte de su anatomía poco apropiada, tal vez la historia habría ganado con el protagonista de El Capitán Blood al frente.

La película de Wyler le encumbró, pero él la aborrecía, consideraba que el director había beneficiado a De Havilland –a la que creía escasa de talento–, tanto que se fue precipitadamente del estreno. El resultado fue agridulce, le convirtió en un héroe romántico y en el galán soñado, pero de las siete nominaciones que recibió la película ninguna fue para él y tuvo que ver como De Havilland se llevaba la suya a casa.

La Academia no tardaría en fijarse en él nuevamente, pero esta vez su parteneire no sólo no sería hostil, sino que se convertiría en su mejor amiga y en la mujer que años después le salvaría la vida. Elizabeth Taylor y Clift trabajaron juntos por primera vez en Un lugar en el sol y el reto al que el actor del método se sometió esta vez fue pasar una noche en la cárcel para poder penetrar psicológicamente en su personaje. La película los convirtió en la nueva pareja de moda de Hollywood y los medios trataron de inventar una relación que era inexistente en lo amoroso; pero profundamente sólida en lo personal.

Taylor disfrutaba compartiendo plató con su amigo, pero pocos compartían su opinión: sus problemas en el los rodajes empezaron a ser habituales, a su afán de perfección que incluía reescribir sus diálogos (y los de sus coprotagonistas) se sumaron su cada vez más evidente adicciones. Durante el rodaje de Yo confieso, Hitchcock, que detestaba a los actores del método, se había decantado por sus habituales James Stewart y Cary Grant, pero la polémica que implicaba la película –un cura con un pasado cuestionable– les apartó del proyecto y permitió que Clift realizase una de las mejores interpretaciones de su carrera. Pero todavía fue capaz de superarse en la siguiente, De aquí a la eternidad. Tal vez lo primero que viene a la mente cuando se piensa en el clásico de Zinnemann sea la apasionada escena entre Burt Lancaster y Deborah Kerr, pero lo que la vertebra son unas actuaciones pocas veces superadas, entre las que destaca el sargento Prewitt interpretado por Clift, uno de los papeles más opuestos a su verdadera personalidad. En el etéreo Clift no había nada que en principio hiciese pensar en un boxeador retirado, pero como era de esperar, aprendió a boxear con soltura y hasta a tocar la corneta. La Academia le premió con otra nominación y él decidió que era un buen momento para tomarse un descanso. Estaba en lo más alto de su carrera, pero sus problemas de adicción eran cada vez más evidentes. Volvió a Nueva York y se mantuvo fuera de la industria tres años, hasta que la posibilidad de volver a trabajar con Elizabeth Taylor le hizo sumarse al reparto de El árbol de la vida, una copia barata de Lo que el viento se llevó sin ningún aliciente para él más que pasar tiempo con Liz.

Se suele decir que Montgomery Clift murió dos veces y la primera fue el 12 de mayo de 1956, durante un descanso del rodaje de El árbol de la vida. Los datos del accidente son tan épicos que costaría creerlos si no lo hubiese narrado el actor Kevin McCarthy, protagonista de La invasión de los ladrones de cuerpos y gran amigo de Clift. Él estaba en aquella fiesta que cambió la vida del actor para siempre y en la que estaba también Rock Hudson y su mujer (por contrato) Phyllis Gates. Una fiesta a la que Clift no quería asistir y a la que sólo acudió por la insistencia de Taylor. Aquella noche iba a visitarla un sacerdote amigo que adoraba la interpretación de Clift en Yo, confieso y quería presentárselo. Clift temía que realmente sólo fuese una excusa de su amiga, que cada día quería pasar menos tiempo a solas con su segundo marido, el actor Michael Wilding, pero acudió. Según el Rashomon en el que se ha convertido la historia en función de la fuente, Clift bebió demasiado, no bebió nada o tomó sólo una copa de Jerez, pero en lo que coinciden todos los narradores es en que estuvo taciturno y recostado en la alfombra del salón durante toda la velada. Cansado y aburrido abandonó la fiesta, su amigo McCarthy se fue con él con la idea de conducir unos metros por delante para mostrarle un atajo, hasta que repentinamente le perdió de vista en el retrovisor y un estruendo seguido de una llamarada le hizo temer lo peor.

