La Realidad y el Deseo

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Aunque por los pelos, Rusalka es una ópera del siglo XX, por más que pueda imaginarse anterior. La partitura de Antonín Dvořák fecha su Preludio el 28 de junio de 1900 y subió a un escenario por primera vez en Praga el 31 de marzo de 1901, pocos meses antes, por tanto, de que Claude Debussy viera por fin representada en París Pelléas et Mélisande. Y, mucho más cerca de Praga, a tan solo tres años de que el talento dramático de Leoš Janáček eclosionara públicamente en Brno con el estreno de Jenůfa y en la misma década en que Richard Strauss dio a conocer en Dresde Salome y Elektra. No parecen sus compañeras de viaje naturales y, sin embargo, lo son. Todas ellas convergen en la deuda wagneriana, más o menos explícita, y en la construcción de complejos y novedosos personajes femeninos. La proximidad de Rusalka con todas ellas se acentúa aún más en la puesta en escena que acaba de estrenar Christof Loy en el Teatro Real, el mismo escenario donde deslumbró a todos el año pasado con Capriccio.

La escenografía actual no difiere mucho de aquella, aunque contiene varios aditamentos esenciales. El salón aristocrático de entonces se ha convertido en el vestíbulo de entrada de un viejo teatro, quizá lustroso en otro tiempo, pero aparentemente venido a menos. Una roca que irrumpe en medio del escenario simboliza esa naturaleza en la que se desarrolla originalmente la ópera (un bosque junto a un lago, un parque con un estanque) y en la que languidece desubicada, alienada de todo y de todos, Rusalka, postrada en la cama y cuya cojera le imposibilita su sueño de ser una bailarina clásica. Cerca de esa roca intrusa, epítome de una naturaleza no siempre amable, ni acogedora, sino también brusca e invasiva, la joven parece condenada a ser la encarnación misma del verso de Cernuda: “Memoria de una piedra sepultada entre ortigas”.

Querer cantar siendo mudo, distinguir colores siendo ciego, bailar siendo cojo, tocar y ser tocado siendo incorpóreo, trascender esta vida sin poseer un alma: con frecuencia se ansía lo imposible y Rusalka aspira a estas tres últimas metas. La ondina de la tradición folclórica eslava se convierte, tras pasar por el diván de Christof Loy, en una mujer oprimida por su entorno, insegura, insatisfecha, diferente a sus hermanas, que abriga deseos que su plomiza realidad le niega y que, como habían hecho esa legión de errabundos románticos, los Wanderer, a falta de seres humanos cercanos o que puedan escucharla y entenderla, canta postrada en su cama a la luna —símbolo a su vez de la propia pureza espiritual y sexual del personaje— sus íntimos anhelos en el pasaje más famoso de la ópera, tan solo una perla de toda una sarta de soberbios hallazgos musicales y dramáticos que se suceden en Rusalka de principio a fin.

La pérdida del habla es la condición que le impone para realizar su conjuro la bruja Ježibaba, convertida por Loy en el reverso perfecto de Rusalka, en su malvada madrastra, para así entroncar mejor la historia en muchos cuentos tradicionales y en la metáfora global de una familia teatral, no acuática. Pero es también el propio deslumbramiento de la ninfa, ahora humana, y que ya ha visto cumplido su sueño de bailar de puntas, el que la deja sin habla. Se muestra amorosa con el príncipe, pero es incapaz de poder expresar con palabras sus sentimientos. Ello perpetúa la alienación de Rusalka, un verso libre rebosante de amor, una extraña en todas partes. Tan solo parece ser y confiar en ella misma, plenamente, sin trabas, sin cojera, en uno de los mejores finales operísticos de los que hay noticia, y que Loy sabe engrandecer aún más con pequeños toques de consumado genio teatral. Es entonces cuando, muerto y redimido el príncipe, se encamina, sola, a un futuro incierto sobre una segunda roca que sustituye en el tercer acto a lo que había sido la perspectiva lejana y parcial del interior de un teatro vacío en el segundo.

Asmik Grigorian y Christof Loy habían trabajado juntos en óperas cuyas protagonistas conocen un violento y trágico final: Kuma (en La hechicera de Chaikovski), Marie (en Wozzeck) y Fedora (en la ópera homónima). Rusalka, cuyo amor puro, firme e incondicional acaba por convertirla en una mujer redentora de la mejor estirpe wagneriana, es la única de las cuatro que sobrevive, aunque no sabemos si el abrazo que redime y mata al príncipe podrá llevarla algún día “al país deseado” del que habla Paul Bunyan, si lo encontrará allende esas nubes hacia las que se dirige mientras suena el soberbio epílogo orquestal. ¿Ha cesado su búsqueda de trascendencia, o es ahora cuando comienza realmente su “pilgrim’s progress”, su peregrinaje “desde este mundo al que habrá de venir, mostrado con el símil de un sueño”? Sustitúyase sueño por “ilusión teatral” y tendremos la definición perfecta de cómo entiende Loy la peripecia de su protagonista.

