La mesa está puesta, dice el camarero en el restaurante, y en la Vuelta los grandes disponen para el banquete el ring, que, como decía Robert Louis Stevenson, es, no más, el cielo sobre la cabeza y el camino bajo los pies, lo que en Valle de Somiedo, a 1.700 metros también es el camino en el cielo, la cabeza en las nubes, y la bicicleta en el asfalto rodeado de osos y teitos (pallozas con techumbre de escoba), y lagos. Y una vez dispuesto el escenario, los grandes, generosamente, hacen mutis por el foro y dejan las tablas a dos promesas de la generación perdida, que también tienen sus necesidades y su talento.
Marc Soler, de 26 años hasta dentro de 22 días, y David Gaudu, de 24 desde hace tres semanas, ganaron el Tour del Porvenir y cuando lo hicieron entraron ya en el terreno tan pantanoso de potenciales ganadores del Tour grande, y, como se estilaba entonces, rendidos a la tiranía de la paciencia, poco a poco iban poniendo ladrillitos a su carrera futura, y felices crecían hasta descubrir en dos temporadas huracanadas que ciclistas más jóvenes que ellos y ganadores en el Porvenir después, como Egan y Pogacar, les adelantaban y triunfaban en el jaune importante, el de los Campos Elíseos. Y ahí están los dos, el catalán y el francés alumno de Pinot, los últimos de la fuga, con toda la Farrapona para ellos, y por detrás, los grandes se conforman al tran tran del Jumbo menor. “Pero, ¿qué es eso de generación perdida?”, se rebela Gaudu, quien, en los últimos hectómetros, inteligentemente deja chocar a Soler contra el viento y se lo traga en dos pedaladas para ganar arriba, lo que, para él, es un “escalón” más en su carrera. “Cada uno progresa a su ritmo, y nosotros también nos dejamos las piernas en cada etapa. Y el 1-2 que hemos hecho aquí, en Asturias, bien indica que no estamos perdidos”. Y Soler, fastidiado por precipitarse, sobreestimar el valor de sus fuerzas y no hacer caso a los consejos del director, que le advertía del viento de cara al final, encontraba consuelo al final pensando que ha rebajado un minuto en la general, y que ya vuelve a estar a menos de tres minutos de Roglic intocable.
El domingo toca la gran función del Angliru, el puerto más empinado que nunca tendré que ascender, dice Roglic, que no conoce al mito del ciclismo tecnológico (hasta que no se hicieron piñones de coronas infinitas, pendientes del 23% no se podían proponer en el menú de las carreras, con los ciclistas limitados a un 21 o un 23 como poco), pero que lo ha visto en vídeos de Chava, Contador, y hasta de Froome sudándolo y penándolo contra el increíble Cobo en 2011. “No me he movido porque nadie, salvo Dan Martin, ha intentado atacarme”, dice el esloveno, que en el sprint de los campeones comprobó que Mas tiene más chispa que la primera semana y que Carthy resopló de más. Y que Carapaz no se le separa ni un metro.
“Estoy preparado para el desafío del Angliru”. Triki Beltrán, el escalador jiennense que tan bien sabía guiar a Olano en las montañas, sufre dolor estos días la muerte de su esposa, joven, y llora, pero para relatar el dolor que le producía la ascensión a la Marmolada, en el Giro, él recurría gracioso a contar cómo incrementaba el sufrimiento que su vista, fijada en el tubular delantero, clavada, viera pasar a cámara superlenta la etiqueta con la marca del neumático y la llanta sobre el camino a sus pies, y era solo tres letras, Fir, y, contaba Triki, y tardaba una eternidad en perderse de vista y volver a surgir, tan despacito giraba la rueda, y así se les espera a todos en la Cueña les Cabres y otros pasos verticales del puerto asturiano, en el que no hace falta que nadie ataque a nadie para que la carrera vuelva a ser una pelea, y el ring para los más grandes.
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