La fama es un veneno que alimenta la vanidad. Harrison Ford confesó con mucho ingenio que a él le gustaría gozar de la popularidad de un escritor: suficiente como que para que te busquen un hueco en un restaurante aun yendo sin reserva, pero no tan invasiva como para impedirte andar a tus anchas por la calle. Hay que entender que Ford hacía la comparación pensando en una celebridad como él y en un discreto escritor americano. La realidad, al menos aquí en España, es que hay grandes cómicos que pasan desapercibidos y escritores recibidos con redoble de flashes. La fama engancha, es corrosiva, provoca dependencia. Bajo el influjo de los primeros chutes no se calibran los peligros que conlleva la exhibición continua: si ser personaje público es cada vez más arriesgado, ser famoso por salir de más en los medios puede ir restando credibilidad a cualquier discurso, aunque sea honesto y bienintencionado. Hubo un tiempo en que la troupe de famosos que poblaban las páginas o los programas de sociedad estaba formada por actrices, cantantes, deportistas con medallas, humoristas, gentes diversas de la farándula. El trabajo de estas personas que viven del público se veía promocionado y el público gozaba del regusto de entrar un poquito en sus vidas. Había un equilibrio saludable. Cuando los programas rosas se volvieron amarillos los artistas fueron midiendo su presencia y se creó un tipo de famoso inédito: el que lo es por salir mucho en la tele, sin más, aunque no haya hecho en la vida algo que merezca ser reseñado. También los políticos, algunos, han ido tomando el relevo de los cómicos; a veces se aprecia en ellos esa ansiedad incontenible por protagonizar el debate, ¿a qué viene, si no, el estar tuiteando a las nueve de la mañana o a las once de la noche? Me pregunto si una persona con una responsabilidad política puede estar cediendo todo el tiempo a sus impulsos.
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