Estoy de cumpleaños y con Vuelta en la tele, lo nunca visto, dice Julio Jiménez, que cumple 86 y el domingo sufrió viendo a Roglic helarse bajo la lluvia heladora de Formigal que le empapa toda la ropa, y se pregunta el escalador de Ávila, tres veces rey de la montaña del Tour y segundo en la general del 67, si los ciclistas de ahora no le piden coñac al director los días de frío, como se lo pedía él a Geminiani en las etapas del Giro y nevadas, que solo se suspendían cuando la nieve les llegaba a los pedales de la bicicleta, y se alegra Julio, siempre feliz, viendo que su 28 de octubre no hace frío en La Rioja, que hace sol y brilla el color de otoño en los majuelos de tempranillo ya vendimiados, y que los escaladores se preparan para regalarle un espectáculo como los que él ofrecía en el Puy de Dôme, por ejemplo, contra Federico Bahamontes por delante de Anquetil y Poulidor, ya muertos.
Y ascendiendo hacia el pinar de Moncalvillo, 1.492 metros, que otro Jiménez, de Ávila, Chava, más alocado que Julio, más peculiar y amante del show, coronó primero en una Vuelta a Rioja en 1994, Roglic ya no tiene frío, ni tampoco Carapaz, ambos, los dos más fuertes de la Vuelta, son de fuego como el color de las hojas de las hayas del valle, y, en los últimos kilómetros, cruzado el paso canadiense que da miedo al ganado, pelean como niños pequeños que se echan unas carreras, a ver quién llega primero a aquel árbol, a que no me pillas, y así, y se divierten tanto con ese regreso a su infancia, que en el fondo es un regreso al origen del deporte de competición, a los años del coñac en los bidones, que no se permiten no gastarlo todo, derrochones, que no piensan en el día siguiente. Y a todos, a ellos, a los aficionados, les parece que justo esta sencillez del mano a mano es lo más extraordinario, y es lo más raro.
Le gana Roglic a Carapaz por unos segundos, y el ecuatoriano sigue líder por casi nada, por 13s. Y cuando hablan después los dos dicen que se lo han pasado muy bien y que están muy contentos por cómo han ido las cosas. “No conocía la llegada, ni salí con una idea clara, pero subiendo me dije que quería ganar y decidí llevarme por mis sensaciones, sin reflexionar ni calcular”, dice Roglic, que ya ha ganado dos etapas en la Vuelta posterior a su Tour fallido. “Así, con los mejores peleando todos los días, las carreras son mucho más divertidas para nosotros los ciclistas y también para los espectadores”, acompaña Carapaz. Y los dos también declaran que esto habría sido imposible si no hubiera habido un equipo como el Movistar que también quiere que cada etapa sea una lucha, que la Vuelta del otoño del 20 siga siendo todos los días una carrera sin tregua.
En el primer puerto del día, el de la Rasa, sopla el viento y los del equipo de José Luis Arrieta —Arcas, Erviti, Verona, Rojas, Oliveira— aceleran y aceleran y acaban en dos patadas con la fuga de los secundarios, y todavía ningún secundario ha podido tener un papel que no sea mudo en la película, y, de paso, hacen llegar a todos con la lengua fuera al pie de Moncalvillo, donde Valverde enciende el primer petardo, el aperitivo de la explosión total que debería protagonizar su compañero y líder, Enric Mas, que conoce muy bien la subida y cree que le va súper.
Pero cuando entran en acción los rivales más fuertes —primero Carthy, el inglés que prefirió venirse al Caja Rural hace unos años antes que caer en las manos del Sky, lanzado por Woods; luego Dan Martin, el irlandés que no cede—, Mas no aguanta su velocidad. Se refugia en su ritmo. Limita la pérdida. Espera días mejores mientras ve cómo el podio se aleja (es quinto ahora, a 1m 54s de Carapaz, a 1m 10s del cuarto, Carthy. “Pero me irán mejor las etapas de puertos encadenados, ya veréis”, promete.
Y a su equipo, seguro, no se le quitarán las ganas de seguir peleando. Eso dice su director, Arrieta, y en su cabeza bullen duelos futuros con el Ineos, el equipo que dirige su amigo Zandio y que lideran corredores, Carapaz, Amador, a los que él también enseñó a competir.
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