La soprano lituana realiza una encarnación tan perfecta, tan compleja, tan convincente de la ninfa acuática que costará imaginarla encarnada en el futuro por otra cantante. Su maestría musical y su despliegue actoral van a la par: hasta cuando, privada del habla, no canta, semeja hacerlo con su cuerpo y sus gestos. La voz, en su cenit de madurez, se mueve con comodidad y potencia en todos los registros y, sin haber practicado hasta ahora el ballet clásico, baila de puntas con asombrosa desenvoltura. La hondura psicológica que sabe imprimir al personaje, sin exageraciones ni aspavientos, la cuidadosa plasmación de las maneras diferentes en que se dirige a padre, madrastra, hermanas o amante, refuerzan la credibilidad de la propuesta de Loy. Su lema para entender los sentimientos de Rusalka y moldear el personaje bien pudieran haber sido estos otros versos de Cernuda: “Como esta vida que no es mía / y sin embargo es la mía, / como este afán sin nombre / que no me pertenece y sin embargo soy yo”.

El gran baile en el segundo acto y un marcado contraste entre la cojera —primero— de Rusalka y su mudez —después— con el desparpajo físico y verbal del príncipe debían funcionar como motor de la acción, por lo que ni el más letal de los hechizos lanzados por una madrastra podría haber imaginado mayor desventura que sobre el escenario fueran necesarias no solo el par de muletas que usa Rusalka (alegoría de su cola de sirena), sino que también el príncipe hubiera de valerse de ellas. Un accidente a punto de concluir los ensayos ha obligado a que Eric Cutler, el tenor que encarna al príncipe, tuviera que ser operado de urgencia en un pie tras romperse el tendón de Aquiles. Dice mucho en su favor, y en el de Christof Loy y la dirección artística del teatro, que, en vez de ser sustituido por el príncipe del segundo reparto, haya cantado en el estreno con ese segundo par de muletas, a pesar de que su propia disimetría ambulatoria impacta en el centro de flotación mismo del concepto dramatúrgico del alemán. Cabe imaginar que han tenido que rehacerse buena parte de los movimientos inicialmente previstos (sobre todo al final del primer acto y en el segundo) y conseguir que Cutler encuentre siempre disimuladamente el modo de apoyar y dejar reposar su pierna maltrecha. Pero el estadounidense nos regala a cambio su actuación vocal más completa y expresiva en el Teatro Real, dando vida a un príncipe sufriente y de notable entidad vocal, que crece en capacidad de convicción hasta el largamente demorado dúo de los dos protagonistas al final de su música, para el que Dvořák reserva también su música mejor y más sincera.

Ježibaba deja asomar su maldad inicialmente a través de la mirilla de la trasnochada taquilla del teatro. Katarina Dalayman, muy curtida en Wagner y lejos de su mejor momento vocal, es convincentemente malvada, como lo es también Karita Mattila, otra veterana que iba a cantar el papel de Clitemnestra en la nonata producción de Elektra que debería haberse estrenado en Londres en mayo bajo la dirección de Christof Loy. La finlandesa, felizmente recordada en el Real por su colosal Kat’a Kabanová, tiene en un escenario su hábitat natural y compone una princesa extranjera altiva, insensible y despreciable, como requiere el libreto. También ha dejado atrás su mejor momento vocal, y su timbre suena ya mate, con problemas para emitir notas graves resonantes, pero su personaje gana muchos enteros gracias a su desbordante personalidad. Un bajo en la mejor tradición rusa, Maxim Kuzmin-Karavaev se encuentra, al contrario, en su esplendor y, siempre intenso, veraz y polisémico, transmite con sutileza los sentimientos —dúplices y contrapuestos— que un Vodník presa de sus propias contradicciones abriga hacia Rusalka: la castiga y la ama, la repudia y la abraza casi al mismo tiempo.

