Si vive en la ciudad, y su ventana da a la calle, asómese un momento y piense dos veces en lo que está viendo. No es una distopía, llevamos un año en otra vida. En las aceras no hay gente, hay un ejército de solitarios enmascarados. Es imposible saber si alguien sonríe. Nadie apoya el carro de la compra y se detiene a charlar un rato. Muchos ciudadanos caminan haciendo eses tratando de esquivar a otros viandantes. Un tipo fuma con la mascarilla recogida en la garganta. Otro despotrica con la mascarilla como pulsera mientras abre una cerveza y se sienta en un banco, en el respaldo del banco. No hay niños sueltos. Nadie se besa. La calle, la ciudad entera, se ha convertido en un lugar de paso. Si esta vez no entendemos que estamos de paso y que no sabemos a dónde vamos, será difícil que lo lleguemos a entender nunca.
Empieza a parecernos extraño que en las películas y las series la gente no use tapabocas. Ya no nos lo olvidamos al salir de casa. La pandemia le ha dado la vuelta a nuestra vida. Y no solo la vuelta amable. La casa se ha convertido en oficina —y en guardería, en escuela, en gimnasio, en restaurante y, demasiadas veces, en hospital—. La casa es a la vez nuestro refugio y nuestro lugar de conflicto. Siempre ha sido así, pero la convivencia ininterrumpida con esta multiplicación de usos, este abierto 24 horas de domesticidad, nos está modificando a nosotros y a nuestra escala de valores. De un lado, la apuesta virtual empieza a agotar: no basta ver el hielo para sentir frío. Si la televisión era la gran compañera de nuestro miedo en los primeros meses de la pandemia, cada vez son más los que apuestan por la evasión por encima de la información. Se han vendido más libros. Hemos dejado de comer tanto chocolate. Seguimos bebiendo demasiado. Y seguimos descubriendo aficiones. O trabajando mucho. Mucho más de 12 horas al día. Piensen ahora en la peste que mató a Tiziano y aisló al Tintoretto en Venecia. Encerrados y sin noticias. Sin posibilidad de asomarse a la calle por miedo al contagio. Sin poder pescar, vender ni pintar. Encerrados sin información. La covid-19 nos está dando la vuelta, pero podríamos dárnosla un poco más.
Vamos a tener que aprender a pensar de otra manera. Asumir que soluciones opuestas pueden defender los mismos principios. Nos hemos pasado lustros criticando la privatización del suelo público. Quejándonos porque las terrazas robaban espacio urbano a los peatones y, durante la pandemia, hemos visto cómo las calles se convertían en terrazas y, entre todos, tratábamos de salvar ese modus vivendi que nos permite charlar con los amigos con la privacidad de una calle y que hace que un negocio pueda prosperar en la ciudad. Defendemos lo contrario de lo que defendíamos y, en realidad, estamos batallando por lo mismo: por mantener la vida en las calles.
Ahora nadie se queja de que las terrazas hayan extendido su presencia en la acera —o en la calzada— formando islas de mesas espaciadas, pero los alcaldes más cívicos han tomado nota y compensan esa invasión con la paulatina desaparición de los coches. En realidad tenía muy poco sentido sentarse a tomar una cerveza y respirar el humo del tráfico. Eso ha quedado en parte saneado. París está pintada de carriles bici que van incluso en contra dirección por calles de sentido único. Anne Hidalgo ha anunciado como medida radical que su consistorio plantará más árboles en la ciudad. El coronavirus redefine también los gestos de diseño urbano radical.
Hasta el clero parece haber tomado nota. En medio de informaciones desesperanzadoras que revelaban que las vacunas son más un negocio que un servicio, el deán de la catedral de Salisbury ofreció sus espaciosas instalaciones para separar a los ciudadanos que esperaban turno para ser vacunados. Demostraba así que un edificio del siglo XIII, con una identidad muy marcada, puede tener un uso muy flexible. O lo que es lo mismo: que no es necesario el anonimato para abrazar la versatilidad, justo lo que la modernidad había tratado de enseñarnos. Con su audacia, Nicholas Papadopulos ha hecho que otros deanes ofrezcan también sus instalaciones para acelerar la vacunación. Puede que estemos ante un nuevo uso mucho más cercano de los templos. A Papadopulos hay que aplaudirle la visión arquitectónica, la capacidad de reacción y la generosidad de organizar los pinchazos mientras los organistas de la catedral, David Halls y John Chanllenger, tocan cada día durante 10 horas. Gótico, órgano y camino de la curación. A mucho menos que eso hay quien lo llama fe.
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