Cuando llega a la entrevista podría ser cualquier universitaria. De hecho, podría ser una empollona con todos los atributos que dicta el cliché: gafas sin montura, el pelo fosco y un ligero acné. Cuando aparece en la sesión de fotos, es un torbellino que se come la cámara. Solo han hecho falta unos tacones, maquillaje y ese elemento —en realidad, otro más— que une a las hiphoperas de hoy con las folclóricas de ayer: la peluca. En ambas encarnaciones, el denominador común es una mujer de 26 años segura de sí misma, dedicada en cuerpo y alma a su trabajo y con un discurso trabajado y casi psicoanalítico. La niña argentina que llegó a España con 10 años, utilizó primero YouTube y luego las redes sociales para dar a conocer su música y que hoy es una de las grandes apuestas de Sony, con la que acaba de lanzar su nuevo disco, Calambre; un lingotazo de hip-hop, salsa, rap, jazz, cumbia y su poquito de trap grabado entre Miami, Los Ángeles, Buenos Aires, Madrid y Barcelona. La historia de Peluso habla de talento y determinación, pero también de lo que buscan las nuevas generaciones en una estrella.
Antes de que comience la sesión en su piso de Barcelona, la asistente de fotografía se confiesa. “Para mí, como argentina y como mujer es lo más”. Canciones como Business Woman (2020) y sobre todo Corashe (2017) han convertido a Peluso en una suerte de portavoz pop del feminismo al reivindicar el poder de la mujer en clave de hip-hop: “Llevo un vestido Versace. / Sé que hará que te rayes. / No hace falta que te vayas. / Nene, afróntame. / Te hace falta corashe”. “Hay que cuidar el feminismo como si fuera un tesoro. Es algo delicado y a veces se intenta comercializar con él. Lamentablemente, eso causa destrozos porque termina confundiendo a la gente. De hecho, al principio yo me sentí confundida sobre lo que era el feminismo. Cuando descubrí que estaba siendo una abanderada, me puse las pilas. Porque nunca fue algo intencionado, nunca leí sobre feminismo ni me hablaron de él. De hecho, me considero una ignorante en muchos aspectos”, sentencia.
De lo que sí sabe Peluso es de amor propio y de esa altanería que —dice— aprendió escuchando al rapero Notorious B.I.G. y que la lleva a reivindicar en entrevistas y letras su calidad como compositora sin falsas modestias. Una osadía que, en la mayoría de las mujeres, se sigue confundiendo con soberbia; pero que, en el caso de los hombres —especialmente en los círculos del rap y la música latina donde se mueve—, es no solo esperable, sino aplaudida. “En una industria eminentemente masculina, te cruzas constantemente con estas diferencias. A veces ni te das cuenta de que es por ser mujer, pero es exactamente por ser mujer”, argumenta mientras observa sus uñas XXL decoradas con ositos. Aunque parezca que la chulería viene de serie con el traje de estrella del trap —de Bad Gyal a La Zowi—, la argentina sostiene la actitud con retórica. “Si siento que soy buena en algo, ¿por qué lo voy a ocultar?, ¿por qué me va a dar vergüenza? Trato de potenciar esta actitud al máximo, porque, si puedo contagiar al público de seguridad, es el momento de hacerlo. Si no me lo creo yo, ¿quién lo va a hacer?”.
A lo largo del día y medio que pasamos con ella, insiste en que nada en su carrera ha sido planificado: ni las letras trapfeministas ni la celebración de un canon de belleza que por fin trasciende a la RFB (rubia-flaca-blanca). “Cuando algo es premeditado se nota. No está mal, pero tiene otro sabor”. Peluso huye del concepto de prefabricado como de un mal filtro de Instagram. Su propuesta —repite siempre que puede— es “genuina”. Y también reflexionada. Sin que eso resulte sospechoso.
La cantante se sitúa frente a la cámara con un escueto vestido y ejecuta disciplinada las posturas que el fotógrafo le pide y que, a veces, desafían las leyes de la gravedad. Está orgullosa de su cuerpo y se nota. “No tengo ningún problema con sexualizar las cosas, pero siempre desde un lado igualitario. Nunca voy a denigrarme ni a rebajarme. Pero siento que el cuerpo de la mujer es algo precioso, una obra artística, y no tengo complejos ni ningún problema en mostrarme libre. Me gusta enseñar mis piernas, mi piel. Toda nuestra vida se basa en gustarle al otro. Pero hay que empezar por gustarse a uno mismo, amarse, priorizarse en el trabajo, en las relaciones emocionales y en los vínculos”. Y ahí asoma la hija del psicólogo argentino, con la autoestima bien construida, también gracias a amigos como Sandro Igón, su maquillador, asistente, mano derecha, confesor. El chico tímido que le riza la pestaña, le graba las stories y sabe reconvertir la tensión de Peluso en energía. Esa figura que, una vez más, resulta fundamental para entender la historia de cualquier folclórica de los cincuenta y sesenta; y ahora también la de las nuevas estrellas latinas.