Los personajes cómicos no solo no incomodan a Loy, sino que refuerza y acentúa enormemente su presencia, aun cuando no cantan, para apuntalar la idea de que estamos realmente dentro de un teatro. Desde el preludio orquestal inicial hasta las puertas mismas de la escena final, vemos en escena al pinche de cocina, al guardabosques y al cazador, este último presentado como el enamorado incondicional de la ninfa, que tiene solo ojos extasiados para ella y vive pendiente de cualquiera de sus movimientos. Sebastià Peris sabe llenar de melancolía al personaje, que se muda por momentos en una suerte de juglar o bufón cortesano, mientras que el guardabosques (imposible no pensar en la futura La zorrita astuta) y el pinche de cocina adoptan por trechos aires chaplinescos. Ambos desempeñan un papel decisivo en el segundo acto, antes de aparecer Rusalka y el príncipe, y preparan y precipitan el desenlace final en el tercero. Manel Esteve y Juliette Mars superan con nota las múltiples exigencias escénicas que deben sortear y bordan su escena de la escalera. Magníficas también las tres ninfas, con mención especial para Julietta Aleksanyan, una cantante llamada a encarnar muy pronto papeles de mayor enjundia y recorrido. La dirección de bailarines y figurantes en la fiesta del segundo acto es un dechado de virtuosismo por parte de Loy y su coreógrafo, una versión ampliada de su memorable escena de los criados de Capriccio, ahora con las pasiones amorosas desbocadas. Se ve que el alemán empatiza de manera natural con estos personajes subalternos.

La única decepción, al menos parcial, es la dirección musical de Ivor Bolton, un baluarte siempre muy seguro e idiomático en el foso del Real. Es cierto que no es este el repertorio que mejor domina, pero en Billy Budd y, más cerca del lenguaje de Rusalka, en El gallo de oro, demostró que puede también brillar en otros terrenos diferentes de los habituales (Barroco y Clasicismo). El principal problema es que no logra ocultar la escasa familiaridad de la orquesta con esta ópera de escucha infrecuente y su dirección peca, sobre todo, de excesivas discontinuidades. Raya a muy alto nivel en los momentos líricos, pero cuando vitalidad y folclorismo se apoderan la música, faltan en la parte orquestal acentos más marcados, articulación más nítida, mayor control de los planos sonoros, acordes más rotundos —o incluso cortantes—, umbrales dinámicos mejor definidos y graduados. Acostumbrados como estamos a una respuesta orquestal de altísimo nivel en el foso del Real, en esta ocasión se oyen demasiadas costuras en la traducción de la escritura tremendamente exigente por parte de Dvořák. Bolton sí ha hecho muy bien en situar el arpa en lo alto de un extremo del foso, porque es el verdadero alter ego de Rusalka, su principal referente sonoro, después de perder el habla. El oboísta del estreno se merece figurar también, como la arpista, en el cuadro de honor.

El público, más preocupado por llegar a casa antes del comienzo del toque de queda que por premiar el espectáculo como se merece, aplaudió con excesiva moderación. No parece lógico concluir un estreno media hora antes de que todos tengamos que estar ya recluidos en nuestras casas. El adelanto de media hora del comienzo de la representación es exiguo e insuficiente, y el Real haría bien en replantearse empezar las funciones, como poco, a las siete. Con ello animará a acudir a los indecisos y permitirá disfrutar de una producción como esta, de primerísimo nivel y una rara avis en la coyuntura actual, sin que la gente tenga que estar nerviosa y pendiente del reloj.

De no ser por sus terribles connotaciones filonazis, este estreno bien podría resumirse como “el triunfo de la voluntad”. Tras mil y una adversidades, incluido un extraño problema técnico en pleno tercer acto que interrumpió la representación del estreno durante unos minutos, coronadas esta misma semana por el desdichado accidente laboral de Cutler, el telón se ha subido al principio y se ha bajado al final, lo que muchos, a la vista del panorama nacional e internacional, con los teatros cerrados y sin fecha de reapertura por doquier, creían imposible. El Teatro Real sigue avanzando así, paso a paso, en su propio peregrinaje hacia esa futura normalidad de perfiles aún demasiado borrosos. Pero bailarines y cantantes ya se tocan, se abrazan, se besan y se aman sin distancias sobre el escenario, algo todavía vedado hace dos meses en Un ballo in maschera. Y hay una gran orquesta en el foso. La cojera sobrevenida de Eric Cutler ha añadido una capa más de invitación a la reflexión a la compleja puesta en escena de Christof Loy: la vida se le ha colado de rondón en su teatro dentro del teatro, donde dos esculturas femeninas semidesnudas que adornan otras tantas ménsulas parecen levantar sendos espejos llamados a reflejar cuanto acontece más abajo, sobre el escenario: ¿la vida, o el teatro? Y es que la realidad imita al arte, y viceversa.


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