El fiscal Carlos Castresana (Madrid, 63 años) lleva cuatro décadas de carrera profesional, la mitad de ella con experiencia en investigaciones internacionales. Pionero en la lucha contra la corrupción en España, logró en los años noventa llevar ante la justicia a Jesús Gil, estrambótico presidente del Atlético de Madrid y más tarde alcalde de Marbella. También fue el impulsor del proceso contra el dictador chileno Augusto Pinochet e intervino, entre otros, en el procesamiento del presidente guatemalteco Alfonso Portillo. En la actualidad ejerce en el Tribunal de Cuentas y es candidato, junto con otros ocho finalistas, al cargo de fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional (TPI), con sede en La Haya. La decisión para el reemplazo de Fatou Bensouda, cuyo mandato termina el 15 de junio, se espera en febrero.
El tribunal “necesita reformas, ser más ágil, más eficiente y de alguna manera estaba un poco ensimismada con una experiencia que era heredera directa de los tribunales de la antigua Yugoslavia y de Ruanda”, comenta Castresana en conversación telefónica desde su casa en Madrid. En su opinión, es necesario que incorpore métodos de investigación del siglo XXI. “Hasta ahora, las acusaciones se basan fundamentalmente en la prueba testifical y documental, cuando la tecnología hoy ofrece procedimientos de prueba mucho más eficientes, baratos y rápidos”, señala.
El fiscal también aboga por poner en marcha una red de cooperación con las Fiscalías nacionales (que son las que poseen las herramientas para intervenir teléfonos o correos electrónicos, bloquear cuentas o efectuar arrestos), y llevar a cabo una reorganización en el TPI. “El 62% del personal [sobre un total de 300 fiscales] pertenece a Europa occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelanda frente, por ejemplo, a un 17% de africanos. Creo que hay que traer expertos de otros países al tribunal y también sacar la Fiscalía de La Haya y llevarla a los territorios donde están los problemas”, defiende. “Allí donde no sea materialmente imposible por seguridad, tiene que haber oficinas de campo para que las investigaciones estén cerca de las víctimas, de los hechos, de la prueba y en la medida de lo posible, hacer equipos mixtos de investigadores internacionales y nacionales que permitan crear una capacidad que quede después instalada en esos territorios”, algo que redundaría en una mayor protección de los testigos.
123 países —”dos tercios de la comunidad internacional”, subraya Castresana— han ratificado hasta la fecha el Estatuto de Roma, que en 1998 dio origen a un Tribunal Penal Internacional que desde 2002 juzga, bajo el principio de justicia universal, genocidios, crímenes de guerra y de lesa humanidad. Entre los Estados fuera de su jurisdicción están, por un lado, los que firmaron el tratado pero no llegaron a ratificarlo, como es el caso de Estados Unidos, Rusia, Israel, Irán o Siria, y por el otro, países como China, la India, Arabia Saudí o Turquía, que desde el inicio rechazaron su adhesión. “Se ha producido una ruptura Norte-Sur y ese diálogo en relación con la corte es indispensable y hay que restaurarlo”, afirma. “Al mismo tiempo, también ha habido una conflictividad creciente con países que no son Estados miembro”, reconoce. En uno de los casos más llamativos, la Administración del presidente Donald Trump ha boicoteado en los últimos años la investigación del tribunal sobre la actuación de EE UU en Afganistán y en junio pasado emitió una orden para bloquear los activos de los empleados de la corte e impedir su entrada en territorio estadounidense. Castresana dice esperar que las relaciones cambien con la inminente llegada del demócrata Joe Biden a la Casa Blanca, y recuerda la colaboración con los primeros Gobiernos estadounidenses tras la creación del tribunal. “Tenemos que volver a ese escenario lo antes posible. Se puede, pero hay que trabajar mucho”, defiende sin querer entrar en detalles, porque afirma que la negociación política es competencia de la Asamblea de Estados Partes, el organismo legislativo del tribunal.
El fiscal opina, sin embargo, que se han de dar pasos para atraer a alguna de las potencias que se mantienen fuera del alcance del TPI. “Debemos evitar abrir investigaciones en territorios donde la jurisdicción no está claramente establecida, porque eso es un bumerán que a la larga produce efectos contraproducentes. Pero a la vez, debemos ser muy eficientes en aquellos territorios y respecto a aquellas personas sobre quienes sí tenemos jurisdicción. Ha habido poquísimas condenas en estos años. Si hubiera más, si tuviéramos capacidad de disuasión real, nos iríamos ganando el respeto de esos Estados que no están dentro de la corte, porque ahora mismo hay una gran desconfianza, no solo por la falta de resultados, sino por la acusación, que normalmente no está fundada, de quienes dicen que la corte se extralimita porque investiga a los que no han ratificado el estatuto”, mantiene.
Sobre los exámenes preliminares para investigar crímenes en Venezuela, Filipinas o Israel, el fiscal prefiere no pronunciarse todavía, pero considera que hay demasiados frentes abiertos, los recursos son “insuficientes” y no es sostenible que dichas investigaciones preliminares sean tan largas. De llegar al cargo, Castresana muestra su intención de revisar en seis meses todos los expedientes y “priorizar” los casos que tengan más probabilidades de salir adelante con éxito. Planea, además, crear una sección dedicada a las investigaciones financieras y otra a las telecomunicaciones, así como reenfocar la de violencia de género, con nuevas perspectivas sobre fenómenos transversales como el tráfico de mujeres.
“Tenemos que recuperar el espíritu de que la justicia es un elemento indispensable de las relaciones internacionales”, considera, y señala que su candidatura es un desafío profesional personal, pero, sobre todo, “una oportunidad de contribuir a recuperar ese espíritu” presente en los años noventa y que permitió, entre otros, que saliera adelante el caso Pinochet o que naciese el propio TPI.
Source link