Héctor Alterio: “En escena aún me siento poderoso”

Ni la mascarilla quirúrgica —el “barbijo”, dice— que le tapa la barba, ni la gorra de marinero que le cubre la calva, logran ocultar el fulgor de sus ojos azules, empañados, eso sí, por el velo de nueve décadas viendo miserias y prodigios. Espera a la visita de pie, todo lo erguido que le permiten el peso sus años y su leyenda a las espaldas, y no se sienta hasta que una toma asiento, con esa gentileza a la vez invisible y evidente de los caballeros a la antigua. Hablamos en el ambigú del teatro Infanta Isabel de Madrid, donde esta noche recitará de nuevo, por primera vez desde el confinamiento, los viejos versos de León Felipe sin más atrezzo que la guitarra de José Luis Merlín, y su voz de domador del silencio. Aquí se explica.

Héctor Benjamino Alterio Onorato. Con ese nombre, parecía predestinado a algo grande.

Bueno, no fue ex profeso, supongo. Héctor fue un guerrero. Alterio, el otro yo, es el apellido de la familia, italiana de toda la vida. Onorato, significa honorable. Y lo de Benjamino es porque fui el pequeño de la familia. Éramos cuatro hermanos. Fallecieron todos. Soy huérfano de hermanos desde hace diez o quince años, y aquí sigo

¿Cómo se lleva ser el último superviviente de una estirpe?

Con nostalgia, con cariño, con recuerdos que te asaltan de cosas que nos pasaron, buenas y malas. Cada vez quedamos menos.

¿Cuál es la mejor edad para quien ha vivido casi un siglo?

Cada uno tendrá la suya. Para mí, de los 40 a los 50 años.

Otros, en esa década, están en plena crisis de la mediana edad.

Eso dicen. Para mí fue magnífica: el despertar a cosas que estaban ahí y que había que aprovechar entonces o nunca. A los 40 me casé, comencé a vivir de esta profesión, porque hasta entonces hacía teatro independiente aficionado. A los 40 nació Ernesto, mi primer hijo. A los 43, Malena, y a los 44 años estaban escapando de mi país para venirme aquí. A los 40 empezó ese otro yo de Alterio.

¿Por qué sigue uno actuando?

Porque vivo de esto y tengo que pagar cosas, Y porque hago lo que me gusta. Amo ese estado de alerta, ese estar en vilo que me da el teatro. Eso me mantiene vivo.

¿En cuál de sus trabajos se quedaría a vivir para siempre?

Tantos… El padre era una función que me dio mucho. Pero estos versos de León Felipe me dan muchas alegrías, mucho ego, en el buen sentido. Estoy manejando a un público que, desde el silencio absoluto hasta el aplauso más sonoro, me está respondiendo. Y eso me da poder. Yo sé que hago así, lo que sea, y me miran, y me siguen. Estoy peleando con mi vanidad, también. Pero de cualquier manera, me siento poderoso. En escena, aún lo soy. Abajo, no sé.

O sea, que nos manipula a base de bien.

Yo lo que manejo es el silencio. Estoy tratando de que se me escuche, que se me vea, que se me atienda, que se me comprenda. Estoy hablando yo. Usted pagó para eso, y yo estoy aquí arriba y tengo que convencerle de que estas palabras, que he dicho cientos de veces, las digo por primera vez y para usted solo. Ese es el juego, y me divierte muchísimo.

Es uno de los grandes clásicos vivos de la escena. ¿Se lo tiene muy creído?

Tienes que creértelo para subir ahí arriba, si no te lo crees tú, no se lo cree nadie. La vanidad juega un papel importante, pero trato de que no me afecte. Tengo compañeros que están muy pendientes de eso, y creo no ser de esa clase de vanidoso, que detecto a los diez minutos y me produce rechazo. Lo noto y digo: ‘con este no; no lo voy a ver nunca más’.

¿Con quién se queda, entonces?

Con la persona que me agrada, con las cosas simples, pero verdaderas. Me quedo con la verdad, con la generosidad, con la simplicidad, con la alegría. Son cosas que me hacen mucho bien. No siempre se logran ni encuentran, pero bueno, me quedo con eso.

¿De qué fuentes bebe para luego poder retratar a cualquiera?

De la calle, de esto que estamos haciendo vos y yo ahora, de todo. La respuesta de la gente me da una riqueza que se me va acumulando dentro, que luego siembro en escena y acaban de germinar en el espectador.

¿Pensó vivir para ver esta pandemia que nos tiene noqueados?

Esa es una pregunta enorme. Trato de hacer lo que dicen, pero ¿cuál será el fin de todo esto? No tengo la más mínima idea de lo que va a ocurrir. Es lo más desconcertante que he vivido en la vida, y he vivido mucho.

¿Le tiene miedo al virus?

Bueno, el justo. Estoy contento, porque no lo he cogido, pero lo puedo coger mañana. No me encierro. Salgo a cenar con amigos. En eso no he cambiado. Soy muy urbanita, aquí y en Buenos Aires. Mi mujer es más joven, tiene ese talente, y yo siempre voy detrás de ella.

¿A qué le teme, entonces?

A que el cuerpo no me responda, a tener que usar una silla de ruedas. A tener que esperar que me empujen, que me aseen, que me lleven y me traigan. A perder mi independencia. Sé que ese momento llegará, pero no lo pienso.

¿Es creyente?

No, nada. No molesto a nadie.

¿A qué clavos se agarra cuando le ve las orejas al lobo?

Yo lo resuelvo todo con las personas. Hay quién me da respuestas y quién no, pero no estoy esperando a que me solucione alguien llamado Dios, o la Virgen, Me lo soluciona todo mi entorno. Todo está en la gente que te rodea.

Bueno, su esposa es psicóloga. Así, cualquiera.

Fíjate que nunca tuve la necesidad de ir, aunque igual estoy yendo hace rato sin salir de casa y ni me di cuenta. Ahora se va mucho al psicoanalista, y está muy bien: antes se ocultaba. Pero yo, no. No por nada: simplemente, no forma parte de mis necesidades.

¿Cuál es el placer de sus días?

Dormir, dormir a pierna suelta. Es horrible cuando te acuestas y te empieza a funcionar la cabeza y no te duermes, y das vueltas y vueltas. Eso lo conozco. Yo duermo diete, ocho, nueve horas seguidas. Y, además, hago la siesta.

Qué envidia. Eso requiere tener la conciencia tranquila.

Claro, y estar totalmente relajado, y no tener hambre, y tener un colchón cómodo. Dormir es lo más fácil y lo más difícil del mundo. Dormir es la otra vida en esta.

¿Todavía aprende algo cada día?

Sí, sí. Con todo, con lo bueno y con lo malo. Y me gusta.


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