Bach al cuadrado

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En una de las primeras escenas de la película Die Stille vor Bach (2007), el particular homenaje de Pere Portabella al compositor alemán, Àlex Brendemühl comparte desayuno con Antonio Serrano en un bar de carretera. Cuando reemprenden viaje, el segundo toca con su armónica en la cabina del camión parte de la segunda y la quinta de las Variaciones Goldberg de Bach. Aun los más legos en música debieron de pensar si el sonido estaba trucado o si realmente un ser humano puede tocar la armónica así. Sí, se puede. Catorce años después, el músico madrileño ha convertido aquel leve aperitivo on the road en un gran banquete y ha llenado de un Bach deslumbrante e insólito la Sala de Cámara del Auditorio Nacional de Música.

Nada parece quedar fuera de los quince centímetros de su Hohner cromática, como demostró en el primer bloque del concierto, integrado por dos sonatas para violín y continuo, la Allemande de la Partita para violín solo núm. 2 (que tocó en solitario) y el primer contrapunto de El arte de la fuga. Esto fue Bach al pie de la letra, literal pero no literalista, con la sola licencia de transportar a la octava superior aquellas notas graves físicamente imposibles de tocar o de cederlas fugazmente al instrumento de teclado. La armónica hizo suya, pues, con toda naturalidad la parte del violín o la voz de tiple del opus ultimum de Bach, publicado sin indicación instrumental alguna, lo que parece una invitación en toda regla a una apropiación colectiva por cualesquiera elecciones y combinaciones posibles.

Lo asombroso de Antonio Serrano no es ya solo que sea capaz de tocar perfectamente afinadas todas las notas confiadas originalmente al violín, lo cual ya es, en sí mismo, un prodigio que escapa a toda comprensión. Lo que nos deja boquiabiertos es cómo las toca: imprimiéndoles articulación, fraseo, dinámica, dirección, sentido. Da igual que se trate de un Vivace plagado de semicorcheas y constantes saltos interválicos (como el segundo movimiento de la Sonata BWV 1021), de largos tramos de notas breves ligadas (como en el Adagio inicial de la Sonata BWV 1016), de escalas que ascienden imparables más de dos octavas (el Allegro de esta misma sonata), de secuencias ascendentes o descendentes de tresillos que semejan ráfagas de viento (Adagio ma non tanto), o incluso o de tocar trinos o adornos allí donde Bach los prescribe. Todo encuentra acomodo con la mayor naturalidad, como si el formidable viaje necesario para pasar de las cuatro cuerdas frotadas del violín a los 12 orificios y las 48 lengüetas de su armónica fuera un asunto de coser y cantar, cuando, en realidad, se trata de un séxtuple salto mortal sin red compás tras compás, casi nota tras nota, y que él sabe ejecutar con la misma naturalidad de quien devana, silbando despreocupadamente, un ovillo de lana.

Puestos a buscar precedentes, el único posible que viene a la memoria es lo que suena en el elepé que el sello Columbia publicó en 1958, con dos de las sonatas para flauta y clave de Bach (con el pianista Paul Ulanowsky), y, sobre todo, la Partita para flauta sola BWV 1013 interpretadas por un virtuoso perfectamente serio, trajeado y encorbatado que respondía al nombre improbable, pero cierto, de John Sebastian: el estadounidense nació predestinado. Antonio Serrano lo remedó vistiendo con traje, pajarita y zapatos negros para tocar el Bach “oficial”, el literal. Lo acompañaban Daniel Oyarzábal, que alternó con muy buen criterio entre clave (el mismo instrumento alemán que había tocado tres días antes Benjamin Alard) y órgano positivo, y el contrabajista Pablo Martín Caminero, que se unió a sus compañeros a partir de la repetición de la primera sección del Adagio inicial de la Sonata BWV 1021.

La manera en que fraseó Serrano la Allemande de la Partita núm. 2 para violín solo, coronada por el doble Re a la octava de la partitura original, sirvió para evocar a otro portento: el mandolinista estadounidense Chris Thile, que toca también Bach con idénticos desparpajo y naturalidad. Pero lo mejor de este primer bloque llegó con el primer contrapunto de El arte de la fuga, en el que Oyarzábal tocó al órgano las voces intermedias, Martín Caminero el bajo y Serrano, claro, el tiple, construyendo entre los tres una versión sedosa en tonos ocres que parecía haber tomado como lema esa “melancolía de la capacidad” de la que hablaba Paul Hindemith en relación con el último Bach. Y de verdadero hallazgo puede calificarse la unión de órgano positivo y armónica, cuyos principios constructivos no están tan alejados al fin y al cabo el uno del otro. De hecho, una de las maneras de referirse a la armónica en inglés es mouth organ (órgano de boca). Aquí, sin virtuosismo ni alardes técnicos de por medio (aunque cuanto sale de los labios de Serrano es inalcanzable para los humanos de a pie), y con los tres instrumentos hermanados como partes iguales de un todo, es donde alcanzó su cenit el primer Bach de la tarde.

Pero existe otro Bach muy diferente, y el primero en presagiarlo fue quizás el propio Paul Hindemith, que compuso en 1921 su Rag Time (wohltemperiert), una versión orquestal paródica, irónica y danzable de la Fuga en Do menor del primer libro del Clave bien temperado, un Bach pasado por el tamiz del desenfreno y la libertad casi ilimitada de la República de Weimar. Por esos mismos años veinte del siglo pasado, el pianista francés Jean Wiéner empezaba a insuflar ritmos y armonías jazzísticas en obras de Bach, aunque fue su compatriota Stéphane Grappelli, con Django Reinhardt y el violinista estadounidense Eddie South, quien abrió realmente la veda con una versión mitad literal, mitad inyectada de swing, con glissandi casi por doquier, del primer movimiento del Concierto para dos violines BWV 1043, grabada en 1937 y que hoy sigue escuchándose con idéntica sonrisa y admiración.