Junto al peluquero Rubén Mármol, conforma el círculo de confianza de Peluso en Barcelona, a donde la cantante se mudó hace un año y medio “por amor”. Con ellos se muestra cariñosa y juguetona. Los llama “cariñoooooo”. Es cálida. Habla de series, de ropa, de hombres. Como cualquier veinteañera. Solo que, en este caso, sus amigos son también sus empleados. “No tengo tiempo para cuidar los vínculos externos al trabajo, porque esta profesión te demanda mucho. Así que mis colegas son mis compañeros; no puedo tener otros: mi maquillador, mi editor de fotografía, mi estilista, mi mánager, los agentes de Sony”. Ahora comienza a “conectar más” con otros cantantes: C. Tangana, Rosalía, con los que tiene tanto y tan poco en común al mismo tiempo.
Su historia empieza como muchas otras: de pequeña le gustaba cantar. Pero, a partir de ahí, la narración se actualiza en versión milenial. Lo que le robaba a su madre no eran los zapatos de tacón, sino el ordenador. Y lo hacía para poder subir a YouTube vídeos suyos cantando una suerte de karaoke. “Viven diciéndote que de la música no se come, así que nunca soñé con dedicarme a esto. Yo solo proyecté mi éxito artístico. No sabía por dónde se iba a manifestar. Si iba a ser fotógrafa o actriz, o incluso profesora, porque para mí lo importante es contagiar el arte”. Allá donde iba, todo el mundo le pedía que cantase y “poco a poco, como una hormiguita”, fue entrando en contacto con productores y músicos, y grabando vídeos de sus propios temas, canciones en las que plasmaba lo aprendido durante el año en el que estuvo escribiendo poesía instantánea en la calle, vendiendo las paradojas que tecleaba sobre la marcha en su máquina de escribir. “Me di cuenta de que era muy buena con el verso y empecé a tomármelo en serio. Además, me ayudó a pagarme los estudios”. Como cualquier actriz que se precie, Peluso fue camarera, pero también teleoperadora, dependienta, empleada en cadenas de montaje. “Me curtió y me ayudó a saber que tenía que trabajar para hacer lo que yo quisiera, porque, si no, tocaba trabajar de lo que fuera”, explica.
En 2017 ya había conseguido hacerse “un huequito en la escena underground” cuando llegó Esmeralda. Grabó el vídeo “con cero presupuesto”, embarcando a amigos y profesionales del sector que veían un potencial que podía llegar a materializarse. Y así fue. La canción se hizo viral. “Fue un boom en Argentina”. Después, vendría Corashe, otro pelotazo, y al año siguiente, su primer disco, La Sandunguera. “Realicé muchísimas giras. Por Latinoamérica, Bélgica, Alemania, Reino Unido, Francia”. Como el baúl de la Piquer. “Hice más de 150 shows al año. Entonces la gente me conocía por el boca a boca, y eso se queda en el corazón. Es muy curioso crecer siendo alguien expuesto. La gente va viendo cómo evolucionas y es muy bonito porque da mucha esperanza en que si se trabaja duro se puede conseguir”. Un mensaje muy parecido a este desencadenó la primera tormenta en redes sociales con epicentro en Nathy Peluso. La crítica pivotaba sobre dos argumentos: que hace años que el sueño americano se convirtió en una taza de Mr. Wonderful, y que las cunetas de la industria de la música están llenas de gente con talento que se ha dejado los cuernos en el camino.
Pero la cantante navega bien en las redes sociales. Tiene más de 56 millones de visionados en YouTube y casi 900.000 seguidores en Instagram, que es su herramienta de comunicación, promoción y “construcción del personaje”, donde se muestra sexy, divertida, vulnerable. Donde canta, baila (mucho) y se interpreta a sí misma. “Trato de desligar la música de mi persona. Si no te gusta, está bien, se lo estás diciendo a la música, no a mí. Por eso salgo sana de todo esto. Desarrollo mi ego en mi vida íntima”. Una buena teoría, a la que se le puede señalar una grieta. Peluso no canta los temas de otros; son sus creaciones, el producto en el que fusiona los sonidos de Caetano Veloso y João Gilberto que oía de niña con los trabajos de Ella Fitzgerald y Coltrane que descubrió de adolescente; Thalía con Dr. Dre; Gloria Estefan y Erykah Badu. Y donde salta del acento porteño al colombiano y luego al cubano, pasando por el español; un juego esquizofrénico que algunos tildarían de apropiación cultural y para el que, por supuesto, también tiene una justificación artística pero no premeditada. “Compongo con el acento como herramienta sonora, como si fuera un instrumento más. Es como si en mi cerebro hubiese una biblioteca de acentos y saliesen sin más, según lo que pide cada canción. Aparecen en la búsqueda del personaje y me alejan de mi persona íntima. Además, yo soy inmigrante, he convivido con gente de muchas culturas, nos hemos acompañado, y todos esos acentos, aunque no me pertenezcan, me representan”.