“Estaba debajo del tablero, estaba aplastado, arrugado, era horrible. Millones de personas adoraban a ese hombre maravilloso, y yo estaba ahí solo e indefenso, ni siquiera podía abrir las puertas. Volví cuesta arriba a la casa de Elizababeth, salté de mi coche y golpeé violentamente la puerta de entrada. Llamamos a una ambulancia, volvimos inmediatamente al auto destrozado y pudimos abrir la puerta trasera. Tanto Liz Taylor como yo logramos trepar y llegar al asiento delantero. Su rostro y su cuero cabelludo estaban empapados de sangre, su cabeza comenzaba a hincharse. Con una voz extraña, le dijo que se le habían arrancado los dientes delanteros y que estaban atascados en la garganta, asfixiándolo, y le pidió que se los sacara de la boca. Muy suavemente y de la manera más natural, ella metió los dedos en su garganta y se los sacó. Luego llegaron el médico y la ambulancia”, declaró el actor a Film Talk.

¿Demasiado cinematográfico? Pues no acaba ahí. Cuando los fotógrafos, que no tardaron en llegar por docenas, se arremolinaron sobre el cuerpo destrozado del actor, Taylor se enfrentó a ellos y les juró que se arrepentirían de inmortalizar aquel momento. Jamás ha trascendido ninguna foto de ese accidente.

Aquel suceso modificó la cara de Clift, su carrera y su manera de relacionarse con el exterior. La amistad con su amigo McCarthy, que ya había comenzado a deteriorarse por el errático comportamiento al que le había llevado el abuso de sustancias, se rompió. “Sé recuperó. Lo lamentable fue que, a partir de ese momento, dio un giro de ciento ochenta grados, para beber, tomar pastillas, quién sabe qué. Iba cuesta abajo, era como ver la desintegración de una gran estructura.”.

Tras dos meses de rehabilitación, Clift volvió para terminar el rodaje. En contra de lo imaginable, aquella endeble producción que sólo se iba a sustentar en el nombre de sus protagonistas, se convirtió en un éxito inesperado, todo el mundo quería ver el rostro destrozado del actor. A pesar de las cirugías, de los dobles y de la cuidada iluminación, eran evidentes los cambios en la fisonomía de Clift. Su lado izquierdo había quedado prácticamente paralizado, su rostro se veía abotargado, aquel hombre guapísimo que no llegaba a los cuarenta parecía ahora un anciano. El dolor crónico, sumado a la profunda depresión que sentía al mirarse al espejo aumentó una adicción al alcohol. Según cuenta Anne Helen Petersen en Scandals of Classic Hollywood, “En el set de El árbol de la vida, el equipo había designado palabras para comunicar lo borracho que estaba Clift: lo malo era Georgia, lo muy malo Florida y lo peor de todo era Zanzíbar”. También tenía una fuerte dependencia de los muchos fármacos que tomaba desde que le habían diagnosticado disentería amebiana tras ingerir comida en mal estado en un viaje a México, razón por la que no había podido alistarse en el ejército y por la que llevaba una extraña dieta que consistía en comer una o dos veces al día únicamente filetes, huevos y zumo de naranja.

Según la citadísima frase de su profesor de teatro Robert Lewis, ese día comenzó “suicidio más largo en la historia de Hollywood”. Lo cierto es que su personalidad había sido siempre compleja, pero su desmesurado talento había hecho pasar por alto excentricidades como que alguna vez sirviese a sus amigos la comida directamente en el suelo, que la única decoración que había en su apartamento de Nueva York fuese la radiografía de un cráneo, que condujese un coche destartalado y que sólo tuviese un traje. Pero tras el accidente su delicado equilibrio mental se hizo evidente. En una ocasión salió a cenar con un par de amigos y tras ser reconocido y verse rodeado por extraños que coreaban su nombre, se refugió debajo de la mesa y comenzó a cubrir su cara con mantequilla.

A pesar de todo, su talento seguía incólume y siguió trabajando. Para muchos críticos, y para él mismo, las películas posteriores al accidente son las mejores de su corta carrera. Obviamente era otra persona, tanto física como emocionalmente. Su amiga Elizabeth Taylor lo rescató para coprotagonizar De repente, el último verano, rodada en España pero prohibida por la censura hasta 1980. El rodaje fue un infierno para un Clift muy deteriorado ya que se veía obligado a dividir sus secuencias porque era incapaz de recordar los diálogos. El director, Joseph Leo Mankiewicz, trató de reemplazarlo, pero tanto Taylor como Katherine Hepburn se negaron y fue tan duro con él que al final del rodaje Katherine Hepburn le escupió en la cara. En nuestro país la censura se debió a una escena de canibalismo que según los observadores patrios reflejaba a los españoles como un pueblo atrasado a pesar de lo simpáticos que habíamos sido al acogerlos en nuestro país. Pero la verdadera controversia de la película venía de su manera descarnada de abordar la homosexualidad, nada casual teniendo en cuenta que sus guionistas eran Tennessee Williams y Gore Vidal.