A partir de ahí, se sucedieron todo tipo de experimentos, desde el Bach Goes to Town de Benny Goodman a las Variaciones Goldberg de Uri Caine, desde la Fantasía cromática de Jaco Pastorius al bienintencionado pero fallido Bach al contrabajo de Ron Carter, del Jazz Sebastian Bach de los Swingle Singers a las improvisaciones casi siempre previsibles y encorsetadas de Jacques Loussier, desde Bourée de Jethro Tull a Rondo 69 de The Nice. Pero quienes merecen mención aparte, especialmente en relación con lo escuchado en el segundo bloque de piezas del concierto de Antonio Serrano, son los cuatro integrantes de The Modern Jazz Quartet, cuyo Blues On Bach es el clásico moderno por antonomasia en este ámbito y cuyas composiciones fugadas propias (Vendome, Concorde) son hijas legítimas del músico alemán. Su compositor fue el pianista del grupo, John Lewis, que en los años ochenta del siglo pasado grabó tanto la totalidad del primer libro del Clave bien temperado con un swing irresistible como una peculiar versión de las Variaciones Goldberg en la que se alternaban el Bach literal (tocado al clave por su mujer, Mirjana Lewis) y el Bach reinventado por Lewis al piano.

Lo que ofrecieron Serrano, Martín Caminero y Oyarzábal fue bautizado por ellos mismos como “visiones”, más que reinvenciones. A partir de cuatro secuencias ideadas por este último en las que, con perfecta ilación, iban sucediéndose motivos y armonías de motetes, conciertos, cantatas, suites, fugas e incluso, para abrir el fuego, el “Agnus Dei” de la Misa en Si menor, cuyos angulosos diseños iniciales de los violines fueron insinuados en los pizzicati del contrabajista, los tres se dedicaron a devolver a Bach aquellos resquicios de libertad que atisbó Hindemith. Si Martín Caminero renunciaba ya definitivamente al arco, Oyarzábal abandonaba los instrumentos históricos para concentrarse en teclados muy relacionados con el jazz: el Fender Rhodes, el Clavinet (una suerte de clavicordio electrónico) y el Minimoog (o su clon construido por Behringer). Serrano seguía con su armónica, pero ahora ataviado con una colorista camisa estampada e informales zapatillas rojas. El John Sebastian de la primera parte daba paso al Toots Thielemans de la segunda.

A partir de aquí, la Sala de Cámara de Auditorio Nacional fue una fiesta: improvisaciones de los tres instrumentistas, sonidos electrónicos clásicos, melodías que, en la mejor tradición de Lewis, se adentraban por vericuetos inesperados, guiños constantes entre los tres músicos y radical cambio de roles: Oyarzábal abandonaba su territorio natural (es una presencia habitual en muchos grupos de música antigua y organista de la Orquesta Nacional de España), mientras que Serrano y Martín Caminero entraban en el suyo. En la tercera visión, iniciada con la Badinerie de la Suite núm. 2 BWV 1067, Serrano, que es también un excelente pianista (como lo era Grappelli), se sentó al Clavinet para incrementar aún más el asombro del público y, en la propina final, como buenos y viejos amigos que son, hicieron un guiño a su infancia tocando la sintonía de Barrio Sésamo, solo que intercambiaron inicialmente sus respectivos instrumentos: Oyarzábal abrazó el contrabajo, Martín Caminero se puso a soplar y tocar con entusiasmo una melódica, y Serrano remachó sus credenciales como teclista al Fender Rhodes. Luego cada uno retomó el suyo y el público agradeció con justo entusiasmo el derroche de imaginación y camaradería. Su proyecto Bach, que llevaban años perfilando y acariciando, no había podido tener un mejor bautizo.

El concierto, además de un homenaje a Bach, por supuesto, ha sido una reivindicación de la armónica y una constatación de que Antonio Serrano es uno de los intérpretes más geniales que ha dado nuestro país. Tendente a compartir su talento en locales pequeños (el Café Central, en la plaza del Ángel de Madrid, ha sido una de sus sedes recurrentes) o a arropar en el anonimato de sus grupos a otros genios (Paco de Lucía), Serrano está a la altura de los más grandes: los citados John Sebastian y Toots Thielemans, por supuesto, pero también Larry Adler, Howard Levy, Sonny Terry y Sonny Boy Williamson. No debe llamarnos a engaño la modestia aparente de un instrumento que cabe en el bolsillo de una camisa: “No hay instrumento pequeño, sino músicos pequeños”, se le oyó decir a Moncho Alpuente al presentar a otro virtuoso inconcebible, en este caso de la trompetilla de plástico: Fernando Palacios (aka Rudy Armstrong), que tiene también su propia historia con Antonio Serrano. Lo importante es qué se hace y quién y cómo lo hace, no tanto con qué se hace.

Acabemos con Bach, como es de rigor. Hay quien defiende que su música, más que la de cualquier otro compositor occidental, admite todas las metamorfosis y apropiaciones de las que ha sido –y seguirá siendo– objeto porque es intemporal. El prefijo, no obstante, importa y sería quizá mucho más preciso y significativo afirmar que la música del compositor alemán, tan bien defendida por Benjamin Alard el martes y por Antonio Serrano y sus amigos el viernes en esta gloriosa semana bachiana que hemos vivido en Madrid, es atemporal.


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