Al margen de su actividad frenética en Instagram, asegura que lleva una vida tranquila: trabaja mucho y sale poco. En el restaurante asiático donde ha quedado con Rubén y Sandro pide fideos, mochis y limonada. Come con placer y alegría. Prueba por primera vez la Asahi, una cerveza japonesa. “¿Has visto qué abuelas estamos hechas?”. La imagen de Keith Richards con sus nietos no se materializa en una respuesta, pero aunque la cantante no se recoja cada día a las once, como esa noche, todos los que la rodean dan fe de que está centrada en su carrera. Es el momento de la verdad para Peluso; y Calambre, el disco que puede catapultarla. Pero la pandemia se ha cruzado en sus planes. La base de su propuesta gira en torno al directo y eso, ahora mismo, es un problema. “Estoy segura de que vamos a volver a dar conciertos y será más explosivo que nunca, porque es algo que necesitamos para vivir”. No solo los artistas, sino también el público. “Es una catarsis que está diseñada por el universo para tramitar emocionalmente ciertas cosas que, de otra forma, no sabemos dónde desembocar. Necesitamos ir a un lugar, escuchar música alta, bailar, gritar, abrazarnos, besarnos. En algún momento va a volver y ahí voy a estar yo muy preparada. Quiero creer eso, porque si no me deprimo muy fuerte”.
Su reacción es doblemente comprensible si tenemos en cuenta que Peluso no se considera solo una cantante, sino una artista escénica. Después de intentar estudiar Comunicación Audiovisual en Murcia, la argentina se mudó a Madrid “por amor” y allí tuvo un flechazo aún mayor: el teatro físico. Se trata de una especialidad de la carrera de Pedagogía de las artes visuales y la danza muy experimental y con un fuerte enfoque social. “Parte de la improvisación y el estudio del movimiento, y se ha convertido en mi búsqueda personal, algo que me lleva a pasar por mil lugares más de los que quizás se me exigen como cantante”. Ahí está la portada de Calambre como prueba del trabajo con su propio cuerpo como objeto artístico: Peluso en pleno salto acrobático en una imagen que recuerda a la mítica foto de Grace Jones firmada por el artista gráfico Jean-Paul Goude para Island Life (1985).
La cantante asegura que un micrófono y una coreografía nunca le han bastado. “Quiero hacer cosas que quizás no sean tan bellas para el ojo, pero que provoquen emociones interesantes en la gente. Entiendo que si ves una canción o un vídeo mío, quizás parezcan algo banales, pero en el fondo de mi propuesta hay unos sedimentos superprofundos sobre lo que yo quiero aprender del público y de la construcción del personaje”.
Un personaje llamado Nathy Peluso, sobre el que quiere tener control absoluto. Cuando se quita las gafas y se pone la peluca, es como si en su cabeza alguien gritase: “¡Acción!”. Es educada, pero asertiva. “Soy Capricornio, me gusta atarlo, dirigirlo, tenerlo todo supercontrolado”. El fotógrafo la invita a que se ponga una maceta en la cabeza, y ella pide contexto como si estuviera hablando con un director de cine. “Perdona, pero es que no entiendo qué estoy haciendo, ¿qué se supone que tengo que sentir? No acabo de conectar”. La referencia son esculturas clásicas: en este caso, un busto de Nefertiti. Ve la imagen. Le gusta. La sesión fluye. Pone los grandes éxitos de Abba. Canturrea. Y le manda un audio de voz a su madre. Todo en Peluso es gozoso. Disfruta de la comida, de su cuerpo y de su música.
Porque, ya traten sobre el Fondo Monetario Internacional —como Sana Sana— o sobre la poca importancia del dinero —Celebré—, todas las canciones de Peluso hablan de Natalia. Y no —solo— del personaje construido. Cuando la relación que la llevó a Barcelona terminó, compuso varios temas. “Después me volví a enamorar y pensé: ‘Ay, qué tonta, qué cosas escribiste’. Pero cuando lo dejamos, las escuché otra vez y me volvieron a ayudar. Y dije: ‘Si me sirven a mí, pueden servir a mucha más gente’. Al final, siempre me voy moviendo por amor”. El hip-hop es una copla.
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