Para muchos, la homosexualidad de Clift era el motivo real de su angustia existencial y durante años se le ha atribuido cierta aura de martir gay, sin embargo lo cierto es que vivió sus relaciones con bastante naturalidad. Se negó a que los estudios le buscasen una pareja a la que lucir para despistar a los tabloides que amenazaban a otras estrellas homosexuales como Rock Hudson y tampoco se escondió. En su apartamento de Nueva York vivió con varias de sus parejas, entre ellos Jack Larson, el Jimmy Olsen de la primera versión televisiva de Superman. En el documental Making of Montgomery Clift este desvela que Clift le besó en la boca la primera vez que se vieron y que jamás vivió atormentado por su sexualidad. Una declaraciones que contrastan con el discurso oficial sobre el actor cimentado en un par de biografías escritas con más prejuicios que documentación. Para evitar que la mística ante el tormento que le provocaba su homosexualidad siga oscureciendo su legado, su sobrino Robert Clift y su mujer Hillary Demmon recopilaron durante cinco años material inédito del actor en el que se puede vislumbrar a un hombre con mucho sentido del humor que contaba con el apoyo de sus seres queridos, incluso se puede ver a su madre hablar de cómo sabía que su hijo era homosexual desde los doce años.

Pero Hollywood necesitó esperar al año 2000 para eliminar la palabra rumores o presunción para hablar del tema, y de nuevo fue gracias a su amiga Elizabeth Taylor, que durante una entrega de premios de Glaad no tuvo reparo en empezar su discurso con un “Toda mi vida he pasado mucho tiempo con hombres homosexuales – Montgomery Clift, Jimmy Dean, Rock Hudson – que son mis colegas, compañeros de trabajo, confidentes, mis amigos más cercanos, ¡pero nunca pensé en con quién se acostaron! Eran simplemente las personas que amaba”. Así se termina con las especulaciones.

Sea cual fuese la causa de su tormento, era más que obvia durante el rodaje de Vidas rebeldes, el western crepuscular de John Huston se convirtió en la última película de Marilyn Monroe y Clark Gable, aunque cualquiera que hubiera estado en rodaje habría podido jurar que el que primero que recibiría la llamada de la parca sería Clift. Monroe, que atravesaba uno de sus peores momentos, definió a Clift como “la única persona que conozco que está en peor forma que yo”.

Pero incluso con un evidente deterioro físico y mental consiguió un nueva nominación al Oscar, esta vez por apenas doce minutos de interpretación, y eso que era incapaz de recordar sus líneas hasta el punto que según recoge el director Stanley Kramer en sus memorias, le pidió que se olvidase del guión y dijese cualquier cosa. Todo podría encajar, interpretaba a un discapacitado mental castrado por los nazis que declara en un estrado al borde del colapso. Lo hizo y esos doce minutos son una de sus interpretaciones más celebradas de su carrera. Era el mejor incluso cuando no sabía lo que estaba haciendo.

Durante su siguiente película, una biografía de Freud dirigida por John Huston, sus adicciones provocaron constantes parones en la grabación y fue demandado por la Universal. A partir de ahí nadie se atrevió a contratarlo. Y eso que para mostrar su buen estado realizó una de sus escasas entrevista televisivas en la que mostró un gran sentido del humor y habló abiertamente de su grave accidente. De nuevo fue su querida Taylor quien acudió al rescate y, poniéndose a ella misma como aval, consiguió incluirlo en su siguiente proyecto, la adaptación de la obra de Carson McCullers Reflejos en un ojo dorado.

Pero nunca llegó a grabar ni una secuencia. El 23 de julio de 1966 su última pareja, Lorenzo James, enfermero, secretario, confidente, amante y –según sus amigos– el único hombre con el que tuvo una verdadera conexión emocional además de sexual, lo encontró muerto en su habitación del apartamento 217 de la calle 61 de Nueva York. La noche anterior habían emitido Vidas rebeldes por televisión, pero no había querido verla, había preferido irse a la cama a leer.

La autopsia reveló que no había sido un suicidio, ni siquiera un largo suicidio. Su organismo estaba muy deteriorado por el alcohol y las drogas, pero también por la disentería, la colitis crónica y la tiroides hipoactiva. Siempre había sido un hipocondríaco, pero lo cierto es que su mala salud había sido probablemente mucho mas determinante a la hora de forjar su carácter que la inexistente vergüenza por su homosexualidad. Su amiga Liz Taylor, que estaba rodando en Europa, no pudo salvar su vida por segunda vez. Destrozada, envió un gran ramo de rosas a un funeral al que sí asistieron compañeros como Frank Sinatra y Lauren Bacall. Reflejos en un ojo dorado acabaría rodándose un año después y sería otro bello y atormentado actor del método quien interpretase al comandante Penderton, Marlon Brando. Puede que la historia personal y familiar de Brando no fuese ni un poco menos trágica que la de Clift, pero al menos vivió más tiempo para contarla.

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